A punto de iniciarse una nueva administración, el Perú tiene el desafío formidable de superar la pobreza, crecer rápidamente y, al mismo tiempo, hacer viable la gobernabilidad.
Esa triple tarea histórica no podrá ser realizada con la urgencia que la hora política requiere, ni con los escasos recursos financieros con que cuenta el país. Porque las reformas estructurales, que son necesarias para desarrollar el Perú, precisan de tiempo para su implementación (vale decir, estabilidad política) y de dinero (inversiones y gasto público) para su materialización, y ambos elementos no estarán a la mano de la nueva administración que se constituirá este 28 de julio.
Políticamente el sur andino no puede esperar, ni ser limitado a un insuficiente gasto social, asistencialista y episódico. Y los preocupantes anuncios de una oposición a ultranza son un claro indicativo que todo programa social destinado a aliviar a los menos favorecidos chocará con la impaciencia promovida por sectores radicalizados del expectro político nacional. En ese clima de incertidumbre, de inestabilidad política y social y de previsible violencia, el riesgo-país aumentará y el Perú no será favorecido por los inversionistas.
Por ello, el nuevo mapa político del Perú1 necesita de un plan de emergencia que debe ser político y económico, inmediato y estructural, que produzca rápidamente trabajo, aumente el PBI per cápita de la población, disminuya drásticamente la desigualdad social y no pierda de vista el desarrollo del país, estableciendo al mismo tiempo las bases del crecimiento sostenido y garantizando el fortalecimiento de la economía nacional y su inserción en los mercados internacionales con mayor competitividad.
La única manera de lograr estos objetivos es orientando los recursos financieros del país hacia la superación definitiva de su brecha en infraestructura básica.
Desde Angus Madison y su portentoso libro Monitoring the World Economy: A Millennial Perspective, 1820-19922, hasta William J. Berstein, en su celebrado libro The Birth of Plenty: How the Prosperity of the Modern World was Created (The MacGraw-Hill Companies, Inc., 2004)3, todos los estudios económicos han ponderado la necesidad primera de invertir y potenciar la infraestructura básica para alcanzar la prosperidad de las naciones.
Sin infraestructura física, sin más y mejores caminos, puertos, aeropuertos, sin una mayor y mejor transmisión y distribución de la energía eléctrica y sin el desarrollo de las telecomunicaciones, ningún país puede aspirar a pasar de la barbarie a la civilización, de la pobreza extrema a la prosperidad, de la inestabilidad política a la gobernabilidad.
Ese es un paso necesario que debe darse ahora en el Perú, no solamente por constituir una condición insoslayable para el crecimiento económico y para el futuro de su democracia, sino también porque ese proceso formidable de gastar en ingeniería para el desarrollo ofrece simultáneamente la oportunidad de dar más trabajo a los peruanos en proyectos nacionales que aumentarán sus ingresos, reducirán sus desigualdades sociales y traerá al país mayor estabilidad política. “Ese conjunto de inversiones –ha ratificado un estudio de Calderón y Serven (2004)- permitirá movilizar recursos internos del Perú, creando fuentes de trabajo, atrayendo inversiones complementarias y desarrollando el mercado de capitales, beneficiando así a todos los peruanos”.
En un reciente y enjundioso estudio publicado el pasado año por el Banco Mundial, Infraestructura en América Latina y el Caribe: Tendencias recientes y retos principales (2005)4, y cuya autoría corresponde a Marianne Fay y Mary Morison, se ha destacado precisamente la importancia que tiene para los países en desarrollo la inversión en infraestructura básica, como factor decisivo para la aceleración de sus economías, de su productividad y competitividad y para producir, al mismo tiempo, trabajo y disminuir dramáticamente las desigualdad social.
Sin embargo en la actualidad la región gasta menos del 2% del PBI en infraestructura (1.7% menos de lo que gastaba entre 1980 a 1985) y ello explicaría la efervecencia política que vive el continente, a pesar de sus cifras macro económicas que no se traducen en beneficios tangibles para la población, lo que pone en riesgo el sistema democrático y los logros alcanzados por los programas de estabilización económica.
Fay y Morrison han señalado, por ello, que mejorar la infraestructura es un gasto estratégico imperativo que debe afrontar la región y han precisado, además, cifras y posibles beneficios. Así, mejorar la infraestructura de la región al nivel de Corea “produciría un aumento del PBI per cápita de 1.4% a 1.8% anual y reduciría la desigualdad en 10% ó 20%”. Pero para ello se requeriría, sin embargo, de un aumento significativo del gasto en infraestructura, es decir 6% del PBI, y durante un largo período: 20 años.
Ambas cifras parecen significativamente arduas para la economía del Perú y para su nuevo mapa político, impaciente, encrespado y amenazante.
