Sin precedentes, la huelga de hambre del SME. Única por su duración y por la cantidad de personas que la sostuvieron, la protesta “pacífica pero enérgica” que buscó recuperar el empleo de los 44 mil trabajadores de Luz y Fuerza del Centro, logró –después de 90 días– instalar una “mesa de diálogo de alto nivel” con el gobierno federal. Cayetano Cabrera y Miguel Ibarra, los sindicalistas que más tiempo permanecieron sin comer. Siete huelguistas cuentan su historia
Bajo unas improvisadas lonas plantadas en un costado de la plancha del Zócalo de la ciudad de México, sobrevivieron sin alimentos –y de manera escalonada– los 94 sindicalistas que desde el pasado 25 de abril decidieron defender con su vida su fuente de trabajo.
A merced del extremo temporal, de los ruidosos festejos del “FIFA Fan Fest” –que en tiempos del mundial de futbol comenzaban desde las seis de la mañana–, pero sobre todo, de la respuesta del gobierno mexicano, encabezado por Felipe de Jesús Calderón Hinojosa, los huelguistas concluyeron su ayuno cuando Cayetano Cabrera y Miguel Ibarra cumplían 90 y 86 días, respectivamente, de no ingerir alimentos.
Éstas son las historias de los siete esmeítas –como se nombran a sí mismos– que permanecieron durante más tiempo en la “Huelga de hambre por la justicia social, la paz y el empleo digno” que, a decir de la enfermera Alicia Martínez –exempleada de Luz y Fuerza del Centro (LFC)–, “solamente pudo ser aguantada por un electricista: un electricista está bien alimentado; somos personas bien nacidas”.
Cayetano Cabrera, Miguel Ibarra, Miguel Pérez, Ricardo Pérez, Rafael Muñiz, Carolina Cortés y Natividad Dávila perdieron, juntos, alrededor de 150 kilos.
Cayetano Cabrera Esteva
La decadencia de un cuerpo conectado desde el día 78 de la huelga de hambre a una solución de suero es para los esmeítas símbolo de resistencia. Además de protegerlo del frío, la chamarra de mezclilla azul con el logotipo del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), que acompañó al ingeniero Cayetano Cabrera Esteva los 90 días que permaneció sin probar bocado, disimuló su acabada figura.
Hijo del hombre que luchó al lado de Demetrio Vallejo en la huelga de los ferrocarrileros, la firmeza de su convicción contrasta con su debilitada figura: “Mentalmente, anímicamente estoy como una persona totalmente sana. Estoy como el primer día que llegué aquí (a la huelga de hambre): tengo las mismas ganas, las mismas fuerzas, la misma meta de continuar la lucha hasta las últimas consecuencias”.
Hablar del Instituto Politécnico Nacional (IPN) lo conmueve hasta el llanto. Cada vez que esto sucede, una amable disculpa es precedida por el sonar de los líquidos nasales, por la limpieza de las lágrimas concentradas sobre los pronunciados pómulos. A su costado derecho, sobre el catre, una torre de papeles empapados crecerá.
El ingeniero Cayetano Cabrera Esteva jamás imaginó ser catedrático en la escuela que lo forjó; mucho menos, que la mayor de sus dos hijas seguiría sus pasos: concluir los estudios de ingeniería eléctrica en el IPN.
Fascinado con sus dos empleos, el de profesor y el de electricista, a los que considera “una bendición”. Su gusto por la electricidad, “por los efectos que ésta produce”, surgió cuando estudiaba la secundaria en Ixtepec, Oaxaca, de donde es originario.
—Al terminar la secundaria le dije a mi papá: “Me voy a estudiar a la capital de Oaxaca, quiero ser ingeniero electricista”.
“‘Yo soy de la idea de que si voy a gastar en Oaxaca, mejor te vayas al Politécnico, una escuela de mucha fama y prestigio’, me contestó. Y sí, mi papá me pagó todos mis estudios; no lo defraudé.”
El primero de la familia en laborar en LFC, a la que ingresó hace cinco años, no tiene casa propia. Desde 1980 que se mudó a la ciudad de México, en compañía de su esposa –enfermera del Seguro Social–, renta un espacio en Coacalco, Estado de México. “Todavía estaba viendo lo de un trámite para que me dieran un préstamo en la empresa, para que yo me comprara un departamentito”.
Profundamente dolido con el gobierno calderonista por el empleo arrebatado, su nobleza le impide referirse impropiamente a Calderón Hinojosa: “El señor presidente”, a quien, “con todo respeto”, solicitó una audiencia. “Yo no soy rencoroso. Si nos contratan, lo que pasó, pasó. Fue una pesadilla y seguiremos adelante por nuestro México”.
