¿A quién se le ocurrió semejante disparate? A su actual propietario, la empresa "Time For Fun", que negoció con los dólares del ex Citibank el cambio de nombre -según dicen, en forma temporaria, sólo por tres años-. Más allá de lo dudoso de la afirmación, se trata de un nuevo ataque al patrimonio social, histórico y cultural, que denota, el, cada vez mayor, acatamiento a los mandatos de los grandes capitales.

En 1872 se inauguró el Teatro de la Opera, dedicado al género lírico. A partir de los comienzos del siglo XX el Teatro Colón fue opacando el brillo de la vieja sala que comenzó a ofrecer espectáculos más populares dejando de lado su perfil original. En su escenario actuaron Sarah Bernhardt, Ermete Zacconi, Mistinguette, Discépolo, Tania y Florencio Parravicini, entre muchísimos otros artistas nacionales e internacionales.

Ese primer Opera fue demolido debido al ensanche de la calle Corrientes. En 1935 Clemente Lococo, empresario del Astral, compró el terreno y construyó el nuevo teatro. Lococo se dedicaba además al negocio cinematográfico, por lo que encargó al arquitecto Alberto Bourdon, a cargo del proyecto, que edificara una sala que, además de su calidad para la actividad teatral y musical, fuera la de mayor capacidad para la exhibición de películas y que a la vez brindara al público un entorno de comodidad y confort. Se diseñó una importante marquesina y un interior inmenso con varios planos de butacas. El estilo elegido fue el art decó, muy en boga en la década de 1930. La sala se haría famosa, entre las demás condiciones, por su cielo raso, un firmamento estrellado con luces titilantes y nubes deslizándose suavemente. Ir al Opera era esperar la proyección de la película mirando ese cielo, esas estrellas y esas nubes.

El cambio de un nombre excede un simple hecho de denominación. El Opera pertenece a la memoria cultural de nuestra ciudad y del país, su nombre connota mucho más de lo que denota; nadie piensa que allí se representan óperas; sí, en cambio, está inscripto en el imaginario social como un lugar de referencia, un remitente a nuestra historia, a nuestra infancia, adolescencia y madurez. El cambio, que es por sí mismo una arbitrariedad, se convierte en afrenta al pretender imponerle una palabra, no sólo extranjera -pese a terminar con i latina- sino también, y fundamentalmente, una palabra que hace referencia a ...¡un banco!

¿Qué es un nombre? ¿nada o todo? Los seres humanos, que estamos conformados a partir de determinadas pautas culturales, conocemos -y reconocemos- al mundo que nos rodea por medio del lenguaje, por la denominación que la cultura ha impuesto a las cosas. El perro, el mar y la montaña no saben que se llaman así, simplemente son, están ahí, son parte del mundo natural; y la naturaleza no reconoce nominación. Para nosotros, en cambio, cada nombre está cargado de significado; y algunos muchos más que otros. El Opera -así, con el artículo que no concuerda-, no es otra cosa que un lugar de pertenencia, especialmente para los porteños, portador de nuestra memoria emotiva, parte del patrimonio histórico de todos y de la memoria particular de cada uno.

El "nombre" es también fundamental a la hora de definir identidades, de aquí la permanente lucha de las Abuelas y la obstinada oposición de "algunos" por negarse a ser reconocidos con otro nombre.

Además ¿qué pasaría si a todas las empresas se les ocurriera la idea de imponer su denominación a los productos que incorporan? Dada la enorme concentración de múltiples manufacturas en pocas sociedades comerciales -la mayoría grandes grupos económicos transnacionales- casi todo se llamaría de la misma manera. El cambio de un nombre, cargado de significado, memoria e identidad, y su sustitución por el de un grupo económico, remite a uno de los grandes temas contemporáneos: la sociedad sometida al arbitrio del capital financiero internacional. Pero esto ya es tema para otro análisis.

Fuente
Buenos Aires SOS (Argentina)