En efecto, el déficit en infraestructura básica del Perú asciendería a la suma de US$ 18 mil millones o lo que tendría que gastar el país en los próximos 10 años en los sectores de transporte, agua y saneamiento, energía y telecomunicaciones, de los cuales el 71% corresponde a provincias fuera de Lima (IPE y ADEPSEP, 2003)5. Sin embargo, entre 1980 al 2002, el país ha gastado un promedio de 1.5% en infraestructura, por debajo del promedio de Chile (4%) y uno de los más bajos de la región (Easterley y Serven, 2003).
Según un estudio de Calderón y Serven (2004), para mantener las actuales tasas de crecimiento el Perú debería invertir entre el 3% ó 4% del PBI en infraestrutura en los próximos 20 años, es decir, apunta ese estudio, 3 veces más de lo que ha hecho en los últimos 5 años. Y más adelante añade, refiriéndose a la localización que deberían tener esos recursos –localización que coincide con las zonas consideradas prioritarias por el nuevo mapa político del Perú, constituído el 4 de junio último-, que “esas inversiones deben focalizarse en las regiones geográficas menos centrales, en los grupos socioeconómicos menos favorecidos y en los sectores más relegados, en particular agua y transporte”.
El Perú debe gastar de inmediato en infraestructura física si quiere sobrevivir políticamente y si desea enrumbarse hacia el desarrollo. Es decir, la urgencia de la hora política nos está devolviendo al camino que debimos transitar desde un comienzo para superar la pobreza y alcanzar la prosperidad, como lo hicieron otras naciones del mundo.
Se ha hablado de la reasignación y reorientación de los recursos del estado para enfrentar esa y otras urgencias, como educación (uno de los pilares fundamentales de la competitividad), vivienda, salud e investigación científica. Pero ello requiere, más que un recorte de asignaciones o su mejor distribución, una dramática y, por cierto, necesaria reingeniería del aparato estatal cuya materialización demandaría, sin embargo, un esfuerzo de largo aliento, incompatible como solución única y, sobre todo, inmediata para la hora política que vive el país y para el futuro de su gobernabilidad.
Se ha dicho también que el contexto internacional es el mejor para una nueva administración que quiere llevar a cabo cambios profundos en el país. Pero ya el Banco Mundial ha anunciado las negativas perspectivas para el precio de nuestros minerales en los mercados internacionales, pues según esa institución el precio de esos productos caerá a partir del próximo año.
También se ha afirmado que el comercio internacional, aparentemente alentado con la firma del TLC, sería la panacea para la economía peruana. Pero lo ha dicho más de un especialista en el tema: El comercio internacional es solamente un aspecto del desarrollo. El otro es la competitividad y los precios de nuestros productos no podrán ser más competitivos que el de nuestros vecinos sin la adecuada infraestructura básica, que influye decididamente en los costos de producción, distribución y en el precio final de nuestros productos. Según el informe citado del Banco Mundial sobre infraestructura en la región, el costo de logística constituye solo el 10% del valor del producto en los países industrializados. Mientras que en Chile es de 15%, en el Perú alcanza el 34%.
El mismo informe indica que el interés del sector privado en infraestructura ha disminuído y que las privatizaciones son inmensamente impopulares en la región, cerrando así otros dos canales de financiamiento y captación inmediata de recursos que podían ser orientados a cubrir la brecha en infraestructura básica.
La solución entonces es adoptar una medida transcendental para el futuro del país, difícil en su realización pero que, en su momento, fue llevada a cabo con éxito por otros países como Bolivia y Polonia – casos paradigmáticos de esta experiencia que alcanzó a otros doce países del mundo- que enfrentaron crisis, distintas en su naturaleza, pero de similar urgencia, y con la ayuda de la comunidad financiera internacional recorientaron sus recursos gracias al éxito que alcanzó sus estrategias negociadas de cancelación o reducción de deuda externa.
Indudablemente la deuda externa, en el marco del nuevo y urgente mapa político del Perú, constituirá uno de los mayores obstáculos para la estabilización económica y para la gobernabilidad del país. El Perú tiene una deuda externa que ya alcanza la suma de US$24, 230 millones (MEF), lo que representa el 28% de nuestro PBI. El país paga a sus acreedores alrededor de US$1, 800 millones anuales, producto de la última renegociación de la deuda pública que, efectivamente, fue reducida pero significó también el aumento de la deuda privada debido a los préstamos de corto plazo que contrajeron los bancos comerciales.
