El presidente Obama acaba de optar por la escalada militar en Afganistán, donde la OTAN enfrenta la insurrección de los pashtunes, que la propaganda está asociando al oscurantismo religioso. Al apostar por la escalada militar, Washington se mete en un nuevo atolladero. El analista italiano Tiberio Graziani observa en este artículo que la trampa afgana, montada por Estados Unidos en 1979 en contra de los soviéticos, se cierra hoy sobre las tropas del Pentágono.
Rebeldes afganos sobre los restos de un helicóptero soviético. En esa época, los muyahidines eran considerados por Washington como «combatientes por la libertad», hoy, ellos destruyen los helicópteros de la OTAN y son calificados «terroristas talibanes».
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1979, el año de la desestabilización
Entre los distintos acontecimientos de política internacional de 1979, hay dos particularmente importantes por haber contribuido a la alteración del marco geopolítico global, por entonces basado en la contraposición entre los EE.UU. y la URSS. Nos referimos a la revolución islámica de Irán y a la aventura soviética en Afganistán.
La toma del poder por parte del ayatolá Jomeini, como se sabe, eliminó uno de los pilares fundamentales sobre el que se sustentaba la arquitectura geopolítica occidental guiada por los EE.UU.
El Irán de Reza Pahlavi constituía en las relaciones de fuerza entre los EE.UU. y la URSS una pieza importante, cuya desaparición indujo al Pentágono y a Washington a una profunda reconsideración del papel geoestratégico americano. Un Irán autónomo y fuera de control introducía en el tablero geopolítico regional una variable que potencialmente ponía en crisis todo el sistema bipolar.
Además, el nuevo Irán, como potencia regional antiestadounidense y antiisraelí, poseía las características (en particular, la extensión y la centralidad geopolítica y la homogeneidad político-religiosa) para competir por la hegemonía de al menos una parte del área meridional, en contraste abierto con los intereses semejantes de Ankara y Tel Aviv, los dos fieles aliados de Washington y de Islamabad.
Por tales consideraciones, los estrategas de Washington, en coherencia con su bicentenaria «geopolítica del caos», indujeron, en poco tiempo, al Irak de Saddam Hussein a desencadenar una guerra contra Irán. La desestabilización de toda la zona permitía a Washington y a Occidente ganar tiempo para proyectar una estrategia de larga duración y, con toda tranquilidad, desgastar al oso soviético.
Como puso de relieve hace once años Zbigniew Brzezinski [1], consejero de seguridad nacional del presidente Jimmy Carter, en el curso de una entrevista concedida al semanario francés Le Nouvel Observateur [2], la CIA había penetrado en Afganistán con el fin de desestabilizar al gobierno de Kabul, ya en julio de 1979, cinco meses antes de la intervención soviética.
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Ver artículo: «El verdadero poder que está detrás de Obama»
El 4 de noviembre de 2008, es decir antes que el pueblo norteamericano votara para elegir a Barack Obama como nuevo presidente, el historiador estadounidense Webster Tarpley, exponía ya sus principales ideas sobre el nuevo mandatario negro de los EEUU.
Video: subtítulos en castellano.
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La primera directiva con la que Carter autorizaba la acción encubierta para ayudar secretamente a los opositores del gobierno filosoviético se remonta, de hecho, al 3 de julio. Ese mismo día el estratega estadounidense de origen polaco escribió una nota al presidente Carter en la que explicaba que su directiva llevaría a Moscú a intervenir militarmente. Lo que puntualmente se verificó a finales de diciembre del mismo año. Siempre Brzezinski, en la misma entrevista, recuerda que, cuando los soviéticos entraron en Afganistán, él escribió a Carter otra nota en la que expresó su opinión de que los EE.UU. por fin tenían la oportunidad de dar a la Unión Soviética su propia guerra de Vietnam. El conflicto, insostenible para Moscú, conduciría, según Brzezinski, al colapso del imperio soviético.
