Fueron días fatídicos para la derecha colombiana y para el periodismo que la representaba.
Las muertes en distintas circunstancias de Hernán Echavarría, Arturo Abella y Pedro Juan Moreno atacan coincidencialmente en menos de diez días a toda una forma de ver el país y a una forma de hacer periodismo.
La militancia partidista de Arturo Abella, la militancia empresarial del patriarca Echavarría, y la militancia obsesiva en las “seguridades” de todo tipo de Moreno Villa hicieron y marcaron una época cuyas consecuencias para la nación y para la comunicación tendrán que evaluar los historiadores del periodismo.
Sin ignorar sus logros personales y económicos, esos periodismos militantes exacerbaron las tendencias y polarizaron las posiciones hasta extremos como la censura económica que obligó incluso al cierre de medios (como lo documentó Roberto Posada García Peña en su columna de El Tiempo), pasando por la autocensura de periodistas en beneficio de partidos políticos, hasta la cortapisa de los juzgados como les consta al mismo D’Artagnan, a Mauricio Vargas y a otros muchos que sintieron en carne propia el menoscabo del derecho de opinión.
Para no mencionar prácticas periodísticas institucionalizadas (como el anonimato que encierra la fuente de alta fidelidad, o el recurso de garganta profunda para la filtración de documentos o como la presión de la pauta publicitaria en los enfoques periodísticos).
La muerte que es la gran bulldozer, la gran niveladora de valores y conductas no debe impedir una sana reflexión sobre experiencias recientes. El periodismo con camiseta y con enseña, y peor aún si esa enseña esconde una chequera, un “trapo” o una pretendida legalidad, ha dejado más malas experiencias que buenas.
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