En 1985 Bolivia enfrentaba una nueva crisis que hizo colapsar el programa de estabilización macroeconómica del presidente Paz Estenssoro. Esa crisis se produjo, principalmente, por la caída de los precios del estaño en los mercados internacionales, lo que tuvo como corolario la bancarrota del país, despidos masivos y la violenta protesta política en las calles. Luego de una leve estabilización los acreedores bolivianos solicitaron la reanudación del servicio de la deuda. Bolivia se opuso porque ello hubiera implicado una situación “políticamente explosiva y una carga socialmente inaceptable para los pobres de Bolivia, a través de futuros cortes en gastos del gobierno y aumento de los tributos (si estos fueran posibles de recaudar)” 6.
Luego de intensas negociaciones realizadas por un inteligente equipo económico encabezado por Jeffrey Sachs, la estrategia boliviana de cancelación de la deuda externa finalmente se impuso. “Fue un concepto radical –dice Sachs en su libro The End of Poverty- pero era la manera más prudente y realista de enfrentar las circunstancias económicas del país”7.
Desde entonces hasta el 2003 Bolivia pudo gastar un promedio de 6% en infraestructura, lo que permitió casi dieciocho años de estabilidad política, el más largo de la historia republicana de ese país, con un crecimiento económico modesto, es cierto, pero cuyas causas están relacionadas con otros factores como la falta de planificación, de previsión, las profundas divisones regionales (el occidente altiplánico y el oriente de los llanos) y también étnicas y, por supuesto, la radicalización de sectores políticos que terminaron por derrumbar de la gobernabilidad boliviana, la feroz protesta callejera y la emergencia de Evo Morales, a quien Humala piensa emular en el Perú en los próximos cinco años.
Pero Bolivia lo hizo y negoció la cancelación de su deuda externa con los organismos financieros internacionales, sobre la base de un concepto nacional que puso en la mesa de negociaciones con sus acreedores la urgencia política del país. Es decir, Bolivia sentó un precedente histórico.
El otro caso emblemático es Polonia. Salida del traumático enclaustramiento comunista y en la necesidad de enfrentar duras y sustanciales reformas económicas que podrían afectar su gobernabilidad y su naciente democracia, Polonia privilegió también su estabilidad política atendiendo el interés nacional. Para la administración de ese país europeo era muy claro, dice Sachs, que “las ganancias de (esas) reformas tenían que acumularse para el pueblo polaco, no para los acreedores internacionales de Polonia”. Blandiendo el London Agreement de 1953 que permitió a Alemania Federal conseguir de los aliados la sustancial reducción de su deuda contraída en la última preguerra mundial, la nueva administración polaca abrió con sólidos argumentos su estrategia negociada de cancelación de deuda externa, que terminó con la cancelación del 50% de esa obligación (alrededor de 15 billones de dólares).
Lo demás es historia conocida. Como lo señala Sachs, Polonia alcanzó un importante progreso que en el 2002 se tradujo en un aumento hasta del 50% en términos per cápita en comparación a 1990 (la más exitosa experiencia entre los países post comunistas de Europa del Este) y, en el 2004, Polonia pasó a ser parte de la Comunidad Económica Europea8.
El caso peruano también tiene argumentos para plantear una estrategia negociada de reducción o cancelación de deuda externa.
En primer término está la conservación de los pocos logros macroeconómicos alcanzados precisamente por el programa de estabilización económica, ahora en peligro por el inminente brote de la violencia política en el país producto de una anunciada oposición radical que, como la boliviana de Evo Morales que terminó con la gobernabilidad de casi 18 años del país del altiplano, acentuará con suma facilidad los límites y los evidentes fracasos de las reformas económicas y colocará al Perú al borde del abismo.
En efecto, para ofrecer algunas cifras sensibles para la población y para la gobernabilidad del país y que oscurecen totalmente el crecimiento económico alcanzado, cabe anotar que “el ingreso por persona en el Perú –la medida económica más básica del nivel de vida- está, hoy en día, casi al mismo nivel de hace 25 años. Esto constituye un fracaso económico de largo plazo extraordinario”9. Por ello Mark Weisbrot señala que “un fracaso de crecimiento y desarrollo de largo plazo de esta magnitud produce problemas económicos y sociales, incluyendo el desempleo y la pobreza, que no pueden ser resueltos con pocos años de crecimiento razonable”10.
Los indicadores corroborán, efectivamente, que si bien la pobreza disminuyó de 54.3% a 51.6% entre 2001 al 2004, la mayoría de la población vive aún por debajo de la línea oficial de pobreza. “En Lima y Callao donde viven 9 millones de personas (ó 32% de la población) la pobreza de hecho aumentó durante este período por casi 5 puntos porcentuales, de 31.8% a 36.6% de la población”, mientras que la tasa de desempleo aumentó a 10.5 %, si tenemos en cuenta que en el 2001 era de 7.8%.
Es decir, sin ayudas externas inmediatas que permitan al país satisfacer necesidades nacionales que no podrán ser satisfechas por un modelo económico evidentemente insuficiente o con beneficios económicos que no se traducen en un corto plazo (o no se traducirán jamás), el orden macroeconómico colapsará si cede a la enorme presión política por sus límites intrínsecos que han hecho que el programa no haya sido suficiente para mejorar el nivel de vida de los peruanos.
