El último libro de Bernard-Henri Lévy ha sido el más comentado en los medios de comunicación desde comienzos de año. Diane Johnstone, que ve en este ensayista a un propagandista encargado de reciclar los tópicos desgastados de la Guerra Fría, no se sorprende de ello en esta época de sarkozismo triunfante. Prefiere desmontar los mecanismos de esta retórica y subrayar su carácter mágico y antipolítico. En definitiva, se divierte en constatar que la hegemonía de este discurso no suple su vacuidad y no logra hacerlo operativo.
Foto arriba: Bernard-Henri Lévy.
___________________________________________________
El ensayo político más comentado por los medios de comunicación desde comienzos de año, Ce grand cadavre à la renverse (Ese gran cadáver de espaldas), de Bernard-Henri Lévy (Grasset, Paris, 2007), se presenta al público como una reflexión consagrada a la izquierda francesa. Pero curiosamente, se trata en el fondo de algo muy distinto.
Bernard-Henri Lévy es con mucho el más conocido de la pequeña camarilla de propagandistas que hace unos treinta años, con la etiqueta de «nuevos filósofos», emprendieron una campaña para invertir el sentimiento antiimperialista que se había hecho dominante en el mundo entero, sobre todo en reacción contra la guerra llevada a cabo por Estados Unidos en Vietnam. La guerra había terminado, y la izquierda francesa estaba debilitada por su dispersión sectaria y el hundimiento de sus esperanzas «revolucionarias» poco realistas. Los Jemeres Rojos, que habían tomado el poder en Camboya, tras los bombardeos y el destronamiento de Sihanouk fomentado por los Estados Unidos, cometieron el «baño de sangre» que los estadounidenses habían predicho sin razón para Vietnam.
Por su descubrimiento tardío, aunque teatral y fuertemente mediatizado, del gulag soviético más de veinte años después de la muerte de Stalin, y calificando las aberraciones asesinas de los Jemeres Rojos de «golpe fatal... contra la idea misma de revolución» (p. 124), los «nuevos filósofos» trataron de estigmatizar toda aspiración a un cambio social radical como inevitablemente «totalitaria». Contra la omnipresente «amenaza totalitaria», se rehabilitó a Estados Unidos como indispensable salvador de la democracia y defensor de los derechos humanos.
Es difícil medir el verdadero impacto de aquella campaña, que formó parte de una ofensiva general de rehabilitación del imperialismo americano bajo el estandarte de los «derechos humanos». Es cierto que estos publicistas no fueron jamás tomados en serio por los universitarios y los profesores de filosofía, pero ganaron una celebridad inmediata gracias al celo que pusieron los medios de comunicación (empezando por le Nouvel Observateur) en difundir su «nueva» versión «filosófica» de la propaganda de la Guerra Fría.
No obstante, treinta años más tarde, su misión parece cumplida. Aunque no sea filósofo, Nicolás Sarkozy encarna la «nueva» Europa soñada por Rumsfeld al principio de la conquista de Irak, una Europa dispuesta a seguir ciegamente a los Estados Unidos en sus guerras de «civilización».
André Glucksmann, el más histérico del clan, se dio prisa en unirse a Sarkozy como filósofo de corte. Bernard Kouchner, el más mundano de los guerreros humanitarios, esperó a la elección de Sarkozy para unirse a él como ministro de Asuntos Exteriores.
Más astuto que los demás, BHL rechazó perderse entre la multitud victoriosa. Durante la campaña se atribuyó el papel de consejero ideológico de Ségolène Royal. Tras su derrota, prefirió rezagarse en el campo de batalla política para hacerse con el estandarte caído de la izquierda. O bien, como sugiere el título de su última obra, para recuperar su cadáver. Este libro pretende dar lecciones a la izquierda con el fin de reanimarla. BHL querría infundir sus palabras y sus pensamientos al cadáver, transformándolo en una especie de zombi para asustar a Ségolène, y alejarla de Jean-Pierre Chévènement, Noam Chomsky, Michael Moore, Rony Brauman, Alain Badiou, Régis Debray, Harold Pinter y todos los demás adeptos de malas ideas que llevarían la izquierda, según BHL, hacia un nuevo «totalitarismo».