Miguel Ángel Ibarra Jiménez
“No me gusta mi apariencia. Hace algunos días me deshice del espejo”, confiesa Miguel Ángel Ibarra Jiménez, luego de 76 días de no ingerir alimentos. Afligido, el mecánico electricista muestra el deterioro de su “carrocería”: las marcadas ojeras, el semblante pálido, la “voz hueca”.
Esa tarde, en compañía de su joven esposa y de sus dos pequeños, quienes viajaron desde Necaxa, Puebla, para estar con él, Miguel Ángel es canalizado con suero mixto. Tendido sobre un catre y conectado por el brazo derecho a la solución de glucosa, sodio y vitamina, la mascarilla de oxígeno al lado, reconoce sentirse deprimido: “Es un gran impacto verme así: nunca me habían puesto suero”.
Con 25 kilos menos, se aferra a su imagen de antaño, cuando capitaneaba el equipo de futbol de la empresa en la que laboró durante 14 años. “Enséñale la foto”, insiste a su esposa, quien lo describe como una persona alegre y bromista. De pie, sin camisa, orgulloso de los rellenos bíceps, la figura en la pantalla del celular muestra los 105 kilos que lo caracterizaban.
Al fondo de la improvisada habitación, la niña de seis años, ajena a la problemática familiar, adorna con sus trazos las páginas del periódico. El niño, en cambio, se sumerge en su padre. Callado, casi invisible, trata de comprender lo que ahí sucede. Apenas tiene 12 años. “Lo extraña mucho, a veces en la casa se pone a llorar”, susurra la madre del menor; no desea angustiar a su esposo.
El 8 de agosto, cuando José Ángel se graduó de la primaria, su padre no pudo acompañarlo. “Le expliqué que tenía que estar aquí (en la huelga de hambre) porque necesito el trabajo para ellos. Él lo entiende: me mandó un mensaje diciendo que le echara ganas”, expone, sereno, Miguel Ángel.
Motivado por el apoyo de su familia, la fortaleza de su compañero Cayetano –quien permaneció sin ingerir alimentos cuatro días más que él–, el orgullo de pertenecer a una familia de electricistas en resistencia y la responsabilidad de representar a Necaxa, el “pueblo de electricistas” del que es originario, Miguel Ángel sorteó los estragos del prolongado ayuno.
A los 19 días de haber iniciado la huelga, en la que descubrió que le crecía el bigote, tuvo que ser trasladado al hospital debido a una reacción alérgica al medicamento. “Dios es grande”, pronunció el día 72 cuando su cuerpo, por primera vez, aceptó el antibiótico suministrado para contrarrestar los síntomas de la gripe. El 24 de julio, sin embargo, sufrió un síncope cardiaco: un desmayo producido por las constantes alteraciones cardiacas. Finalmente, el 23 de julio, a 86 días de iniciada su protesta, se retiró de la huelga de hambre.
Miguel Ángel Pérez López
Miguel Ángel Pérez López tuvo que deshacerse de cuatro de sus seis hijos (como les llama a sus mascotas caninas), consecuencia de la crisis económica y de la huelga de hambre que siguieron al decreto de extinción de LFC, compañía a la que dedicó 22 años de arriesgado trabajo: la herencia de su padre jubilado.
Bajo los guantes que lo protegen del intenso frío, las marcas en ambas muñecas le recuerdan el accidente de trabajo que lo incapacitara por más de seis meses: la explosión de un transformador. Integrante del Departamento de Cables Subterráneos, su labor consistía en reparar equipo de hasta 23 mil voltios.
Antes “apolítico”, decidió participar en la lucha del SME luego de reflexionar lo mucho que éste le dio. “A partir del 10 de octubre me puse la playera del Sindicato y lo valoré mucho. Pensé en todo lo que me ha dado: casa, vestido y sustento; quise aportarle algo. Me apunté en el listado y fue un orgullo ser de los elegidos para estar en esta huelga de hambre”.
Tal decisión dividió a la familia. Su hermano, sindicalista durante 27 años –“él sí llevaba el escudo grabado en la piel”–, y quien estaba a tan sólo un mes de jubilarse, optó por la liquidación. “No se qué le pasó, qué lo hizo desistir de la lucha”, intenta comprender Miguel Ángel.
Durante los 76 días que permaneció en huelga de hambre, los dos hijos que conservó, dos pastores belga malinois, de cinco y 12 años, estuvieron, por vez primera, separados de él. El primer mes fue el más difícil: “Comían poco, lo necesario para sobrevivir. Yo, bien loco, les hablaba por teléfono y les decía a mis papás que les pusieran el auricular en el oído a ver qué hacían, y yo les hablaba”.