El largo compromiso militar soviético a favor del gobierno comunista de Kabul, de hecho, contribuyó ulteriormente a debilitar a la URSS, ya en avanzado estado de crisis interna, tanto en la vertiente político-burocrática como en la socio-económica.
Como bien sabemos hoy, el retiro de las tropas de Moscú del teatro afgano dejó toda la zona en una situación de extrema fragilidad política, económica y, sobre todo, geoestratégica. En la práctica, ni siquiera diez años después de la revolución de Teherán, toda la región había sido completamente desestabilizada en beneficio exclusivo del sistema occidental. El contemporáneo declive imparable de la Unión Soviética, acelerado por la aventura afgana y, sucesivamente, el desmembramiento de la Federación Yugoslava (una especie de estado tapón entre los bloques occidental y soviético) de los años noventa abrían las puertas a la expansión de los EE.UU., de la hyperpuissance, según la definición del ministro francés Hubert Védrin, en el espacio eurasiático.
Después del sistema bipolar, se abría una nueva fase geopolítica: la del “momento unipolar”.
El nuevo sistema unipolar, sin embargo, tendrá una vida breve, que terminará –al alba del siglo XXI –con la reafirmación de Rusia como actor global y el surgimiento concomitante de las potencias asiáticas, China e India.
Los ciclos geopolíticos de Afganistán
Afganistán por sus propias especificidades, referentes en primer lugar a su posición en relación con el espacio soviético (confines con las repúblicas, por aquella época soviéticas, del Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán), a las características físicas, y, además, a la falta de homogeneidad étnica, cultural y confesional, representaba, a ojos de Washington, una porción fundamental del llamado « arco de crisis », es decir, de la franja de territorio que se extiende desde los confines meridionales de la URSS hasta el Océano Índico. La elección como trampa para la URSS cayó sobre Afganistán, por tanto, por evidentes razones geopolíticas y geoestratégicas.
Desde el punto de vista del análisis geopolítico, de hecho, Afganistán constituye un claro ejemplo de un área crítica, donde las tensiones entre las grandes potencias se descargan desde tiempos inmemoriales.
El área en que se encuentra actualmente la República Islámica de Afganistán, donde el poder político siempre se ha estructurado sobre la dominación de las tribus pastunes sobre las otras etnias (tayikos, hazaras, uzbecos, turcomanos, baluchis) se forma precisamente en la frontera de tres grandes dispositivos geopolíticos: el imperio mongol, el janato uzbeco y el imperio persa. Las disputas entre las tres entidades geopolíticas limítrofes determinarán su historia posterior.
En los siglos XVIII y XIX, cuando el aparato estatal se consolidará como reino afgano, el área será objeto de las contiendas entre otras dos grandes entidades geopolíticas: el Imperio ruso y Gran Bretaña. En el ámbito del llamado “Gran Juego”, Rusia, potencia de tierra, en su impulso hacia los mares cálidos (Océano Índico), India y China choca con la potencia marítima británica que, a su vez, trata de cercar y penetrar la masa eurasiática en Oriente hacia Birmania, China, Tíbet y la cuenca del Yangtsé, pivotando sobre la India, y en Occidente en dirección a los actuales Pakistán, Afganistán e Irán, hasta el Cáucaso, el mar Negro, Mesopotamia y el Golfo Pérsico.
En el sistema bipolar, a finales del siglo XX, tal y como hemos descrito antes, Afganistán se convierte en un terreno en el que se miden una vez más una potencia de mar, los EE.UU., y una de tierra, la URSS.
Hoy, después de la invasión estadounidense de 2001, la que presuntuosamente Brzezinski definía como la trampa afgana de los soviéticos se ha convertido en la ciénaga y en la pesadilla de los Estados Unidos.
[1] « La monstruosa estrategia para destruir Rusia », por Arthur Lepic, Red Voltaire, 12 de diciembre 2004.
[2] Brzezinski : « Oui, la CIA est entrée en Afghanistan avant les Russes … », Le Nouvel Observateur, 15-21 de enero de 1998, p. 76.
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