Desde todas las orillas ideológicas, es evidente la contradicción entre el carácter privado de la propiedad sobre los recursos naturales y la esencia social, ahora global de los problemas que amenazan la supervivencia de la humanidad.
Lo que en el pasado aprendimos como un teorema de economía política y como recurso metodológico para comprender las asimetrías sociales y las injusticias derivadas del hecho de que la producción fuera colectiva y la apropiación privada, se ha convertido en una tensión histórica que plantea problemas insolubles.
Los ejemplos abruman: la producción y el comercio de armas son negocios privados, aunque la paz entre las naciones y la seguridad ciudadana tienen carácter público; la ONU establece reglas estrictas para el trasiego de tecnología y combustible nuclear, vinculantes para los estados, pero no para las empresas privadas.
Las transnacionales farmacéuticas no son entidades filantrópicas y la muerte de millones de seres humanos victimas de enfermedades curables, no es su problema, como no lo es tampoco el VIH-Sida, los medicamentos genéricos y las vacunas para las enfermedades de los pobres. El hambre no se debe a la escasez de alimentos ni a la falta de infraestructuras de distribución, sino a la vigencia de estrechos intereses mercantiles.
Tal vez la expresión más dramática de esas aberraciones históricas es el problema energético. La crisis energética amenaza al planeta y a todos los que viven en él, mas, el petróleo, el gas, el carbón y el uranio no son patrimonio de la humanidad, sino propiedad de países, empresas o individuos que pueden decidir qué hacer con ellos.
No obstante la claridad con que estos fenómenos se perciben, en lugar de abrirse paso una voluntad política que permita avanzar hacía soluciones visibles, se impone el enfoque neoliberal, ponente de una extemporánea fiebre privatizadora y de una filosofía que reduce el papel del Estado, acentuando esa dramática realidad.
Poner en una balanza los intereses de lucro de un grupo de empresas transnacionales y la supervivencia de la especie humana, se ha tornado una dramática realidad. Esa dicotomía no ideológica, sino también global, nos pone ante la disyuntiva de decidir que queremos conservar: la bolsa de ellos o la vida de todos.
La mala noticia es que por tratarse de una contradicción que opera a nivel de toda la formación económica y social, es universal, válida para todas las esferas y para un largo período de tiempo, no tiene solución en los límites de las nociones de gobernabilidad vigentes y en el marco de los actuales sistemas políticos.
A nivel de la razón lógica es evidente el desencuentro entre la magnitud global de los problemas y la ridícula escala en la que se pretende encontrar las soluciones. Los conceptos planeta y humanidad son validos para identificar los desastres y prevenirlos, no para resolverlos.
Por otra parte, es obvia la irracionalidad de auspiciar acciones aisladas que pongan en manos de gobiernos ineficientes, corruptos o imperialistas, los recursos naturales de los que depende el destino del planeta. Tampoco existen organizaciones internacionales suficientemente democráticas, competentes y probas como para asumir la tarea. La experiencia de la ONU en la gestión del programa “Petróleo por Alimentos” en Irak es aleccionadora.
La humanidad, magníficamente culta y tecnológicamente competente, está atrapada en la mezquindad a que la ha conducido un sistema social afianzado en relaciones de producción, nociones ideológicas, ordenamiento jurídico y formas de gobierno esencialmente primitivas.
La criminal simpleza de un credo basado en la anarquía, la ganancia, el afán de lucro, el consumo irracional, era primitiva ya en el siglo XIX cuando Prohudon, Lassalle, Kaustki y Carlos Marx revelaron que una sociedad construida sobre esas bases era, a la larga inviable.
El capitalismo es una etapa histórica, imprescindible e incluso brillante de la evolución humana. Un nivel de la civilización que contiene las premisas para una socialización que le permitiría afrontar los retos que crea su propio desarrollo. Contra el despliegue de esas potencialidades, conspira la pequeñez de las políticas imperiales que constituyen un anacronismo decimonónico basado en paradigmas obsoletos.
De todos modos, los imperativos del desarrollo histórico terminarán por imponerse y la humanidad encontrará la lucidez necesaria para solucionar la crisis energética y el resto de los problemas globales que la amenazan.
No es imposible. Las necesidades históricas son la palanca, los hombres de bien, el punto de apoyo.
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