¿Cuál nombre es más popular dentro de la literatura: ¿el de Sherlock Holmes o el de Conan Doyle? Seguro que el de Sherlock Holmes. Sin embargo, fue Conan Doyle, escritor inglés (1859 – 1930), quien creó al famoso detective. Este es uno de los excepcionales casos, en donde la ficción literaria supera, en fama, al autor de carne y hueso.
“Estamos acostumbrados a que los hombres se rían de lo que no entienden”: Goethe
Sir Arthur Conan Doyle, por el primer orificio aspiraste toda la cocaína que pudiste soportar; por el otro, aspiraste la gloria literaria universal: creaste al más famoso detective de todos los tiempos y uno de los personajes de ficción más conocidos en el mundo entero: Sherlock Holmes.
Tu cerebro forjó algunos de los mejores relatos policíacos, en los que la lógica y el sentido común deshacen las intrigas más misteriosas… “¿Cuántas veces tengo que decirle, Watson, que, una vez eliminado todo lo que es imposible, la verdad está en lo que queda, por improbable que parezca?”.
Triunfaste con la pluma del intelecto y la razón; fuiste riguroso y bastante complejo hasta conseguir la sencillez (la sencillez como sinónimo de excelencia) en cada uno de tus escritos... “El crimen más común es el más misterioso, porque no tiene ningún rasgo distintivo que permita resolverlo. Lo sencillo suele ser, precisamente, lo que con mayor facilidad se nos pasa por alto”...
Sir Arthur Conan Doyle, pasaste a la historia, por injusto que parezca, a través de otro nombre: el de Sherlock Holmes. Tu ficción literaria superó, en fama, al hombre de carne y hueso. ¡Esa es tu gloria Conan Doyle!: eres eterno en las letras mundiales gracias al nombre y el apellido de una de tus creaciones y no por el tuyo propio. ¿Existe mayor gloria literaria, si consideramos que la literatura es, ante todo, una ficción?
(Pienso en otra invención imperecedera: Don Quijote de la Mancha, aquel loco hermoso que poseía la verdad de los sueños, y que continúa cabalgando en el jamelgo Rocinante, por la historia de la literatura y el arte. Pienso en su autor, Miguel de Cervantes, quien recorre el mismo sendero, a la sombra del ingenioso hidalgo).
Aquel detective alto, de mirada penetrante y nariz aguileña, de contextura delgada pero sólida, aficionado a las peleas de box y la cocaína, simpatiza y deslumbra al más exigente lector por su inteligencia esclarecedora, amante inseparable del análisis y la deducción (fuiste un buen ‘dios’ Conan Doyle: lo creaste a tu imagen y semejanza): “Como cualquier otro arte, sólo llega a dominar el arte de la deducción y el análisis a través de un largo y paciente estudio… Pero antes de pasar a aspectos morales o mentales de la cuestión, que son los que mayores dificultades presentan, el curioso debe empezar por resolver problemas más elementales. Por ejemplo, que al conocer a otro mortal, sea capaz de saber a qué gremio pertenece y algo de la historia de ese hombre. Aunque parece un ejercicio pueril, agudiza la capacidad de observación y enseña a saber qué buscar y dónde hacerlo. Las uñas de un hombre, las mangas de su abrigo, su calzado, sus rodilleras, la callosidad de su índice y pulgar, su expresión o los puños de su camisa, cada una de estas cosas revela el oficio de un hombre. Es prácticamente inconcebible que todos estos datos no ayuden a un investigador competente a arrojar algo de luz sobre un caso”.
Tanto amaste a tu personaje, Conan Doyle, que lo tuviste que matar: de un plumazo trágico acabaste con la vida de Sherlock Holmes y de su archienemigo, el Dr. Moriarty. Lo que no sabías, Sir Arthur, es que Holmes ya no te pertenecía, le pertenecía -y pertenece- a miles de lectores de todo el mundo, que lo consideraron imprescindible en el arte literario de perturbar las neuronas y alborotar las emociones.
Muy a tu pesar, es cierto, tuviste que devolverlo a la vida en la novela El sabueso de los Baskerville: “- Watson, ¿ha advertido la extraña conducta del perro anoche? - Pero, Sherlock, el perro no hizo nada. - Eso es lo extraño, Watson”… Aunque literariamente argumentado por tus dotes de extraordinario narrador, lo hiciste contra tu voluntad: sentiste que tu vida estaba ligada, casi anclada, a la de tu creación, y eso no te parecía justo.
Por algunos años más, Sir Arthur Conan Doyle, fuiste generoso con tus lectores y volviste a desafiar a Holmes para que resuelva los más enmarañados casos: “Watson: Mi mente se subleva ante el estancamiento. Proporcióneme usted problemas, proporcióneme trabajo, deme los más abstrusos criptogramas o los más intricados análisis, y entonces me encontraré en mi ambiente. Podré prescindir de estimulantes artificiales. Pero odio la aburrida monotonía de la existencia. Deseo fervientemente la exaltación mental. Ahí tiene por qué he elegido esta profesión a que me dedico…”
Hasta que un día, los años, las penas y la cocaína no fueron magnánimos contigo, Sir Arthur. Hombre de carne y hueso, cumpliste con el inexorable destino de todos. Pero tu ficción literaria no te acompañó hasta la sepultura: el más famoso detective de todos los tiempos continúa vigente a través del tiempo y asombrando a los más rigurosos lectores. Como tú lo hiciste, en un acto de auténtica justicia, aquel personaje que inventaste te resucita a diario, cuando alguien lee tu intelecto y descubre al inmortal Sherlock Holmes.
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