“Por eso somos fundamentalmente ilegales desde el punto de vista del pensamiento aristotélico, que argumentaba que la ley consistía en anteponer la razón a la pasión.”
El canon de promoción nacional exige hablar bien del país con la mano en el corazón. No hacerlo es ir contra natura, atentar contra el Producto Interno Bruto y ser un palo en la rueda cambiante de la productividad nacional. Se cumple la profecía de Henry Poincaré cuando decía que la verdad es cruel y que es normal preguntarse a menudo si el engaño no es más consolador.
Hábilmente manejada, la campaña publicitaria forma parte de una estrategia de opinión pública que ha bebido de las fuentes de la propaganda política del pasado siglo y ha impregnado hasta la contaminación las formas de hacer periodismo en Colombia.
De las dos tendencias de propaganda política (la inspirada en Goebbels, el ministro de propaganda alemán, y la fundamentada en los soviets de la revolución bolchevique) que marcaron buena parte los destinos del siglo XX, y que representan en este campo la eterna lucha entre la razón y la seducción, un sector de la propaganda institucional de nuestro país optó por la segunda instancia, esto es, apelar al sentimiento, atacar las sensaciones, inducir al reflejo condicionado -patentado por Pavlov-, y la sobreexcitación.
Este tipo de propaganda se dispersa en gritos de guerra, imprecaciones, amenazas y profecías vagas en los que se busca que la palabra cause efecto y la idea ya no cuenta. El objetivo central es la denominada coagulación nacional en la que la masa adquiere un carácter más sentimental, más femenino, y que requiere ser seducida antes que convencida. Decía Mussolini, con razón, que el hombre moderno está asombrosamente dispuesto a creer. Por eso la preponderancia de la imagen antes que la explicación.
La propaganda hitleriana estuvo enfocada a las zonas más oscuras del inconsciente. La patria y la familia estaban en todas las manifestaciones públicas. El partido y el jefe estaban presentes en todas partes, sin intermediación. Prensa, radio y cine se repetían sin cesar, en ese fenómeno que Ignacio Ramonet ha denominado mimetismo mediático. Deviene producción de adhesiones por el camino del espectáculo.
Goebbels trabajó con tino la inhibición condicionada, que tiene sus raíces en la dialéctica hegeliana y que recurría al recuerdo de la angustia que siente el ser humano cuando cambia libertad por seguridad, y que lo lleva sin darse cuenta a al adhesión infinitesimal, como la calificó el sacerdote y estudioso francés Fessard. Esa inhibición se lograba con cantos, himnos, símbolos, lemas e imágenes. La clave radicaba en mantener a la masa en estado continuo de exaltación, el alma popular a fuego lento, sin dar espacio a la reflexión. Walter Hagemann sintetizó los momentos de tensión permanente en crestas sucesivas como la estrategia de la alternancia regular del azúcar y del látigo. Oscilaba como un péndulo entre la caricia y la amenaza, la seducción y la brutalidad. Estrategia que ya había aplicado con éxito Napoleón. En suma, del terror a la exaltación, de la pasividad a la excitación, del miedo al entusiasmo. Nadie hablaba de odio ni de amor, sino de fascinación.
Una vez seducidos, al decir del teórico francés Jean Marie Domenach, venían las siguientes fases de la propaganda para mantener la aparente cohesión nacional, primero simpleza, luego un enemigo único, un único objetivo. Le siguieron la exageración y la desfiguración de las noticias mediante el uso de las citas desvinculadas de contexto en el lenguaje de de masas, recurriendo a lo primario. El refuerzo era la repetición incesante. Ya en el Mein Kampf lo advertía el mismo Hitler cuando decía que la masa sólo recordaba las ideas más simples cuando le eran repetidas centenares de veces con diferente presentación. En este aspecto especialmente fue evidente y definitiva la complicidad de la prensa alemana. En procesos concomitantes o posteriores, la propaganda diseñada por Goebbels recurrió a eso que llamó el publicista norteamericano Walter Lippman, sentimiento preponderante de la muchedumbre en busca del consenso, lo unánime para poder abordar un último estadio, donde se combatían las tesis de los adversarios, atacando puntos débiles, no respondiendo nunca de frente, atacando en el ámbito personal y descalificando al rival.
Esa opción propagandística no se da, como sucede en el resto del planeta, químicamente pura, y tiene matices y transformaciones de acuerdo al grado de satisfacción o al nivel de éxito conseguidos en momentos específicos de la historia de los últimos cien años.
Otros países con objetivos similares también la han adaptado a sus procesos políticos, el resultado también es parecido, empobrecimiento del debate, pugnacidad personalizada, retorno a los estados tribales de la angustia y del miedo. Terreno propicio para las opciones totalitarias.
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