Vivimos en tiempos de globalización. Esta traduce el fenómeno actual: gracias a los medios de comunicación (radio, TV, Internet) el mundo se "encogió".
Otrora, el futuro tardaba. De la ventana de la casa, veíamos la arquitectura externa modificarse con el cambio de la tienda por el supermercado; el antiguo bazar da paso a la comida rápida, la carretera gana en asfalto.
Hoy, por la ventana electrónica de la TV, el mundo se transforma cada segundo a nuestros ojos. La red de computadoras posibilita a un muchacho de São Paulo enamorar a una china de Beijing sin que ninguno de los dos salga de su casa. Todos los días, miles de millones de dólares se transfieren electrónicamente de un país a otro en el juego de la especulación, ocupación de ricos, pasando de la Bolsa de Valores de Nueva York a la de Londres o de ésta a la de París. Caen las fronteras culturales y económicas, se aflojan las políticas y morales.
La generación de nuestros padres presenció la era de las invenciones (teléfono, radio, automóvil, etc.). Nuestra generación vive en la era de las innovaciones. Ahora tenemos Internet, TV de bolsillo, teléfono celular, etc.
Estas innovaciones tecnológicas rompen las barreras del tiempo y del espacio. Del tiempo, en la medida en que, en una cinta de vídeo, podemos ver "viva" a una persona que ya murió. Del espacio, porque lo que pasa en China entra por la TV a la sala de nuestra casa.
¿Como valor, la globalización es positiva? De un lado, sí. Gracias a ella las guerras entre naciones se vuelven más difíciles. Basta ver el papelón que Estados Unidos y el Reino Unido hacen en Iraq. En nombre de la democracia, asesinan niños y torturan sin escrúpulos, y todo es exhibido en el horario de mayor audiencia.
La globalización tiene sus sombras y luces. Destruye las culturas propias de cada pueblo y nación, corroe los valores étnicos y éticos, privilegia la especulación en detrimento de la producción. Por otro lado, vuelve más vulnerable al capitalismo. Hoy, una caída de la Bolsa de Nueva York repercute en todo el mundo.
Bajo la avalancha electrónica que reduce la felicidad al consumo, entramos por dos callejones sin salida. El primero, el mimetismo: tendencia a imitar. "Lo que es bueno para Estados Unidos es bueno para Brasil", dicen algunos. Nuestra cultura es reducida a mero entretenimiento de quien se acerca a la parafernalia expuesta en las vitrinas de los centros comerciales. Recorremos aceleradamente el trayecto que conduce de la esbeltez física a la ostentación pública de bienes, haciendo como que nada tenemos que ver con la deuda social.
Al segundo callejón se entra por el fanatismo religioso y por la intolerancia que insiste en ignorar el pluralismo y la democracia, no sólo como igualdad de derechos y oportunidades sino también como derecho de ser diferente.
Pero la globalización tiene sus luces. A Pedro Álvares Cabral le tomó 43 días para venir de Portugal a Brasil. Hoy, el viaje en avión dura nueve horas. En el siglo XIX, la encíclica social Rerum Novarum, del Papa León XIII, demoró cuatro años para llegar a América Latina. Hoy, vemos instantáneamente lo que sucede al otro lado del mundo.
El "mundo, mundo, vasto mundo..." del poeta se transformó en una pequeña aldea -la aldea global, donde la TV aproxima a cada uno de nosotros a los hechos que merecen ser noticia.
En el siglo XXI, cerca de 6,5 mil millones de habitantes del planeta Tierra están tan próximos unos a otros que no es fácil que alguien pueda estar a solas, aunque esté solo, al menos que deje de lado su parafernalia electrónica: radio, CD, TV, móvil y ordenador.
Hay una mundialización de la economía. Las naciones-estados, económicamente autosuficientes, tienden a desaparecer. El presidente del Banco de Boston o de la Honda tiene más importancia -y poder- que el presidente o el primer ministro de muchos países. Los ejecutivos del mundo de los negocios acumulan más poder que los políticos del parlamento o del Poder Ejecutivo.
Hay también una globalización de la pobreza: los países industrializados del Norte del mundo albergan menos de un cuarto de la población mundial y consumen un 70% de la energía del mundo, un 75% de los metales, un 85% de la madera y un 60% de los alimentos, según informa la ONU. Del otro lado del mundo, más de mil millones de personas sobreviven con menos de 1 dólar por día.
En la primera mitad del siglo XX, el capitalismo tenía interés en fortalecer el Estado, del que las grandes empresas "mamaban" recursos financieros, exenciones fiscales y privilegios legales (como aún sucede en Brasil). Ahora, las empresas transnacionales, que controlan la economía del Planeta, insisten en privatizar las empresas estatales. O sea, quieren debilitar el Estado y fortalecer el mercado: menos leyes, más competitividad desenfrenada.
Desde el correo y la previsión social, hasta la educación, redes hospitalarias y escolares, los neoliberales quieren privatizarlo todo, incluyendo playas, calles y el aparato policial: basta darse la vuelta y constatar el número creciente de calles cerradas con controles y garitas, y la multiplicación de empresas de seguridad privada. Corremos el riesgo de que todos los derechos sociales sean transformados en mercancías, a las cuáles sólo tienen acceso quienes pueden pagar por ellas.
¿Son positivos los valores de la globalización? No siempre coinciden los valores que tenemos con los valores que queremos. La globalización tiende a destruir un valor importante: nuestra identidad como nación. Un brasileño no es igual a un estadounidense o a un hindú. Cada pueblo tiene sus raíces, su cultura, su modo de encarar la vida. ¿No es verdad que un nativo de Minas Gerais adoraría encontrar, al viajar por el mundo, un “tute” de fríjol? ¿El nordestino no se muere de ganas de una carne de sol con fríjol revuelto?
Es posible que, en el futuro, el mundo tenga un sólo gobierno. Pero, antes, es preciso alcanzar la paz, y para ello no hay otro camino que la justicia entre los pueblos.
(Traducción ALAI)
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