Hace trece años, el 29 de marzo de 1993, se inició una enorme tragedia social en el Ecuador, que no ha concluido todavía: la tragedia de La Josefina, cuando el derrumbe del cerro Tamuga represó el río Paute cerca de Cuenca y produjo una inundación de tal magnitud que durante un mes devoró sembríos, casas, vidas de seres humanos y de animales. Un grupo de técnicos civiles, encabezados por Leoncio Galarza, y de valiosos militares, hizo posible el cruento desfogue del lago allí formado, que amenazaba con extenderse y destruir la ciudad de Cuenca, y Azogues.
El desfogue, producido el 30 de abril, fue posible mediante el disparo de dos cañonazos contra la gigantesca piedra que taponaba el curso normal del río. La correntada, ventajosamente prevista, arrasó con todo a su paso. Si el desfogue demoraba, al producirse días después seguramente habría destruido la central hidroeléctrica de Paute, sumiendo al país en las tinieblas.
Leoncio Galarza, ingeniero hidráulico, experimentado en Rusia, Ucrania, Italia, África y varios países latinoamericanos, muy respetado en El Oro por sus valiosas actividades, se presentó como voluntario de La Josefina desde el primer día y fue uno de los conductores protagónicos del desfogue. Juntos con Jaime, su hermano, autor de estas líneas, concibieron la necesidad de escribir un libro alrededor del tema, y así lo hicieron. En pocos meses más fue lanzado en Cuenca, Quito y Azogues la obra intitulada Más Allá de las Lágrimas. Un hermano menor de los dos, Leonardo, punzante articulista, cuencano como ellos, les envió una hermosa carta que apareció como prólogo del libro.
Cuando éste fue presentado en público por Susana Cordero de Espinosa, destacada lingüista, dijo : «este es el libro que yo nunca hubiera querido escribir»; palabras que aludían, sin duda, a las facetas dolorosas y amargas de la obra. Los autores lo concebimos para fundamentar una tesis que hoy cobra plena vigencia: la necesidad de establecer con urgencia un Sistema Nacional de Prevención de Desastres.
Para proponerlo, pasamos revista a catástrofes de grandes dimensiones producidas en el país en las últimas décadas: sismos, deslaves, inundaciones, etc. Describimos cuadros dantescos de horror y miseria causados por aquellas, así como el gozo enorme que sienten los políticos y gobernantes corruptos que lucran de estas situaciones, a tal punto que no cesan de rezar muy devotamente: «Padre Nuestro que estás en los Cielos, mándanos siquiera un terremoto».
El día que presentamos el libro en el teatro de la UNP, Quito, estuvo en la mesa de honor el entonces Ministro del Trabajo, doctor Alfredo Corral, luego Contralor de la Nación. Se entusiasmó tanto con la propuesta que ofreció ser el vehículo para que el Presidente Sixto Durán Ballén dictara la ley que estableciera el Sistema Nacional de Prevención de Desastres. Nunca supimos qué gestión hizo al respecto el distinguido cuencano.
Acudimos al Congreso Nacional. Propusimos a varios diputados la expedición de una ley urgente sobre la materia. Nos ofrecimos como asesores gratuitos para el efecto. Al cabo de dos meses, uno de ellos nos dijo: «La idea de ustedes es tan valiosa que va una comisión a Estados Unidos para estudiar cómo funciona allá la prevención de desastres».
Desde el evento de La Josefina han pasado trece años, grandes incendios, incontables sismos, erupciones volcánicas, dos fenómenos de El Niño, sequías e inundaciones, deslaves en todas las carreteras y mil tragedias más, y hasta la fecha ninguno de los tres congresos nacionales y siete gobiernos que hemos sufrido se ha preocupado de dictar esa ley que tanta urgencia reviste. Después de todo, dirá la partidocracia eternizada en el poder, hablando de las víctimas: pobres no más son. ¡Que se vayan al exterior y no nos jodan tanto!
Y seguimos como siempre, esperando el toque de sirena para apagar incendios, si por fortuna el Cuerpo de Bomberos dispone de gasolina para las motobombas, y si los bomberos no han fallecido antes por los sueldos de hambre.
Ahora, toda la Costa está inundada.
Se han perdido sembríos y ganado, se han destruido millares de casas, los pobres buscan refugio donde otros pobres, el abandono por parte del Estado es el de siempre y el Presidente Alfredo Palacio deja plantada una asamblea de damnificados en Babahoyo, talvez por un poco de vergüenza, talvez por miedo a una paliza. O quizás porque más importantes son los gringos que exigen un TLC a su gusto y la permanencia de la OXY que se lleva, ilegal e inmoralmente, cuatro millones de dólares diarios.
Un Sistema Nacional de Prevención de Desastres no consiste en poner unos militares más en la Defensa Civil ni aumentar el presupuesto de este organismo, muy importante, sin duda. Tampoco significa crear una burocracia tragamonedas. Consiste en articular instituciones, planes y programas existentes, racionalizar el gasto, tecnificar la prevención con uso de información satelital, crear y mantener actualizado un mapa de riesgos, integrar a toda la comunidad, colocar veedurías ciudadanas anticorrupción, castigar como crímenes de lesa patria y lesa humanidad el robo de un solo centavo destinado a las obras de reconstrucción y a los damnificados. Para esto no se necesita ir a estudiar ningún sistema en esos Estados Unidos gobernados por autoridades incapaces de prever desastres como el de Nueva Orleans, o que igual que aquí trafican con órganos humanos y con cadáveres.
No hay lugar al optimismo en las condiciones de hoy ni en las cercanas perspectivas.
De la veintena de candidatos presidenciales y los diez mil autocandidatos parlamentarios, ninguno se ha pronunciado sobre estas situaciones adelantando propuestas de solución. Todos le echan la culpa de todo a los otros o a San Pedro, mientras los hijos de los montubios se ahogan en los lagos formados por la imprevisión, la incapacidad y el latrocinio de toda clase de regidores públicos.
Si no existe esa ley, si no se crea ese Sistema, y a la vez éste no se inscribe en un marco global de justicia, continuará la furia de las aguas, que hoy azota a nuestra desventurada Patria en justa venganza de la Naturaleza contra la depredación que sufre; y la furia de las aguas podría convertirse en furia popular que se levante y no deje piedra sobre piedra del desorden establecido.
Que después no se culpe a Hugo Chávez del estallido social que golpea a la puerta.
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