El Estado mexicano es el principal responsable de la pobreza extrema que padecen millones de personas, al no garantizarles sus derechos humanos. Mientras la CIDH acusa que “las políticas de apertura indiscriminada e integración económica distan de generar condiciones justas y dignas para los más pobres”, en este país, la miseria se niega porque desmiente el triunfalismo de quienes viven en la opulencia
Los reportajes presentados por el equipo de la revista Contralínea constituyen un referente indispensable frente a las declaraciones optimistas y voluntaristas de los gobernantes. Hace poco, Felipe Calderón señaló que se debe enderezar el rumbo social del país y emprender un combate efectivo a la pobreza. Este tema constituye la gran prioridad de su gobierno.
Esto remite también a las promesas de Vicente Fox que el libro Morir en la miseria nos recuerda. Los 15 reportajes descubren un hecho intolerable e indignante en el siglo XXI: la miseria, la marginación y el uso que se hace de quienes viven en estas condiciones para perpetuar sus privilegios.
Es alarmante, ante estas historias, constatar que ellas sólo constituyen una muestra de la miseria en México, sobre todo de aquella que es negada porque desmiente el triunfalismo de quienes viven en la opulencia.
Es difícil hablar de derechos humanos en estas circunstancias. Derechos básicos como la alimentación, salud, educación, vivienda o trabajo, ante los hechos, parecen sólo buenas intenciones. Prácticamente carecen de sentido ante la ausencia de mecanismos eficientes para garantizarlos y, también, porque la miseria que afecta a millones de personas en nuestro país implica la ausencia de recursos y de oportunidades para el pleno desarrollo de las capacidades físicas, mentales, sociales, económicas y culturales de las personas, lo cual no sólo limita, sino niega el derecho efectivo de todos los derechos humanos.
Es un acierto de los autores emplear el Índice de Desarrollo Humano como parámetro para la localización de los municipios más pobres del país, y es también un acierto mirar hacia el norte, hacia la región tarahumara.
Los elementos que componen este índice con los testimonios presentados en el libro se vuelven elocuentes y dan cuenta de la magnitud real de la miseria. Al leerlos, somos testigos también de otros elementos que agravan la vida de los más pobres. La impotencia y la vulnerabilidad tienen también un componente subjetivo, como experiencia de desamparo y exclusión. La pobreza coloca en una situación de vulnerabilidad, la cual hace posible violaciones de otros derechos humanos y limita la libertad para llevar una vida digna.
Estos testimonios nos afectan sin duda, pero para que éstos sean fieles a la realidad en la que fueron producidos, debemos evitar el sentimentalismo que sólo conduce a la acción filantrópica. Dentro de este esquema es concebida la política social actual, pero como una cuestión del corazón o de buenas intenciones y no como una responsabilidad ineludible del Estado. Y ya vemos las consecuencias de esta concepción.
Los testimonios de este libro no son o no deben ser la exposición de un espectáculo, sino la denuncia de una situación intolerable y a la cual debe ponerse un alto. Exigir que el gobierno cumpla sus compromisos es tarea que debemos continuar haciendo los diversos sectores de la sociedad, pese a los riesgos que la exigencia de derechos implica para personas o colectivos.
El testimonio del director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, Abel Barrera, es elocuente, así como las medidas cautelares que en este momento tienen los miembros de ese centro.
Señalo algunos elementos con la intención de remarcar que la miseria en la que viven muchas personas en México no es una cuestión de buenas intenciones.
Primero: la pobreza extrema implica la exclusión de las personas, ya que no participan en las decisiones que les atañen como entes sociales. Estar en pobreza tiene un componente estructural y de política socioeconómica del Estado. Otro elemento que no debemos soslayar es el hecho de que construir una sociedad equitativa no es sólo cuestión de programas sociales, sino un asunto que necesariamente debe pasar por la política económica, como lo afirmaba la maestra Araceli Damián. Los pobres no deben ser vistos sólo como el objeto de la acción del Estado que interviene para corregir lo que el mercado, favorecido por el Estado, descompone. Para corregir el rumbo social de este país es necesario corregir el rumbo económico, lo que implica la denuncia y la acción contra todas las complicidades que favorecen a determinados sectores.
Segundo: la pobreza extrema supone también la discriminación agravada por aquella que se desprende de motivos étnicos o de género, de manera que, incluso, entre las personas que viven en la miseria hay efectos más graves para las mujeres o para los indígenas, como dan cuenta el libro Morir en la miseria y los documentales de Contralínea.