¿Y cuál es este nuevo totalitarismo? El «antiamericanismo», ¡pues claro! Y el antiamericanismo, qué es exactamente? Según BHL (página 265), «el antiamericanismo es una metáfora del antisemitismo». Ajá.
Y claro, «el antisemitismo» es la acusación que hará desaparecer al adversario en una nube de humo, como hace la malvada hechicera en El Mago de Oz. Pero ¿funciona siempre la magia? BHL tiene miedo de estar perdiendo su poder.
El mundo según BHL
Aunque la etiqueta de «filósofo» sea exagerada, el escritor BHL tiene, como todo el mundo, su filosofía personal. De entrada, según él, las ideas son las que gobiernan el mundo, para bien y para mal (p. 402). Sobre todo para mal, aparentemente. Las ideas pueden salir casi de la nada, lo que exige una vigilancia constante. Lo que él llama su fidelidad a la izquierda no tiene nada que ver con las relaciones socioeconómicas, y aún menos con la oposición a la guerra. Se trata más bien de la denuncia de ciertos crímenes: la condena de Dreyfus, Vichy, diversos «genocidios» reales o supuestos. Se basa, como explica con detalle, en su propia galería personal «de imágenes, acontecimientos y reflejos». Nunca en algún tipo de análisis. Avanza como una especie de Isaías que clama en el desierto y no necesita útiles modernos de investigación o de análisis.
En este mundo de ideas, los hechos son secundarios, cuando no superfluos. BHL juega con ellos como juega con estas ideas maleables. Hay que adaptar los hechos a las ideas, no las ideas a los hechos. El concepto de Imperio puede aplicarse a China hoy en día o en el pasado a la URSS, a los turcos, a los árabes, a los aztecas , a los persas o a los incas. Pero es inoperante cuando se trata de una «América cuya línea principal ha sido siempre el aislacionismo y que, contrariamente a las grandes naciones de la vieja Europa, nunca ha colonizado a nadie» (página 281).
Esta afirmación pasmosa sitúa a BHL claramente por encima y al margen de la realidad. En su libro, no se trata tampoco de la política tal como se suele entender. Se trata más bien de enunciar, como dice claramente, al menos con toda la claridad de la que es capaz, una especie de religión sin Dios.
Puede parecer extraño viniendo de una celebridad de la jet set que se da la gran vida pero, para BHL, el modelo a emular no es otro que el profeta del Antiguo Testamento, fustigador de las malas ideas que llevarán al pueblo a su destrucción. Esto se hace explícito hacia el final de su último libro (como también en uno de los primeros, El testamento de Dios). De hecho, si se empieza por el final del libro en vez de por el principio, se puede ver que el verdadero tema no es el partido socialista ni la izquierda, sino una exhortación profética a una especie de guerra de religión.
Al hablar de una «evaluación genealógica» de las ideas de democracia y de derechos humanos, BHL expresa esta nostalgia por una época bíblica. De estas ideas, escribe (página 398): «Se las puede considerar demasiado griegas... Se las puede juzgar demasiado romanas... Se puede lamentar que el universalismo tal como lo entendemos haya pasado con armas y bagajes al lado “ni judío ni griego” paulino y que haya olvidado por el camino el gusto por las singularidades que se podían encontrar todavía entre los judíos y los griegos. Se puede entonces, como Levinas, querer que se oigan de nuevo esas voces judías, ese aliento profético, que acalló el greco-romano-paulinismo. »
Se refiere al filósofo lituano-franco-israelí Emmanuel Levinas, cuyas contorsiones metafísicas sobre la culpabilidad y la inocencia llevaron a B-H Lévy y a Alain Finkielkraut a ver en él a su propio profeta contemporáneo. En 2000, con Benny Lévy, que había abandonado la dirección de la Gauche Proletarienne para volver al seno del judaísmo tradicional, fundaron el Institut des Études Lévinassiennes en Jerusalén y en París, consagrado (según palabras textuales de Benny Lévy) al combate «contra la visión política del mundo». Su referencia inagotable es el Talmud.
