Con la imposición de Eduardo Medina Mora, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ya no es suprema, tampoco de justicia y menos de la nación. Sólo pasó a ser una nueva secretaría del despacho presidencial y se confirma que Enrique Peña Nieto reúne en su persona los tres poderes para su autoritarismo. No han envestido, sino vestido de toga y birrete a la medida de su estatura políticamente inmoral, sin ética democrática y ayuno de republicanismo, a quien representa la total degradación antijurídica: Eduardo Tomás Medina Mora Icaza, salido de las más tenebrosas entrañas del presidencialismo (del salinismo al peñismo), con bendiciones de Televisa, acólito de su fundamentalismo religioso, presumido de su machismo, compadre y amigo-cómplice del mexiquense… entre otros atributos.
No es jurista sino abogado, gestor, tapadera en el Centro de Investigación y Seguridad Nacional y en la Procuraduría General de la República (PGR) de la elite en el poder presidencial en turno. Se dice convicto y confeso, más del Partido Acción Nacional (PAN) que del Partido Revolucionario Institucional (PRI), con cuya ideología dará línea a sus asistentes para dictaminar las resoluciones de los asuntos que le toque estudiar (es un decir) en sus ponencias, como integrante de la Sala y partícipe del órgano colegiado de una Corte que es ya la corte del trono sexenal peñista. Y no hay la menor duda: contra lo dispuesto en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en su Artículo 49, Peña reúne en su persona a los tres poderes, sin haberle otorgado facultades extraordinarias de un Estado federal, que ha dejado de serlo con las medidas centralistas impuestas por el inquilino de Los Pinos.
Como el presidencialismo ha regresado con más furia grosera a su tradición más violentamente autoritaria, en su versión de auténtica autocracia reverso de la democracia representativa con división de poderes, y retadora de la democracia directa, pisoteando, además, con los ministros de su Corte las consultas populares canceladas para solicitar a los ciudadanos su opinión sobre los asuntos de interés nacional, entonces todo se puede hacer desde la monarquía sexenal para complacer a los fines del neoliberalismo económico, abrir cínicamente las puertas de par en par a la corrupción, el enriquecimiento ilícito y demás abusos para favorecer a sus complicidades empresariales, con el pretexto del “conflicto de intereses” que queda sin sanciones.
La mayor y clásica degradación del presidencialismo fue la representada por la locura de Santa Anna (veracruzano como Javier Duarte, ambos desgobernadores de la entidad), quien fue y vino 11 veces a la Presidencia de la República, de 1833 a 1855 (cronología de los distintos gobiernos del 15 uñas, en el libro de Carmen Vázquez Mantecón, Santa Anna y la encrucijada del Estado). La decadencia y bajeza desde los regímenes, ya propiamente de la contrarrevolución con Miguel Alemán (1946-1952), que ejercieron desde Carlos Salinas de Gortari hasta Felipe Calderón, el peñismo la está llevando a su máxima tensión, con crisis por doquier. Audazmente marrullero para sus componendas, Peña sabía que tenía que controlar al Poder Judicial de la Federación, una vez que con el Pacto por México controló al Poder Legislativo.
Y servilmente contaba ya con el entonces Instituto Federal Electoral, ahora Instituto Nacional Electoral, con el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y los desgobernadores, a cambio de plenos poderes autoritarios, incluyendo al jefe de gobierno de la capital del país.
Así maniobró para imponer al actual presidente de la Corte. Antes había nombrado a un ministro. Y le faltan dos más, los que en cambalache-complicidad, uno será para el PAN y el otro para el PRI, convirtiendo a la Corte en su corte de 11 ministros; una nueva secretaría para el despacho de los asuntos judiciales. Como nuevo Santa Anna, Peña hace y deshace subestimando las crisis estacionadas por todo el territorio, con dos factores comunes: el secuestro de 43 estudiantes en Guerrero (Ayotzinapa) y el fusilamiento de 22 presuntos delincuentes en el Estado de México (Tlatlaya). Todo eso en el contexto de violaciones a los derechos humanos, torturas en las cárceles, desapariciones forzadas, desplazamientos, feminicidios… y la crisis general económica, la inseguridad criminal, el desempleo y la austeridad devastadora que ya toca a las puertas (Mark Blyth, Austeridad. Historia de una idea peligrosa, y de Héctor Guillén Romo, La contrarrevolución neoliberal en México).
Entre veras y bromas, de visita a la cada vez más decorativa monarquía inglesa, cuentan que la reina le dijo a Peña que ella era una figura decorativa. A lo que Peña le contestó: “En cambio yo no, en mi trono sexenal”. Ciertamente, el abortado del cártel de Atlacomulco, con su control de la Corte, tras la designación de su compadre y cómplice, es ya el dueño de los poderes del Estado centralista. Ya está maniobrando para dejar como sucesor a Luis Videgaray. Y en su ajedrez, maneja a sus peones, alfiles, caballos, torres, etcétera, para darle jaque-mate a quienes se opongan a su reinado; aspirando a ser su alteza serenísima II. Pues ya tiene en sus manos las riendas-timón de la nave estatal. Nada le interesan las protestas que anuncian motín a bordo y visos de tormenta, con los cuales tendremos “ante nosotros no la alborada del estío, sino una noche polar de una dureza y una oscuridad heladas, cualesquiera que sean los grupos que ahora triunfen”.
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