En 1985, un investigador de las ciencias sociales, Gene Sharp, publicaba un estudio elaborado para la OTAN sobre cómo Hacer que Europa sea imposible de conquistar. Sharp señalaba que, en definitiva, un gobierno existe únicamente porque la gente acepta obedecerlo, o sea que la URSS no lograría controlar Europa Occidental si la población se negaba a obedecer a los gobiernos comunistas.
Años más tarde, en 1989, la CIA encargó a Sharp que tratara de aplicar en China lo mismo que había investigado en la teoría. En aquel entonces, Estados Unidos quería derrocar a Deng Xiaoping para favorecer a Zhao Ziyang. La idea era legitimar un golpe de Estado mediante la organización de manifestaciones callejeras, un poco según el método ya utilizado por la CIA para dar apariencia popular al derrocamiento de Mohamed Mossadegh mediante el pago de manifestantes en Teherán durante la Operación Ajax, en 1953. La novedad era que Gene Sharp se apoyaría esta vez en una asociación de jóvenes proestadounidense y favorable a Zhao para así disfrazar de revolución lo que en realidad era un golpe de Estado. Pero Sharp fue arrestado por orden de Deng en la Plaza Tiananmen y posteriormente expulsado del país. El golpe fracasó, pero no sin que la CIA empujara a los jóvenes a embarcarse en un ataque inútil, cuyo objetivo no era otro que provocar una respuesta represiva que desacreditaría a Deng. El fracaso de la operación se atribuyó a las dificultades encontradas en el momento de movilizar a los jóvenes en el sentido deseado.
Desde la época de los estudios del sociólogo francés Gustave Le Bon, a fines del siglo XIX, se sabe que ante una emoción colectiva los adultos reaccionan como los niños. Se vuelven entonces especialmente receptivos y sumisos a la influencia de cualquier cabecilla que logre representar, aunque sea por un instante, la figura paterna. En 1990, Sharp se acercó al coronel Reuven Gal, por aquel entonces sicólogo jefe del ejército israelí (posteriormente se convirtió en consejero adjunto de seguridad nacional de Ariel Sharon y hoy dirige las operaciones destinadas a manipular a los jóvenes israelíes no judíos). Mezclando los descubrimientos de Le Bon con los de Sigmund Freud, Gal llegó a la conclusión de que es posible explotar el «complejo de Edipo» en los adolescentes para manipular a una multitud de jóvenes en contra de un jefe de Estado, figura simbólica del Padre.
Partiendo de ese principio, Sharp y Gal ponen en marcha varios programas de formación de jóvenes militantes con vistas a la organización de golpes de Estado. Luego de varios éxitos en Rusia y en los países bálticos, en 1998 Gene Sharp establece el método de las «revoluciones de colores», con el derrocamiento del presidente serbio Slobodan Milosevic.
Después de que el presidente Hugo Chávez hizo fracasar un golpe de Estado en Venezuela utilizando uno de mis trabajos sobre el papel y el método de Gene Sharp, este último suspendió las actividades del Instituto Albert Einstein –que le servía de cobertura– y creó nuevas estructuras (el CANVAS en Belgrado y la Academia del Cambio en Londres, Viena y Doha). Estructuras que ya hemos ya hemos visto en plena actividad a través del mundo, como en Líbano durante la revolución del cedro, en Irán con la revolución verde, en Túnez con la revolución del jazmín y en Egipto con la revolución del loto. El principio es muy simple: exacerbar las frustraciones, achacar todos los problemas a la autoridad política, manipular a los jóvenes siguiendo el esquema freudiano del «asesinato del padre», organizar un golpe de Estado y hacer creer que es la calle la que ha derrocado al gobierno.
La opinión pública internacional se ha tragado esos montajes sin muchas dificultades. Primeramente, porque existe una confusión de conceptos que no distingue la diferencia entre multitud y pueblo. Por ejemplo, la «revolucion del loto» se limitó a un show montado en la plaza Tahrir del Cairo, mediante la movilización de unos cientos de miles de personas y mientras que la gran mayoría del pueblo egipcio se abstenía de participar en las manifestaciones. En segundo lugar, también existe una confusión alrededor del término «revolución». Una verdadera revolución es un cambio radical de las estructuras sociales, cambio que tiene lugar a lo largo de varios años, mientras que una «revolución de color» no es más que un simple cambio de régimen efectuado en unas pocas semanas. El otro término que define un cambio forzoso del equipo dirigente sin transformación social es «golpe de Estado». Retomando el ejemplo egipcio, no fue el pueblo egipcio quien obligó a Hosni Mubarak a dimitir. Fue el embajador estadounidense Frank Wisner quien le ordenó hacerlo.
El eslogan mismo de las «revoluciones de colores» suena profundamente infantil. Lo esencial es derrocar al jefe de Estado, sin importar quién lo reemplace. No se preocupe usted por el futuro que ya Washington se encargará de eso… sin contar con usted. Y cuando la gente se despierta, ya es demasiado tarde y el gobierno ha sido usurpado por toda una serie de individuos que el pueblo nunca escogió… venían en el paquete. Todo comienza gritando «¡Estamos cansados de Shevarnadze!» o «¡Fuera Ben Ali!». Una variante más refinada se puso de moda el 6 de julio en París, durante la 3ª Conferencia de los «Amigos» de Siria: «¡Bachar tiene que irse!»
Una extraña anomalía está teniendo lugar desde entonces. Como la CIA no encuentra jóvenes sirios que griten ese eslogan en las calles de Damasco o de Alepo, a quienes les ha tocado repetirlo en coro desde sus palacios oficiales es a Barack Obama, Francois Hollande, David Cameron, Angela Merkel y compañía. Washington y sus aliados están tratando aplicar los métodos de Gene Sharp a la «comunidad internacional». Pero resulta extraño que alguien pueda creer que se puede manipular a las cancillerías tan fácilmente, como si fueran bandas de jóvenes. Por el momento, en todo caso, el resultado es simplemente ridículo, sobre todo cuando vemos a los dirigentes de las potencias coloniales pataleando como niños caprichosos ante un objeto que los adultos (Rusia y China) se niegan a ponerles en las manos, mientras que ellos, como chiquillos malcriados, siguen berreando «¡Bachar tiene que irse!»
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