El estilo profético sobrevuela los hechos para proferir lamentaciones, premoniciones y exhortaciones. Proyecta un ambiente de urgencia moral demasiado apremiante como para perder el tiempo en análisis claros y razonados, fundados en el respeto escrupuloso de los hechos y la honradez en la presentación de los juicios opuestos al suyo.
Para el escritor, esquivar el análisis no es sólo un artificio retórico, sino algo consustancial a su visión del mundo. Es una expresión de rechazo, por parte de ciertos sectores del pensamiento contemporáneo, de todo intento de explicar los acontecimientos históricos a partir de causas materiales o políticas. Este rechazo es central en la actitud religiosa hacia el Holocausto, o la Shoah (es decir, el genocidio de los judíos entendido en términos religiosos). Para los defensores de esta religión contemporánea es inaceptable buscar explicaciones materiales a acontecimientos que deben seguir siendo «incomprensibles» por su enormidad. El menor intento de explicar la ascensión de Hitler por hechos como una reacción contra la humillación de la derrota de 1918, la pérdida de territorios nacionales y la inflación galopante seguida del paro masivo, es rechazada como un intento de «justificarla». Toda explicación distinta del odio eterno a los judíos se arriesga incluso a ser tachada de antisemita.
Esta negativa a analizar los factores materiales subyacentes a los fenómenos ideológicos se extiende a otros acontecimientos. Cuanto intenta explicar la pérdida de velocidad del espíritu europeo, BHL no hace ninguna mención al hecho, sin embargo cada vez más evidente, de que la Unión Europea se haya convertido en el instrumento para imponer una política económica, especialmente la privatización forzosa de los servicios públicos, que el pueblo no ha elegido ni puede cambiar. No, si Europa ha «empezado mal», es a causa del «enorme agujero que es, en toda Europa, el vacío dejado por seis millones de judíos asesinados». Ve la crisis de Europa en «el grito de dolor de una Europa muerta al nacer, o nacida con una parte de sí misma muerta, y que por ello ya sólo sabe vivir de la vida de los espectros» (p. 232).
Esta visión antipolítica de los acontecimientos es comparable a la que se tenía de los brujos antes del desarrollo de la medicina moderna. La mayor preocupación de estos lévinassiens es claramente el antisemitismo, tal como la peste negra era la gran preocupación de los europeos en el siglo XIV. Están incluso obsesionados por la posibilidad de su resurgimiento. Pero su enfoque religioso —incluso si se declaran ateos (p. 405)—, les impide analizar las causas de un modo que ayude a evitar una nueva erupción de esta enfermedad.
Guerra de religión
En su capítulo dedicado al futuro «progresista» del antisemitismo («el neoantisemitismo será progresista o no será»), BHL lo trata como una especie de demonio que merodea a través de la historia con varios disfraces. Es «ese largo grito de odio que, desde hace siglos y siglos, persigue al Pueblo de la Palabra». No hay que preguntar: «¿por qué?». Sólo hay que preguntar: «¿cómo?».
A esta pregunta, BHL le da una respuesta. El antisemitismo hará su próxima aparición inevitable por la vía de la izquierda. Sobre este tema, por el que siente un gran interés, llega a hacer algunas observaciones acertadas. Reconoce implícitamente una realidad que muchos otros rechazan, es decir, que en Europa, hoy en día, la auténtica religión, aquélla cuyo sentido de lo sagrado aún funciona, es la Shoah, el Holocausto. O, como afirma, «la religión de la época» está «cada vez más claramente fundada sobre tres sólidos pilares que son el culto a la víctima, el gusto por la memoria y la reprobación de los malvados (el antifascismo triunfante, el amor por la víctima y el deber de la memoria)». Dicho esto, se inquieta al ver que una cierta competición entre víctimas alienta el resentimiento hacia los judíos, a los que se acusa de haberse «apropiado del capital victimario. Shoah business...».
