No conforme con procurar la máxima explotación de los trabajadores en beneficio de los empresarios, la derecha, que desde 2000 gobierna México, ha buscado también arrebatar a la sociedad su memoria histórica, sustituyendo la conmemoración de fechas que recuerdan las luchas populares por el progreso y la libertad, por días de asueto sin contenido histórico.
Evidentemente, el poder no quiere que el pueblo tenga presentes los sacrificios y las victorias que en el pasado cosechó al enfrentarse a quienes hoy controlan el país: las clases acaudaladas y la jerarquía católica.
Ante ello, y en vísperas del bicentenario de la Independencia de México, cabe recordar que el 22 de diciembre de 1815 fue fusilado el cura José María Morelos y Pavón, uno de los principales héroes de esa gesta, luego de ser juzgado por el Tribunal de la Inquisición y por las autoridades seculares.
Aprehendido por las fuerzas realistas el 5 de noviembre de 1815, en Tesmalaca (en lo que hoy es el estado de Guerrero), Morelos fue trasladado a la ciudad de México donde el entonces virrey Félix María Calleja entró en pláticas con el arzobispo Fonte (el Norberto Rivera de aquellos tiempos) para enjuiciar y condenar a Morelos (Juan N Chávarri, Historia de la guerra de Independencia. De 1810 a 1821, Editora Latinoamericana, México, 1960, p. 355).
Una junta formada por jerarcas católicos condenó a Morelos a la privación del estado sacerdotal, mientras que el inquisidor general, Manuel Flores, pidió a Calleja que se permitiera la intervención de ese tribunal para juzgar también al prócer.
El 21 del mismo mes, Calleja anunció a Flores que Morelos sería trasladado a las cárceles de la Inquisición, según consta en la documentación publicada por el historiador José Toribio Medina en su Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en México (Publicaciones Fuente Cultural, México, 1952, p. 371).
En su acusación, el Santo Oficio llamaba al héroe “perverso cabecilla de la desastrosa rebelión de este reino”, así como: “traidor este malvado al rey, a la patria… (y) mucho más a dios”, y exhortaba al virrey a apresurar la “vindicta pública y pronto escarmiento” contra Morelos.
Desglosados en 27 puntos, los cargos inquisitoriales lo consideraban “hereje y fautor de herejes”, seguidor de Hobbes, Voltaire, Lutero y “otros autores pestilenciales… que seguramente ha leído… hereje formal, apóstata de nuestra sagrada religión, ateísta, materialista, deísta, libertino sedicioso, reo de lesa majestad, divina y humana, enemigo implacable del cristianismo y del Estado, seductor, protervo, hipócrita, astuto, traidor al rey y a la patria, lascivo, pertinaz, contumaz y rebelde al Santo Oficio…” El día 26, la Inquisición condenó a Morelos a ser degradado en un “auto público de fe”, a la confiscación de sus bienes y a “destierro perpetuo de ambas Américas, corte de Madrid y sitios reales, a reclusión en cárcel perpetua en uno de los presidios de África…”, a la vez que se declaraban “infames” a sus “tres hijos”.
Como señaló el historiador soviético I Grigulevich (Historia de la Inquisición, Progreso, Moscú, 1976), con esa condena, que aparentemente libraba a Morelos de la ejecución, “los inquisidores manifestaron una hipocresía repugnante, porque sabían que, de todas maneras, el penitenciado no escaparía a la pena de muerte…” (p. 286).
Efectivamente, una vez condenado por el Santo Oficio, Morelos fue consignado a las autoridades civiles, que lo condenaron a la pena de muerte, sentencia que obligó al caudillo a leer de rodillas, y que fue ejecutada a las tres de la tarde del 22 de diciembre de 1815 en San Cristóbal, Ecatepec, donde fue fusilado (Chávarri, pp. 361-2).
Nacido en Valladolid, hoy Morelia, en 1765, José María Morelos tuvo la claridad y el valor para enfrentarse al poder que niega la libertad y oprime al pueblo, como hoy hace el gobierno espurio en contubernio con la conservadora jerarquía católica.
Morelos “…se lanzó a la lucha con instrucciones verbales de Hidalgo, con dos criados, una escopeta y dos pistolas de arzón, subiendo por la escalera que a la gloria encamina peldaño a peldaño, hasta rivalizar con los mejores capitanes de todos los tiempos, pero superándolos por el móvil de su lucha, que era la libertad de su pueblo” (Chávarri, p. 362).
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