En la introducción a este libro se nos indica que los municipios más pobres del país son también municipios indígenas. Es preciso aclarar que no hay una relación causal entre el ser indígena o ser pobre, sino se trata de dos colectivos tradicionalmente excluidos. El hecho de que estos dos factores estén asociados tiene su explicación en las condiciones históricas y sociales de las diferentes regiones de México. Murcia afirma, al referirse al tema, “que una persona sea víctima del analfabetismo, la malnutrición, el hambre, la muerte por inanición o la falta de asistencia médica para atender enfermedades prevenibles o curables, no es la expresión de la mala suerte o de la actitud poco proactiva para llevar una vida digna; es –dice– una expresión de la ausencia de medidas del Estado para garantizar a todas las personas sin discriminación alguna sus derechos fundamentales”. En esto estamos plenamente de acuerdo.
Tercero: como observamos en estos testimonios, la miseria no es generalizada en México, es la miseria de los grandes grupos y la pobreza de las mayorías, al lado del despilfarro, la opulencia, la sinrazón no sólo de algunos particulares, sino de funcionarios gubernamentales, cuyos salarios son incongruentes con la realidad del país. Y esta desigualdad no es sólo económica, se expresa también en los diversos ámbitos de la vida, como por ejemplo, ante el sistema de justicia, donde los pobres son los más vulnerados en sus derechos. La impunidad en la que permanecen los actos lesivos cometidos contra los más pobres es también la que permite a funcionarios, coludidos con particulares, tomar medidas que perjudican aún más a los pobres, como sucede con la imposición de proyectos que afectan la calidad de vida al contaminar el agua, el aire, la tierra.
La pobreza no debe resolverse como un asunto de buenas intenciones. Es una responsabilidad del Estado, obligado a garantizar la vida de los más pobres y de una buena vida; es decir, no sólo se trata de garantizar la subsistencia, como parece ser el caso de la Secretaría de Desarrollo Social, que otorga una despensa a los migrantes de la Montaña, según se afirma en el último de los testimonios. Estamos ante una situación que debe ser abordada desde una perspectiva de derechos humanos. Esto no lo tenemos actualmente en el país.
Esto no quiere decir que se trata de buenos propósitos o de principios y declaraciones, sino de bienes concretos que deben ser garantizados por responsables claramente identificados, claramente definidos. Esto lo afirma la Corte Interamericana de Derechos Humanos respecto de la obligación de los Estados ante la pobreza: “El Estado tiene el deber de asumir acciones positivas, es decir que debe generar condiciones mínimas para garantizar una vida humana en condiciones dignas, especialmente para personas con vulnerabilidad y riesgo”. También ha señalado, refiriéndose a la economía: “Las políticas de apertura indiscriminada e integración económica distan de generar condiciones justas y dignas para los más pobres”.
Además de la acción del Estado es imprescindible la acción de la sociedad civil, sólo que debemos considerar también que esta respuesta de la sociedad debe ser planteada desde una lógica de derechos y no de filantropía y mucho menos de caridad. Es sin duda loable la labor de quienes asisten a los más pobres, sobre todo la de quienes los asisten no para deducir impuestos, que es lo que ocurre en muchos de los casos. Sin embargo, aún siendo este recurso necesario, sobre todo en situaciones de emergencia, la acción de la sociedad debe estar encaminada a exigir al Estado el cumplimiento de su responsabilidad social y económica; pero no hay para ello mecanismos adecuados, y los pocos que alguna vez existieron, como instancias ciudadanas, hoy están fuertemente desprestigiados.
La acción de la sociedad contra la pobreza es, por lo tanto, una acción claramente política. Supone, entre otros elementos, la supervisión de las acciones de los gobernantes, la denuncia de la corrupción, la exigencia para poner fin a la impunidad, la oposición a los proyectos impuestos sin consulta sobre los pueblos y comunidades y la exhibición constante de todo aquello que en este país no funciona. En esto último los medios tienen amplias posibilidades de acción. La revista Contralínea ha cumplido este cometido. Así lo muestra ahora, al presentar estos testimonios que constituyen una denuncia fundada frente al país que se nos presenta con cifras confusas, sustentadas muchas veces en un optimismo ramplón.
La acción de la sociedad puede encontrar en los instrumentos internacionales de derechos humanos un soporte de su actividad. Esta perspectiva es necesaria, pero sólo adquiere sentido si va acompañada de exigencias claras que obliguen al Estado a adoptar medidas necesarias y eficientes para disminuir la miseria en México. Ésta debe disminuirse mediante acciones de inclusión social que vengan a acabar con las injusticias. En este sentido, es muy importante la concretización progresiva de varios derechos fundamentales, especialmente el derecho a la educación.
Exigir que esto se concrete, abre la posibilidad para la acción social.
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