Aunque los jornaleros representan uno de los sectores más vulnerables en materia laboral, poco o casi nada han sido tomados en cuenta por la llamada “cuarta transformación”, quizá porque ellos no representan un gran capital político o por la propia inexperiencia de la secretaria del Trabajo y Previsión Social, Luisa María Alcalde.
En México hay unos 3 millones de personas que sobreviven en condiciones infrahumanas del trabajo mal pagado en los campos agrícolas. De éstos, alrededor del 40 por ciento es de origen indígena.
De acuerdo con la Red Nacional de Jornaleros y Jornaleras Agrícolas, este sector sufre múltiples abusos y violaciones graves y sistemáticas a sus derechos humanos, sobre todo en el ámbito laboral. Al respecto, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) indica que el trabajo es una condición humana que busca asegurar las necesidades básicas, e incluso lograr una buena vida.
“Es una operación retribuida, resultado de la actividad humana; y también es conceptualizable como el esfuerzo humano aplicado a la producción de la riqueza”, detalla la CNDH. Y agrega que “los derechos humanos laborales se encuentran íntimamente ligados a la seguridad social, al derecho a la permanencia en un empleo, al derecho a ser indemnizado en caso de despido sin justa o legal causa, a un salario, a una vivienda, a capacitación y adiestramiento, a una jornada máxima laboral, a la seguridad social, al reparto de utilidades, el derecho a la asociación profesional, entre otros”.
Y resulta que nada de eso tienen garantizado los jornaleros. El Primer informe violación de derechos de las y los jornaleros agrícolas refiere que los atropellos inician en su comunidad de origen y continúan durante los traslados hasta el lugar de trabajo; están presentes durante sus jornadas laborales en los campos agrícolas de México y en los albergues donde llegan enganchados, así como en su regreso.
Agrega que las estadísticas oficiales reconocen que en el país hay casi 3 millones de jornaleros trabajando directamente en los campos, pero cuando se incluye a sus familias se tiene un total de 9 millones de personas asociadas a esta actividad.
Esta amplía población enfrenta toda clase de violaciones: no sólo se trata de que el 75 por ciento sufre extrema pobreza, sino que por las mismas condiciones laborales ésta se agrava y mengua la salud y el desarrollo físico y mental.
Ejemplo de ello es el derecho básico a la alimentación sana. Evidentemente, si no se tiene garantizado, el individuo presenta malnutrición y, en el caso de los menores, un retraso en su desarrollo físico y cognitivo.
“La dieta jornalera es limitada en variedad y cantidad de alimentos: es común encontrar grandes cantidades de carbohidratos y muy poca o nula presencia de alimentos frescos y nutritivos”, denuncia el informe. Agrega que los alimentos que se proveen en los campos no siempre son suficientes comparados con la intensidad de la jornada.
Por si esto no fuera ya suficiente, resulta que en esos lugares –generalmente vinculados a grandes empresas de la industria de la alimentación e incluso a trasnacionales– aún existen sistemas de endeudamiento y raya, principalmente a través de tiendas de abarrotes y comedores.
Así, el círculo de la miseria se profundiza porque es tanta la necesidad del trabajo que familias enteras migran para contratar su mano de obra, incluidos los niños. Y resulta que en estos casos, como el trabajo infantil está prohibido, los hijos enfrentan peores condiciones: sí laboran pero no son reconocidos como trabajadores ni tampoco reciben paga.
Esto impide en todo sentido la movilidad social a las generaciones más jóvenes: los menores de edad sólo aprenden las labores del campo porque allí no tienen garantía de acceso a la educación. Mientras el promedio nacional educativo es de 8.1 años, entre los jornaleros es de 4.5 años, refiere el informe.
Agrega que en los albergues, cuarterías y demás alojamientos tampoco hay vivienda digna: “hay hacinamiento, inseguridad, carencias de agua –en cantidad y calidad– e infraestructura para el saneamiento: sanitarios, regaderas y manejo de desechos”.
A los jornaleros se les violan sus derechos humanos reiteradamente, sin que la autoridad federal haga algo. En materia de la salud, además de las enfermedades ligadas a la pobreza, se enfrentan a la falta de acceso a los servicios sanitarios. “Cuando lo hay, es burocratizado, lo cual se vuelve un problema importante para las familias que no están registradas en el Seguro Social. [En el caso de los indígenas] no cuentan con intérpretes-traductores para llevar a cabo trámites administrativos o el acompañamiento durante su atención”.
No tener Seguro Social es la norma entre los jornaleros porque son subcontratados y eso los deja en una situación de informalidad, sin ninguna seguridad social garantizada.
Además, “es práctica común que los empleadores (agricultores) limiten los permisos por enfermedad o cuestiones personales-familiares y, cuando llegan a otorgarlos por cuestiones de salud, son los trabajadores quienes gestionan el traslado generalmente a clínicas o centros de salud alejados de los lugares de trabajo. Sin embargo, algunos empleadores les descuentan su día o jornada de trabajo por estos permisos.”
El informe agrega que las condiciones laborales de las personas trabajadoras jornaleras agrícolas junto con los sectores de trabajo doméstico, comercio y construcción son de las más deterioradas de todos los trabajadores asalariados en México.
Y es que éstos “no cuentan con contratos de trabajo escrito y en español [en el caso de los indígenas] que especifiquen los nombres del patrón y la empresa o rancho agrícola que los está contratando. No se especifica la jornada de trabajo ni modalidad de éste”.
Otra irregularidad común es que laboran sin prestaciones ni seguridad social, ni atención a la salud. También, que generalmente hay una prolongación de la jornada de trabajo sin pago extraordinario.
Aunado a lo anterior, “si hay suspensión de actividades durante la jornada no se les paga: únicamente cobran por los días trabajados completos. En otras ocasiones, a lo largo de la jornada se modifican las condiciones ofrecidas inicialmente y, cuando no están de acuerdo, no reciben el pago por las horas trabajadas ni el regreso a sus viviendas. [También sufren] pagos condicionados al término del contrato o temporada, que en algunas zonas agrícolas puede durar hasta 3 meses”.
Es momento de que la “cuarta transformación” reconozca esta serie de violaciones de derechos humanos y sobre todo les haga justicia. Y que la secretaria Alcalde asuma su rol y obligue a los empleadores a dar un trato digno y un salario justo a los jornaleros.
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