«“¿Qué hay del genocidio de los indios americanos?” me preguntó un día el jefe indio antisemita Russell Means. “Nada; los judíos americanos lo han tomado todo; se han apropiado hasta de la idea de genocidio”». Sobre esto, BHL hace incluso una insólita mención de los palestinos, cuyo peor enemigo sería «el estrépito que se arma en torno al sufrimiento del pueblo judío, que cubre/acalla su propia voz» (p. 318).
La respuesta de BHL no es otra que insistir de nuevo en que la Shoah es realmente única en la Historia, añadiendo que los musulmanes estuvieron del lado de Hitler y no pueden entonces ser considerados como víctimas inocentes del sionismo. Y que tales quejas no son más que manifestaciones de la nueva oleada de antisemitismo. Todo ello se sigue de la premisa según la cual no puede haber otra explicación del antisemitismo que la propia naturaleza eterna del antisemitismo. Ni puede, sobre todo, haber ninguna causa por la que ciertos judíos, en este caso el Estado de Israel, puedan tener parte de responsabilidad.
En vez de analizar, BHL profetiza. Prevé la próxima oleada de antisemitismo en «la unión del negacionismo, el antisionismo y la competición entre las víctimas». ¿Qué hacer ante este peligro? De nuevo una exhortación y un nuevo enemigo «fascista» a combatir: «el islamofascismo» o, como prefiere llamarlo, el «fascislamismo».
Programación de la Izquierda Zombi
BHL se dirige a la izquierda zombi, a la que pretende inspirar con sus profecías.
Exhortación número uno: ¡dejad de hablar de Israel y de Palestina! Hay que limitar «la referencia obsesiva a Israel». Hablad más bien de Darfur, de Chechenia...
Segunda exhortación: reemplazad el concepto de tolerancia por la laicidad. Es decir, ninguna tolerancia con el «fascislamismo», que llega a divisar incluso en las posiciones relativamente moderadas de un Tariq Ramadán, por ejemplo, por no hablar de las mujeres con velo y de los musulmanes que se enfadan con las caricaturas del Profeta representado como un terrorista.
Tercera exhortación: reconocer en el islamismo una forma de fascismo.
Este zombi programado es finalmente todo lo que BHL ofrece a la izquierda o a los judíos.
¿Con qué resultado posible?
El hecho de que las reseñas pasen de puntillas sobre el judeocentrismo flagrante del libro sugiere que cierta forma de intimidación funciona eficazmente. Pero cabe preguntarse si el hecho de no atreverse a cuestionar ninguna afirmación hecha «en nombre de los judíos» (¡sin pedir su opinión!) es verdaderamente «bueno para los judíos». El propio BHL, al hablar de la «competición de las víctimas», expresa algunas dudas. Pero persiste.
Es evidente que sería mejor para la izquierda, para los judíos, para todo el mundo, superar estas inhibiciones religiosas y mirar de frente la realidad del mundo, incluyendo Israel, Irak –invisible en este libro-, Palestina, Irán y, sí, los Estados Unidos y su desatado complejo militar-industrial que encuentra pretextos para la utilización de su poderío militar en la histeria neoconservadora en torno al «islamofascismo». El modo profético por el que BHL muestra tanta afición no es más que una irracionalidad emotiva, tal como el antisemitismo, diversos delirios religiosos e incluso el “fascismo”. Se trata de una postura ideológica, sin ninguna relación con un concepto sensato de política progresista.
Traducido para Tlaxcala por Nuria Álvarez Agüí
Nuria Álvarez Agüí es miembro de Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y la fuente.
Manténgase en contacto
Síganos en las redes sociales
Subscribe to weekly newsletter