El proceso bolivariano liderado por Hugo Chávez es heredero del primer levantamiento popular contra el neoliberalismo en el continente (el Caracazo de 1989), que hizo entrar en crisis el sistema político venezolano. Ironías de la vida, la potencia del chavismo proviene, en gran medida, del carisma de un líder que sustituye a los movimientos que lo llevaron al poder.
Cuando en febrero de 1989 la población más pobre de Caracas bajaba de los cerros para frenar el ajuste neoliberal implantado por el recién electo Carlos Andrés Pérez, nadie pensaba que aquella insurrección popular –sofocada por el ejército asesinando cientos de personas- representaba una inflexión de larga duración en las luchas sociales de ese país, pero también a escala continental. Con los años llegaron otros levantamientos (Ecuador a partir de 1990, luego Chiapas, Paraguay, Argentina, Bolivia…) que, salvando algunas diferencias, encarnaban el nacimiento de nuevos actores sociales que tenían en común que vivían en los “sótanos” de sus sociedades, por utilizar un término acuñado por el subcomandante insurgente Marcos.
Pero en Venezuela, además de similitudes, hay algunas diferencias que vale la pena destacar, y que explican el destacado papel que viene jugando Chávez. Los movimientos venezolanos comparados con los de los más pobres del continente, parecen difusos, borrosos, de escasa visibilidad aunque la contundencia de sus acciones –como la derrota del golpe de Estado de abril de 2002 y del paro petrolero del año siguiente- los han tornado en actores destacados. A tal punto, que Michael Hardt sostiene que lo que verdaderamente obsesiona a la administración de George W. Bush no es la retórica antimperialista de Chávez (ni tan extrema ni tan coherente como otras a las que se enfrentó el imperio) sino la autonomía de esos movimientos que son los que verdaderamente están marcando los rumbos del proceso bolivariano.
La diferencia venezolana
Sin embargo, no hay en Venezuela nada organizado que se parezca a la CONAIE ecuatoriana (Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador), ni a las juntas vecinales o los cocaleros bolivianos o a los piqueteros argentinos, por no mencionar los casos mejor estructurados del movimiento sin tierra brasileño o del zapatismo chiapaneco. Dicho de otro modo, en Venezuela no encontramos movimientos abarcativos con estructuras que les garanticen visibilidad, estrategias y tácticas, dirigentes conocidos y todas esas características que revisten los movimientos institucionalizados.
Esta situación, realmente novedosa respecto al resto del continente, puede explicarse en alguna medida como consecuencia del hundimiento del sistema político a lo largo de los años 90. Este naufragio no sólo precipitó la desintegración de los partidos tradicionales (desde los socialcristianos y la socialdemocracia hasta las izquierdas), sino que se llevó consigo al vertical y corrupto movimiento sindical. Todo lo institucionalizado se disolvió en el aire, parafraseando la célebre frase de Marx.
Pero hay algo más, que consiste en realidades subterráneas que sólo el tiempo y análisis más sólidos podrán iluminar. Los pobres de los cerros no optaron por crear organizaciones a imagen y semejanza de las que se habían hundido en el desprestigio por la corrupción y la subordinación al Estado y los partidos, sino que crearon multitud de espacios dispersos y escasamente o nada articulados. No vemos en Caracas, a diferencia de El Alto en Bolivia, estructuras más o menos centralizadas que agrupen a los barrios. Ciertamente, esta “ausencia” es funcional a un liderazgo como el de Chávez, pero tiene además la enorme ventaja de que no ofrece tantas facilidades para la cooptación como las organizaciones tradicionales. La falta de articulación y de centralización es lo que explica el éxito que han tenido los movimientos de los pobres venezolanos a la hora de desarticular el golpe de Estado y el paro petrolero, las dos principales iniciativas de las elites que habrían triunfado si se hubieran enfrentado sólo al aparato estatal.
Chávez, imán de los movimientos
Así como el presidente Chávez tiene un enorme poder de atracción en su país, se ha convertido en el referente más importante de la izquierda continental, casi a la par de Fidel Castro. Pero el chavismo no sólo tiene sintonía con los movimientos: interviene en ellos e intenta subordinarlos a sus objetivos. Un caso evidente es el del movimiento sindical, al lado de cuya tradicional CTV (vertical, corrupta y aliada de las patronales) el chavismo impulsó la creación de la UNT utilizando para ello los recursos del Estado. El cientista social Héctor Lucena asegura que así como los empresarios antichavistas no descuentan el jornal de los trabajadores que hacen paros contra el régimen, “el gobierno también financia a los empleados públicos que participan en sus frecuentes marchas y actos públicos, y a quienes no lo son, les brinda apoyo material, logístico y financiero” [1].
A escala regional, el chavismo está siendo capaz de influir en multitud de movimientos, de forma directa o indirecta. En noviembre se realizó en Caracas el primer encuentro latinoamericano de empresas recuperadas, al que asistieron gran cantidad de representantes de varios países. El resultado fue muy satisfactorio tanto para las empresas gestionadas por sus obreros como para los promotores del encuentro. Gracias a los abundantes fondos con que cuenta el Estado venezolano, se firmaron acuerdos de cooperación que permitirán a unas cuantas empresas contar con asesoramiento, recursos y mercados, con los que antes ni siquiera podían soñar.
Por otro lado, el chavismo emite un potente discurso en varios terrenos que van desde la integración regional y la crítica a los Estados Unidos, hasta las bondades de los planes de salud y educación que se llevan adelante en el país con apoyo cubano. A través de periódicos y medios como Telesur, que son financiados por el Estado venezolano, pasando por múltiples organizaciones políticas y sociales que se identifican con el proceso bolivariano, el chavismo cuenta con una amplia red de multiplicadores en todo el continente. Los foros sociales, más allá de las actitudes e intenciones del gobierno de Chávez, vienen mostrando crecientes simpatías hacia ese proceso, como lo muestra la reciente “contracumbre” realizada en Mar del Plata, donde algunos movimientos argentinos actuaron como fieles defensores de los gobiernos de Chávez y Kirchner.
En el amor como en la cooptación se necesitan dos (como mínimo). Sería demasiado simplista culpar sólo a los gobiernos, y hacernos los distraídos cuando los de abajo eligen el camino fácil de la subordinación, ya sea por comodidad, pereza para luchar por la autonomía o a cambio de beneficios materiales. Ahora que toda América Latina está salpicada por gobiernos progresistas y de izquierda, se ha instalado el tiempo de la ambigüedad: las declaraciones de autonomía y de “mandar obedeciendo” a menudo esconden la sustitución de la política desde abajo por la estatista, que siempre es política desde arriba.
[1] Héctor Lucena, “La crisis política en Venezuela”, Clacso, Buenos Aires, 2005
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