Fueron cómplices y avalaron los mecanismos de la dictadura para asesinar personas; publicaron solicitadas y formaron parte activa de la economía del país mientras los militares detentaron el poder; en la actualidad no están investigados ni juzgados, pero los empresarios fueron los mayores beneficiarios de las medidas liberales que dictó Martínez de Hoz y costaron treinta mil desaparecidos.
Faltan ellos. Ningún empresario ha sido condenado, ninguna empresa vio peligrar sus ventas por planificar el golpe militar del ’76, por delatar trabajadores, por acompañar el secuestro, la tortura y la desaparición de 30 mil argentinos. Han transcurrido treinta años, algunos genocidas han muerto, otros están sometidos a proceso, fueron condenados, indultados y vueltos a encarcelar, pero sus socios de traje y corbata, que lucen apellidos de abolengo, tan responsables como Videla o el peor de sus esbirros, siguen como si nada, haciendo negocios, tal vez asesorando a otros como ellos, mimetizados en la sociedad civil.
El 16 de febrero de 1976, un mes y pocos días antes de que se entronizara la dictadura, la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE), festejó un éxito premonitorio: el lock out patronal que paralizó casi todo el aparato productivo nacional. Ese resultó el guiño que necesitaban los militares para salir de los cuarteles. Para que los interrogatorios y las detenciones se trasladaran a las fábricas, para someter cualquier voluntad de resistir lo que se venía: muerte, robo, rapiña, arrebato de la identidad de cada trabajador dispuesto a luchar.
Sí, nadie, ni el mismísimo José Martínez de Hoz, ni los cómplices de la Sociedad Rural, de la Cámara Argentina de Comercio, de la Construcción, ni mucho menos los miembros del directorio de ciertas multinacionales, sufrieron apremios legales en veintitrés años consecutivos de democracia. Un solo caso es por demás elocuente. A fines de febrero pasado, luego de tres años y pico de investigación y un expediente que ya supera las mil fojas, un ex obrero de la Ford, Pedro Troiani, pudo solicitar ante un juez federal la indagatoria de tres directivos de esa compañía y su jefe de Seguridad.
Quizá, alguno, no pertenezca más a este mundo. Como Carlos Suárez Mason, el chacal que gracias a la muerte consiguió esquivar el veredicto de la justicia por los cientos de crímenes que cometió. ¿Quién conoce estos nombres? ¿Pueden sugerirle algo a una sociedad anestesiada por el olvido y la sinrazón? Nicolás Enrique Courard, presidente de Ford Motor de Argentina en el ’76, Pedro Muller, su gerente de Manufactura, Guillermo Galarraga, el gerente de Relaciones Industriales y Héctor Francisco Sibilla, el responsable de controlar la custodia de la planta ubicada en General Pacheco.
La denuncia de Troiani y otros compañeros que sobrellevaron la cárcel, la tortura y la pérdida de su fuente de trabajo sostiene que “la empresa Ford urdió y ejecutó un plan preciso y concreto para deshacerse en forma violenta de la actividad gremial y sindical, con el objetivo de crear un Terrorismo de Empresa que le permitiera reducir personal indiscriminadamente y sin mayores costos, acelerar sin problemas las líneas de producción hasta casi la explotación, ignorar las insalubres condiciones de trabajo, todo ello valiéndose del aparato engendrado por el Terrorismo de Estado, aunque proveyendo también, como nunca antes había ocurrido, instalaciones propias para el funcionamiento de un Centro Clandestino de Detención, y para el mantenimiento del personal militar y de seguridad”.
En rigor, para la querella, nunca antes había sucedido eso si nos detenemos en las fronteras argentinas. Porque la Ford Werke, con sede en Colonia, Alemania, se valió de trabajadores esclavos para optimizar su producción durante el nazismo. Otro tanto sucedió con la Mercedes Benz, de origen germano, y cuya filial ubicada en la localidad de González Catán, alentó la desaparición de una comisión interna casi completa (14 delegados sobre 16). Coherentes en su política empresaria, esas plantas fueron consideradas objetivos de interés militar, igual que durante el régimen de Hitler. Hasta obtuvieron leyes a medida, como la 21.400, denominada de Seguridad Industrial.
Si ciertos represores hablaran, si repitieran cómo estas multinacionales les pidieron que “chuparan” obreros díscolos, dispuestos a resistir todo tipo de atropellos, la diluida responsabilidad civil durante el período 1976-1983 tomaría cuerpo, solidificaría algunas coartadas, comprometería más la reputación de esas compañías que incrementaron sus ganancias cuando no existía la ley. Y, a sus gerentes, allí donde estén, sería más fácil ubicarlos para que hablen.
El diario O Globo de Brasil divulgó documentos que demuestran, cómo fue de coordinada la represión entre las dictaduras de Latinoamérica y varias empresas de primera línea. Volkswagen, Phillips, Firestone, General Motors, entre otras, mantuvieron grupos de trabajo con el Departamento de Orden Político de San Pablo. Aquí los contactos fluyeron de modo semejante. Y, cuando hizo falta, se estimuló a los genocidas: “La APEGE considera un deber ineludible expresar su reconocimiento a las Fuerzas Armadas y de Seguridad por la decisión, coraje y eficacia con que asumieron la responsabilidad de restablecer el orden”, rezaba un comunicado, difundido el Día del Empresario.
A lo largo y a lo ancho del país, el 70 por ciento de los desaparecidos, como se comprobaría más tarde, serían trabajadores. En una automotriz extranjera, en el ingenio Ledesma de una familia patricia como los Blaquier, en los astilleros Río Santiago controlados por la marina, en el cordón industrial que bordea el río Paraná, en decenas de Pymes, con mayor o menor cooperación empresaria. Abundan las pruebas de esa complicidad. Camiones o camionetas cedidas para el secuestro de empleados indefensos, un quincho convertido en centro de operaciones dentro de una fábrica, listas y más listas completadas con nombres que ya no tendrán nombre, que pasarán a ser NN.
“Los gobiernos militares son aliados de las multinacionales”, dijo Oscar Alende, en el último discurso por televisión de un político, antes del golpe, el mismo 24 de marzo. Verdad de perogrullo que, sin embargo, en la historia latinoamericana, plagada de dictaduras, no ha permitido sacar a sus socios comerciales de un discretísimo segundo plano y a los representantes de determinadas marcas que mantienen su predicamento en la sociedad de consumo.
El consumidor no castiga esas conductas, ni repara en que Henry Ford, el creador del imperio homónimo, fue un nazi confeso que condecoró Hitler y que, aún en estos días, posee una avenida con su nombre en General Pacheco.
Tampoco evalúa que el mentor de la solución final, Adolf Eichmann, haya sido empleado de Mercedes Benz -un nido de nazis- bajo el nombre falso de Ricardo Klement.
Ford fabricó durante años el Falcon, que, pintado de verde, significó el símbolo más acabado de la represión. La automotriz alemana le cedió los ómnibus necesarios a la dictadura para el transporte de delegaciones durante el Mundial ’78. Ambas, multiplicaron sus ganancias. Ford fue el líder del mercado automotor durante veinte años consecutivos (1975-1995). En 1982 registró su mayor venta de la historia con el 38 por ciento del mercado. Son hitos industriales que, para cumplirse, requerían de un plan que disciplinara sistemáticamente al personal y aumentara la producción.
Los militares se ocuparon de la faena más cruenta. Sus socios empresarios descorcharon las botellas para brindar por algunas ganancias compartidas. Aunque, todavía hoy, no pagaron esa cuenta por el irrespirable pasado que le tocó sufrir a la Argentina.
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