Las huelgas de la Patagonia de 1921 se hicieron famosas por las investigaciones de Osvaldo Bayer y la película de Héctor Olivera. Aquellos hechos fueron protagonizados por trabajadores que venían de distintos lugares del mundo nada menos que a la dimensión de cielos sin límites del sur argentino.
En las actas de las sociedades de trabajadores, Bayer encontró libros de actas que dieron cuenta del por qué se luchaba. Un paquete de velas para iluminarse en las noches, los botiquines con explicaciones en castellano y no en inglés, lugares dignos para dormir y un convenio colectivo de trabajo, eran algunas de aquellas reivindicaciones mínimas e indispensables.
Pero también hubo otros papeles, otros diarios. Eran los que traducían los escritos de los huelguistas.
Allí se decía que querían vivir bien en ese sitio que identificaban con el paraíso en la Tierra.
Pelear para crecer y ser felices en el paraíso.
Eso escribieron y desearon los que ofrendaron su vida por la dignidad de la persona en las estepas del sur, hacia principios de los años veinte del siglo pasado.
Fueron fusilados y enterrados en tumbas comunes y clandestinas.
El tiempo pasó pero nunca la Patagonia dejó de ser el paraíso anhelado.
Tampoco cejó la obstinación de posesión de parte de los muy pocos de siempre.
El paisaje patagónico revive la porfía: paraíso para todos o privilegio de algunos.
En la provincia de las manzanas, en Río Negro, el deseo volvió a chocar contra las llamas del infierno impuesto.
Fue en el barrio San Sebastián B, una de las tomas de la ciudad capital, que María José Sosa, mamá de solamente diecinueve años, se las ingeniaba para jugar y darle todo lo que podía a su hijita de ocho meses, cuando, como no podía ser de otra manera, las instalaciones eléctricas comenzaron a fallar. Porque nadie controla la calidad ni la tensión de la luz en las casillas de maderas donde anidan los sueños de los que nunca tienen prensa salvo cuando pueblan las páginas policiales.
Y el fuego se tragó a María José y su beba. El infierno impuesto, una vez más, se llevó la esperanza de los que seguirán apostando al paraíso en la Tierra, no por ilusión, sino por necesidad.
Nada pudo hacer Mario Díaz, el papá y compañero de la joven mamá. Nada pudo hacer aunque uno de sus oficios es ser bombero, nada menos que bombero.
Cayó desmayado por el dolor.
Lo que no sabe Mario es que él solo no pudo contra ese infierno que es anterior a su amor, al sueño del paraíso y a su desesperación.
Cuentan las crónicas periodísticas que el muchacho también es albañil y que los tres imaginaban una casa de verdad, segura y con instalaciones eléctricas que funcionaran siempre y no dependieran de la desidia de los siempre lejanos funcionarios estatales.
“Tenía varios materiales comprados y apilados en el terreno. Ladrillos, una mezcladora, hierro, mallas metálicas y cemento estaban alistados para iniciar una próxima construcción, mucho más sólida. Pero la fatalidad se adelantó”, apunta el relato mediático.
El problema es que no se trata de una fatalidad, sino de la lógica consecuencia de la permanente puja entre los infiernos permanentes y los paraísos necesarios aún por ser, no solamente en la Patagonia, sino en todo el país.
# Agencia APE (Argentina)
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