Importancia tiene la fuerte crítica al Poder Judicial en el informe Valech, por negligencia y renuncia a su obligación de defender los derechos humanos atropellados por la dictadura. El reproche se centra en la Corte Suprema, cuya autoridad se extiende a todos los niveles de la judicatura y, hasta 1980, abarcaba la totalidad de los juzgados del país incluyendo los tribunales militares en tiempo de guerra.
En 1991, el informe Rettig ya había establecido que “el Poder Judicial no reaccionó con la suficiente energía frente a las violaciones de los derechos humanos”. En esa oportunidad, la Corte Suprema rechazó la acusación.
Ahora, en otro contexto, en medio de la conmoción que provoca el informe sobre la tortura y ante acusaciones más específicas, el máximo tribunal se vio obligado a una explicación. Se esperaba un mea culpa pero no lo hubo, aunque los ministros firmantes destacaron su “consternación” ante los hechos documentados por la comisión Valech.
La Corte descargó las responsabilidades en los ministros que toleraron o aprobaron las políticas represivas, pero no asumió la consiguiente responsabilidad institucional, como lo había hecho antes el presidente de la República en lo que corresponde al Estado. Tampoco la Corte Suprema pidió perdón, a pesar de la gravedad, extensión y temporalidad de sus conductas. La declaración fue insuficiente y conciliadora con una conducta vergonzosa cuyos efectos se han prolongado hasta hoy.
Amauenses de la dictadura
La actual Corte Suprema no niega los cuestionamientos. Reconoce, en los hechos, que abdicó el control de los tribunales militares en tiempo de guerra y de los bandos dictados por jefes militares; que renunció a impartir justicia en el caso de los recursos de amparo y ante las denuncias de tortura, aberraciones y delitos de todo tipo cometidos por agentes de la dictadura y que no asumió una conducta independiente frente al régimen despótico. Niega, eso sí, que haya existido connivencia entre los magistrados y el gobierno militar y explica la conducta aberrante de sus antecesores con algo obvio: la falta de libertad. En otras palabras, por la dictadura, como si este hecho brutal justificara el abandono de deberes, la falta de ética y la corrupción.
Hay un trasfondo político que se silencia. La inmensa mayoría de los ministros de la Corte Suprema simpatizaron o apoyaron a la dictadura. Hubo excepciones, pero fueron escasas, y por lo general comenzaron a aflorar a medida que cambiaba la situación política y se debilitaba la tiranía.
El presidente de la Corte Suprema al 11 de septiembre de 1973, Enrique Urrutia Manzano, vinculado a poderosos terratenientes, había encabezado la oposición de la Corte Suprema al presidente Salvador Allende. Manifestó su “íntima complacencia” ante el golpe militar y lo celebró con júbilo. La Corte Suprema renunció explícitamente a su control sobre los tribunales militares en tiempo de guerra, con lo que vulneró una tradición histórica. En dos oportunidades, entre 1872 y 1883, la Corte Suprema había revocado decisiones de comandantes en jefe en operaciones. Abdicó también al control de los bandos militares que creaban delitos y penas aberrantes, que significaron incluso el fusilamiento de prisioneros convertidos en rehenes.
Jueces sumisos
La sumisión a la dictadura fue absoluta. Hubo una razzia en el Poder Judicial que significó la salida de jueces y funcionarios de orientación progresista y también de elementos discrepantes o que podían ser testigos incómodos de la connivencia con el régimen dictatorial. La Corte Suprema, baluarte de los intereses de la burguesía, cumplía con su papel como lo había hecho antes con la defensa irrestricta del derecho de propiedad, de los grandes negocios y de la aplicación de leyes restrictivas de la libertad. Se agregaba otra característica, derivada de la trama familiar que invadía los escalafones y funciones auxiliares de la administración de justicia, y daba al Poder Judicial un carácter estamental con rasgos nepóticos y de cofradía.
