Circula en copias la tesis que presentó Enrique Peña Nieto en la Universidad (del Opus Dei) Panamericana para obtener, en 1991, la licenciatura en derecho. Se titula El presidencialismo mexicano y Álvaro Obregón. No le llamó la atención al mexiquense el también expresidente Adolfo López Mateos (1910-1969), nacido en Atizapán de Zaragoza, Estado de México. Fue presidente de los Estados Unidos Mexicanos de 1958 a 1964. Se dijo que Adolfo, el Joven (frente a Adolfo Ruiz Cortines, el Viejo), había nacido en Guatemala. Pero en excelente investigación publicada en la revista Nexos, la politóloga Soledad Loaeza despejó la duda: fue mexiquense.
Empero, Peña se decidió por Álvaro Obregón, nacido en Huatabampo, que entonces pertenecía al municipio de Álamos, Sonora. Y fue presidente de 1920 a 1924. Impuso su reelección, y ya como presidente electo para el periodo 1928-1932, fue asesinado. Plutarco Elías Calles le iba a entregar el cargo, como él se lo entregó al Turco en 1924. ¿Acarició el sonorense la tentación de quedarse tantas veces como era su ambición por segunda, tercera y hasta por cuarta vez? Miguel Alemán quiso reelegirse. Carlos Salinas tanteó el terreno. A Felipe Calderón le salieron mal las cosas, pero dejó entrever su permanencia en el poder, máxime que su golpismo militar, policiaco y marino lo excitaba.
Dos caras tuvo Obregón y una sola biografía: de Tlaxcalantongo a Huitzilac, cuyo factor común fue su autoritarismo sanguinario. Fue de armas tomar. Más general que político, tras cada batalla se acicalaba hasta parecer consecuente con el apodo que a sus espaldas le endilgaban: el Perfumadito. No era bonito como Peña, pero como éste, era galán y enamorado. Fue general victorioso de la Revolución Mexicana, el Manco. Contaba que encontró su brazo mutilado entre otros más regados en Celaya, Guanajuato –tras su victoria sobre Francisco Villa–, cuando ordenó lanzar una moneda de oro al aire para que su brazo saltara de entre la carnicería para poder atraparla.
Obregón fue un fenómeno de la estrategia militar y algo de ella, aunada a su penetrante inteligencia, usó para sus lides políticas. De una mirada captaba la naturaleza humana. Era audaz, violento. Sólo velaba por sus intereses y así traicionó a Fito de la Huerta hasta lograr su destierro. Mandó a asesinar a su compadre Francisco Serrano, Arnulfo R Gómez, Alfredo Rueda… La lista sigue. Un Calderón en ciernes. Obregón ha revivido en San Salvador Atenco disfrazado de Peña Nieto. En las acciones del sonorense han de encontrarse algunas claves de la admiración peñista. Y si Calderón fue el presidente ilegítimo, Peña es de las trampas (el periodista Jorge Ramos Ávalos lo retrató así en su artículo “Cuando el presidente gana con trampas”, Reforma, 25 de noviembre de 2012).
El también periodista e investigador Sergio Aguayo, en su entrega semanal titulada “¿Quién es Enrique Peña Nieto?” (Reforma, 28 de noviembre de 2012), puntualiza por qué Peña presume de su obregonismo. Y, ciertamente, Peña canta loas a ese autoritarismo y, por su biografía, es notorio que quiere ser otro Álvaro Obregón (¿anda por ahí el émulo de Calles?). Ya puso la primera piedra de lo que será su Presidencia con el caso de Atenco, en su encuentro con los estudiantes en la Universidad Iberoamericana, en cómo ganó la elección y cómo ordenó, a través de Jesús Murillo Karam, sitiar las instalaciones del Congreso de la Unión con los militares del Estado Mayor Presidencial.
Está por verse si radicaliza el presidencialismo obregonista llevándolo a peores y mayores consecuencias o si vira de rumbo. Esto es más que dudoso al ver la designación de la mayoría de sus secretarios del despacho presidencial, a sus socios para ganar la postulación por el Partido Revolucionario Institucional y a quienes le ayudaron a financiar y lograr su ascenso contra viento y marea con la ayuda del Instituto Federal Electoral, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, Monex, Soriana y el propio Calderón, ya que ambos se entendieron a cambio de impunidad a los calderonistas, con todo y que nos salga con un salinismo si decide acusar a Genaro García Luna.
Si Peña decide imitar el presidencialismo obregonista –y como nunca las segundas partes son buenas– le espera a la nación un sexenio que puede hacer estallar la crisis general y su dimisión convertirse en la única salida-solución. Ha nombrado a puros dinosaurios con raras excepciones, que a su vez confirman la regla de que el fantasma de Obregón (sin ningún José Vasconcelos, ningún Calles, ni Adolfo de la Huerta, un Pani, etcétera), recorre el peñismo. Calderón favoreció al mexiquense como sucesor. Se entendió con él a las mil maravillas.
Y es que Peña acusa inclinaciones más que del centro, a la derecha, directamente a la derechización apoyado por Televisa, su aliada política y económica. Tira hacia al salinismo con Salinas abiertamente. Y tiene su zedillismo a través de quien es su asesor en la sombra: Liébano Sáenz, el encuestador de las manipulaciones para confirmar que Peña era otra estrella. Es el obregonismo del rostro autoritario el que entusiasmó al Peña estudiante universitario del Opus Dei. Si así fuere, entonces, el país va derecho a la derecha y a agudizar la crisis. “Seguramente eso no le despeinará ni el copete. Pero tiene que saber que va a gobernar un país dividido (agrego: 19 millones contra 30 millones), enojado y en crisis”. El fantasma de Obregón anda a la par de la maldición de Calderón.
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