Washington multiplica las operaciones humanitarias en África, a veces para evitar el tráfico de armas y otras invocando lucha contra una secta criminal. Cualquier pretexto es válido para apoderarse del control del continente negro y de sus fabulosas riquezas. Vista de cerca, observa el geógrafo Manlio Dinuci, la penetración de Estados Unidos en África reproduce los esquemas del viejo colonialismo europeo.
Después de que la operación «Protector unificado» demoliera el Estado libio, lanzando sobre Libia no menos de 40 000 bombas en más de 10 000 misiones de ataque, y armara incluso a grupos islámicos hasta ayer clasificados como peligrosos terroristas, Washington dice ahora estar preocupado ante la posibilidad de que las armas de los arsenales gubernamentales caigan «en manos equivocadas».
Así que el Departamento de Estado toco la alarma y envió a Libia escuadras de contratistas militares, encargados de garantizar el control del arsenal libio y financiados hasta el momento con 30 millones de dólares. Sin embargo, tras ese objetivo oficialmente anunciado ciertamente se encuentra también el de apoderarse del control de las bases militares libias. A pesar del proclamado compromiso de no poner «boots on the ground», una forma de decir que no habrá tropas en el terreno, hace ya tiempo que agentes secretos y miembros de las fuerzas especiales de Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Italia, Qatar y otros países vienen operando en territorio libio. Esos elementos ya guiaron los ataques aéreos y dirigieron las operaciones terrestres. Ahora, su misión consiste en garantizar que la Libia «pacificada» se mantenga bajo el control de las potencias que fueron a «liberarla».
El 14 de octubre, exactamente el mismo día que el Departamento de Estado anunciaba el envío de contratistas a Libia, el presidente Obama anunciaba el envío de fuerzas especiales a África central, un centenar de militares… para empezar. Oficialmente, su misión consiste en «aconsejar» a las fuerzas armadas locales, implicadas en la lucha contra el «Ejército de Resistencia del Señor». El Departamento de Estado financia la operación con 40 millones de dólares, hasta el momento.
La verdadera misión de los cuerpos de élite enviados por Washington es la creación de una red de control militar del área que incluye Uganda, Sudán del Sur, Burundi, la República Centroafricana y la República Popular del Congo. Y mientras Estados Unidos envía sus propias fuerzas a Uganda y Burundi, oficialmente para protegerlos de las atrocidades del «Ejército del Señor» –organización que dice inspirarse en el misticismo cristiano–, Uganda y Burundi tienen en Somalia miles de soldados que luchan, por cuenta de Estados Unidos, contra el grupo del islamista al-Shabab.
Los mencionados soldados africanos cuentan con el respaldo del Pentágono que les proporcionó, en junio pasado, armas por valor de 45 millones de dólares, entre las que se encuentran aviones sin piloto y dispositivos de visión nocturna.
El 16 de octubre, dos días después del anuncio de la operación estadounidense en África central, Kenya envió tropas a Somalia. Oficialmente motivado por la necesidad de garantizar la protección contra bandidos y piratas somalíes, el envío de tropas de Kenya se produjo en realidad por iniciativa de Estados Unidos y en beneficio de los intereses estadounidenses, después del fracaso de la intervención militar etíope, igualmente promovida por Estados Unidos. Y en Somalia, donde el «gobierno» respaldado por Washington controla a duras penas un solo barrio de Mogadiscio, la CIA viene trabajando desde hace tiempo con comandos locales debidamente entrenados y armados y contratistas de compañías militares privadas.
Como puede verse, el objetivo final de Estados Unidos es hacerse del control de áreas estratégicas del continente africano, como Libia, la encrucijada entre el Mediterráneo, África y el Medio Oriente, así como el África oriental y central, entre el océano Indico y el Atlántico. Este juego, en apariencia complicado, se hace más claro si miramos un mapa geográfico o, mejor aún, un atlas histórico para constatar el asombroso parecido que existe entre el neocolonialismo y el viejo colonialismo.
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