En segundo témino tenemos las negativas proyecciones para el próximo año de los precios de nuestros minerales en el mercado internacional, anunciadas por el Banco Mundial. Aunque la alarma no es tan grande como anuncian algunos especialistas, particularmente para el Perú debe ser motivo de preocupación. El sector minero representa la mayor parte del incremento de ingresos y exportaciones desde el 2001, cerca de US$6, 500 millones de un crecimiento total de US$ 10, 200 millones. El aumento en los ingresos del sector minero no obedeció a un incremento de la producción, sino al aumento de los precios de nuestros minerales en los mercados internacionales. Contra ese logro, condicionado por factores netamente externos, se alza un argumento aparentemente positivo: El superávit comercial ha sido de US$ 5, 200 millones (68% del PBI), sin embargo el superávit en cuenta corriente solamente llegó a US$1,030 millones o 1.4% del PBI debido, precisamente, al servicio de la deuda externa.
En tercer lugar figura los límites inmediatos de los acuerdos comerciales con los Estados Unidos, en términos de ampliación de mercados y divisas. El Perú deberá competir en condiciones totalmente dispares contra dos gigantes, China y México, que son los países que con sus productos actualmente dominan el mercado norteamericano. Además, estamos ingresando a una experiencia comercial que nos encuentra sensiblemente disminuídos en infraestructura física (transporte, puertos, aeropuertos, etc.) y social (principalmente educación) y las perspectivas comerciales del gran país del norte, pese al Tratado de Libre Comercio, apuntan a una disminución sustancial de sus importaciones.
En cuarto lugar, el Perú puede levantar otros dos argumentos contundentes para afirmar una estrategia de cancelación o sustancial reducción de la deuda externa, con el sano propósito de contar con recursos financieros inmediatos y orientarlos hacia la urgente satisfacción de las necesidades de su población, que ha expresado su radical protesta en la últimas elecciones de 4 de junio. Me estoy refiriendo a once años de terrorismo, de muerte y destrucción de infraestructura básica y el sólido argumento de la lucha y la superación inmediata, no diferida, de la pobreza, contra un posible y simpre latente rebrote del terrorismo en el país. Con una comunidad internacional particularmente sensible con el tema del terrorismo desde los luctuosos sucesos del 11 de setiembre del 2001, y con los países desarrollados focalizados en la orientación de sus recursos económicos en la lucha contra ese flagelo mundial, el Perú tiene que poner sobre una mesa de negociación de cancelación y reducción de deuda externa el antecedente sangriento de su propio drama, aún no superado del todo.
En quinto lugar, la geopolítica latinoamericana se muestra propicia para una estrategia peruana de cancelación o reducción de deuda externa. Los arrestos de Hugo Chávez en su propósito de construir en la región un bloque radicalmente duro antiamericano, colocan a la nueva administración del Perú a instalar este 28 de Julio en una posición ventajosa para ofrecer un nuevo liderazgo latinoamericano (junto con Chile, Argentina y Brasil), especialmente en el convulsionado sector andino, que ofrezca tranquilidad en la región y, así, recibir los réditos financieros de una diplomacia inteligente, moderada, integracionista, pero profundamente cooperativa con los Estados Unidos.
El Perú está en su hora decisiva. Un mapa político explosivo puede devolvernos a la ruta de la prosperidad y sentar las bases del desarrollo, primero, con la inversión en infraestructura, que dará de inmediato más trabajo a los peruanos y reducirá sustancialmente y en un corto plazo la desigualdad y la pobreza. Esa experiencia puede y debe ser acelerada, no olvidemos el mapa político del país surgido de las ánforas, con la cancelación o la sustancial reducción de su deuda externa para orientar esos recursos en gasto en infraestructura física y también social11 y, en el camino, aplacar una protesta política anunciada, cuyas consecuencias irán más allá de los efectos nacionales para trascender a la vida política y la gobernabilidad de la región.
La propuesta es radical pero razonable y cuenta además con antecedentes históricos que produjeron el progreso y la gobernabilidad de los países que se vieron beneficiados con la cancelación negociada de sus obligaciones con acreedores externos y la reorientación de esos recursos hacia la satisfacción de sus necesidades básicas.
El otro camino es la reiteración de políticas asistenciales, episódicas, motivadas por falta de realismo político y la magnificación de logros macroeconómicos limitados, que terminarán por sepultar la nueva e irrepetible oportunidad que nos ofrece un contexto político-económico nacional, regional e internacional, profundamente relacionado con nuestros temas históricos más urgentes pendientes de respuesta y que ahora reclaman una solución inmediata.
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