Los antecedentes disponibles son abrumadores. Que se hayan rechazado cerca de nueve mil recursos de amparo -más del 98% de los presentados por familiares de las víctimas- es un escándalo imborrable. Como lo es también las palabras de un ministro que, reconociendo que se cometían atropellos y crímenes, dijo a un abogado que había que tener paciencia mientras los militares hacían el trabajo sucio que les correspondía. Un presidente de la Corte de Apelaciones de Santiago, en conocimiento por un abogado de que en un recinto secreto -individualizado por azar- se estaba torturando a dos mujeres, comentó: “Colega, si están presas es porque algo estarían haciendo”. El 1º de marzo de 1975 el presidente de la Corte Suprema, Enrique Urrutia, tuvo la desvergüenza de quejarse en el discurso de inauguración del año judicial por la cantidad de recursos de amparo que se interponían “so pretexto (textual) de detenciones decretadas por el Ejecutivo”. Eso constituía, dijo, un obstáculo para que los tribunales se preocuparan de asuntos verdaderamente urgentes e importantes.
Sabían de torturas y crímenes
El conocimiento que los miembros de la Suprema tenían de la tortura era real y directo. José María Eyzaguirre, que sucedió a Urrutia, visitó campos de concentración y recintos secretos de detención donde se torturaba (que eran ilegales) y sin embargo, continuó votando contra los recursos de amparo. Israel Bórquez, su continuador en la presidencia, no vacilaba en evidenciar su hastío e irritación frente al tema de los detenidos desaparecidos.
Los actuales ministros de la Corte Suprema rechazan la acusación de connivencia de los magistrados “con quienes cometieron los excesos y violaciones”, lo que obviamente, es una actitud permisiva. Si por connivencia entendemos una confabulación o un acuerdo de mutua aceptación de conductas, aunque sea tácita, es evidente que ella existió.
Dos elementos reflejan la superficialidad de la declaración de la actual Corte Suprema. Uno es el silencio respecto del artículo 79 de la Constitución vigente, que formalizó la independencia de los tribunales militares en tiempo de guerra. Ellos quedan expresamente fuera del control de la Corte Suprema. El otro elemento es mucho más grave: “A partir de septiembre de 1973, los jueces y los tribunales se vieron, en gran medida, impedidos de cumplir a cabalidad con esa función” y agregan que “de haberlo cumplido, probablemente, ello no habría tenido resultados significativos”. Es decir, la excusa perfecta para no hacer nada. Ni siquiera intentarlo, porque se asumía de antemano la inutilidad del esfuerzo.
La “familia judicial”
Que la Corte Suprema mantenga consideraciones hacia los ministros que con su conducta sumisa y cómplice la deshonraron, no habla bien del máximo tribunal. Indica que sus integrantes mantienen lealtades corporativas y malentendidas solidaridades con la “familia judicial”, que se protege a sí misma.
Era de tal envergadura la rémora que significaba la Corte Suprema para el funcionamiento de la democracia a partir de 1990, que el presidente Patricio Aylwin -que conocía bien a los ministros- debió diseñar un sistema de indemnizaciones y jubilaciones privilegiadas para deshacerse de magistrados que se aferraban a sus cargos y así, abrir las puertas a una renovación que ha dado frutos importantes. Comenzaron investigaciones serias en los procesos por detenidos desaparecidos, que han logrado avances significativos. Crímenes de gran notoriedad se aclararon, y los responsables fueron sancionados.
Una democracia verdadera necesita un Poder Judicial comprometido con la justicia, integrado por jueces honestos y capaces que al aplicar las leyes interpreten el interés general y los anhelos de la población. El remezón que significa para la conciencia colectiva el informe Valech debería cuestionar profundamente al Poder Judicial.
Las terribles lecciones del pasado deben ser asumidas con seriedad y discutidas en todos los ámbitos. Por desgracia, ayuda poco la declaración oficial de la Corte Suprema, aunque es claro que con ella no se clausura un tema que sigue pendiente
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