Mig y Balder, registrados ante la Federación Canofila Mexicana con el apellido Pérez, son el orgullo de Miguel Ángel, quien a sus 50 años prefiere el mundo canino antes que el matrimonio o las fiestas sociales. Su pasión por entrenar perros a nivel competitivo comenzó hace unos 20 años cuando, en compañía de su padre, veía las películas de Rin Tin Tin, la historia de cinco cachorros adiestrados por un soldado estadunidense.
Desde entonces, además de llevar a sus perros a competencias caninas nacionales e internacionales, Miguel Ángel colecciona figuras de perros de todos tamaños y materiales. La cara de uno de éstos, grabada en la almohada que lo acompañó durante su estancia en el campamento esmeíta, es uno de los aproximadamente 1 mi 200 que conforman la lista.
Seguro de recuperar su trabajo y su salud, Miguel Ángel planea el futuro con sus perros: llevar a Mig y Balder –macho y hembra, respectivamente– a un retiro para perros en un rancho de Veracruz; hacer un criadero de perros Gran Danés, la raza que lo vuelve loco.
Ricardo Pérez Flores
Empecinado en predicar con el ejemplo, Ricardo Pérez Flores permaneció sin ingerir alimentos 74 días. Hombre de excesos –como él mismo se define– se privó también del cigarro, las cervezas domingueras y los paseos con su novia.
“Uno de los más políticos”, a decir de algunos de sus compañeros. Mientras estudiaba en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), participó en movimientos estudiantiles en defensa de la gratuidad de la educación, como el encabezado por el Consejo General de Huelga en 1999.
Egresado de la carrera de planificación para el desarrollo agropecuario de esta Universidad e integrante de La Rebel, una de las barras de Los Pumas –el equipo de futbol soccer de la UNAM– reconoce que durante mucho tiempo su máximo orgullo fue ser universitario; ahora es ser esmeíta: “Todo lo que soy como persona se lo debo a la UNAM y todo lo que tengo como persona se lo debo al Sindicato”.
Ricardo Pérez acepta ser un “militante duro”. Se queja de las esposas e hijos que van a llorarles a sus parientes para que abandonen la huelga de hambre. En su caso, su madre y su hermana, además de las amistades que cultivó en la Universidad, respetaron su decisión.
Sus últimos 20 días de huelga, aunque en soledad, él también lloró: “Enfrente de los compañeros hay que demostrar firmeza, valor y disposición a la lucha; para chillar está la familia y la casa”, dice. La coraza fue quebrantada por las condiciones extremas en que sobrevivió al prolongado ayuno: conviviendo con personas que antes no conocía, encerrado y hacinado en el rincón de una carpa que apenas lo protegía del cambiante clima.
Ricardo Pérez trabajó desde los ocho años con sus tíos comerciantes. Hijo de un sindicalista jubilado, ingresó a LFC a los 19 años como operador de una grúa. Disciplinado, comprometido y apasionado con su trabajo, manifiesta el coraje que siente hacia los medios de comunicación que los tacharon de desobligados, caros, ineficientes y corruptos. “Un trabajador sin principios no defiende su trabajo como lo estoy defendiendo yo”, les responde.
—Normalmente me levantaba a las cinco de la mañana para llegar temprano al trabajo; nunca me gustó faltar ni llegar tarde. Yo era una persona dispuesta a quedarse a trabajar una o dos horas más sin cobrar absolutamente nada. El chiste era, como decíamos acá, sacar la chamba.
Lector de teoría política y de noticias, además, buen cocinero. A sus 34 años, esta huelga de hambre le sirvió también para pensar: valorar unas cosas y devaluar otras. Aquí descubrió que, muchas veces, comía por ansiedad –pesaba 105 kilos–. “Yo te lo digo honestamente: a mí ya no me va a preocupar, nunca más en la vida, pensar qué voy a comer mañana”.
Rafael Muñiz Trejo
La mirada serena y profunda del joven se asemeja a la del tigre blanco que lo acompaña: el obsequio de una buena amiga. “Con todo mi cariño para mi hermanito Rafa que está en resistencia con huelga de hambre. Eres mi héroe”, se lee en una notita atesorada en la panza del peluche que abarca la mitad del catre.
Rafael Muñiz Trejo, tercera generación de electricistas, dedicó 13 años de su vida a su trabajo en LFC. A los 16 años, gustoso, aceptó el empleo que, entonces, combinó con sus estudios de bachillerato. Al morir su padre, dos años después, trabajar fue su prioridad: abandonó la escuela y se dedicó a mantener a su mamá y a dos hermanos menores, con quienes aún vive.
Desde muy pequeño, cuenta Rafael, lo sorprendían la seriedad y la fraternidad características de las asambleas del Sindicato a las que acompañaba a su padre. A sus 29 años, el técnico electromecánico no deja de sorprenderse. Durante los 74 días que permaneció en la huelga de hambre, aprendió de otros movimientos sociales que le ayudaron a “abrir más los ojos”.
—Aquí han llegado las lágrimas de todos, no nada más nuestros problemas. Han llegado, por ejemplo, los compañeros de Atenco, de Pasta de Conchos, los de ABC (la guardería). Escuchas sus problemas, escuchas lo que ha hecho este gobierno con ellos… Creo que es demasiado.
Cansado de que, a pesar de sus habilidades para armar potentes computadoras, lo botaran cada vez que intentaba conseguir un empleo –al igual que otros trabajadores fue boletinado por pertenecer a LFC–, quiso aportar “más que un granito de arena” a la lucha del SME; arriesgó su vida en esta huelga de hambre.
Carolina Cortés Camarillo
Contrario a la idea generalizada de que el SME es predominantemente masculino, Carolina Cortés Camarillo asegura, orgullosa, que el 51 por ciento en esta resistencia es mujer: “aparte de nosotras las trabajadoras, están las esposas, las madres, las hermanas, las hijas de cada uno”.
Honrada de luchar por la compañía de la que vivió 31 años, los mismos que tiene de haber nacido, decidió privarse de alimentos durante 71 días en defensa de los trabajadores electricistas que, al igual que ella y algunos de sus parientes, resultaron afectados; además, en resguardo de los intereses de los jubilados, entre ellos, su padre.
—Estoy aquí por mi padre y por todos los jubilados, por todos los compañeros; porque creo que todos tenemos derecho a una vida digna; los mayores, a una vejez tranquila. Ellos ya cumplieron, trabajaron 30 años y ahora les toca disfrutar.
Sus planes de independizarse de la morada familiar se frustraron luego del decreto de extinción de la compañía en la que laboró casi la mitad de su vida. Concluidos los estudios de bachillerato, a la edad de 16 años, prefirió trabajar que ingresar a la universidad.
Cada mañana, luego de levantarse del torcido catre que al pasar los días se volvió más incómodo, Carolina agradecía a dios, a la virgen María y a San Judas Tadeo “por un día más de vida, por dejarme ver la luz, por dejarme respirar”. Un rosario que cuelga de su cuello y una pulsera del “patrón de las causas difíciles” que porta en el brazo derecho, los símbolos de su fe.
La mayor y la única soltera de tres hermanos, habla de Lucas, el perro que la espera en casa. También, de su gran pasión por el baile, la salsa, en particular. “Por ahora ni ganas tengo, pero ya llegará el momento de festejar, bailar y divertirnos”, dice, convencida.
Natividad Dávila Martínez
A pesar de tener sólo tres años de antigüedad en LFC, los 25 años que tiene de vida, Natividad Dávila Martínez comió y vistió de ésta. Su bisabuelo portó la credencial número 8 del Sindicato, “de ahí siguió mi abuelo y luego mi mamá, quien tiene 19 años jubilada”.
La más pequeña de estos siete huelguitas no conoce otro padre que el SME. Su madre, quien con el ejemplo le enseñó a luchar –sola sacó adelante a sus tres hijos–, no pudo contradecirla cuando supo de su decisión de incorporarse a la huelga de hambre, en la que Natividad dejó parte de su vida: “Yo sé, estoy consciente de que cada día de huelga representa un día menos de vida para mí”.
Además de los 18 kilos perdidos durante la huelga en la que permaneció 71 días, la joven se desprendió también de algunos bienes materiales para sostener la economía familiar y mantenerse en la lucha. El dinero de la pensión de su madre no bastó.
—Claro que sientes dolor al deshacerte de las cosas porque trabajaste para tenerlas. Pero, en fin, dicen que los bienes son para remediar los males. Ahorita, mañana, pasado, no sé cuándo vamos a ganar y vamos a regresar a nuestro trabajo. Ya habrá tiempo para tener nuestras cosas nuevamente.
De liquidarse ni hablar. “Yo quiero trabajar, no quiero dinero, a mí eso no me sirve. Yo quiero una estabilidad, una vida digna”, pronuncia, tajante.
Recostada en su catre y apoyada en una suave almohada beige, Natividad responde con voz tenue, sabe que el delineado permanente en los ojos disimula, aunque sea un poco, el desgaste de un rostro sin sonrisa: “La sonrisa se me borró”, asegura.
“Feliz y tranquila, así era mi vida antes del 10 de octubre”, responde sin pensarlo. Estar en su casa, trabajar, ir al cine con su novio, estudiar para ser estilista, a eso de dedicaba.
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