El gobierno gonista castigó con crueldad a la ciudad aymara insurrecta. El ejército empleó armas de guerra y asesinó por lo menos a 26 ciudadanos, pero los rebeldes alteños siguen en pie de lucha, con la esperanza de derrotar al gobierno masacrador, para que la propiedad del gas sea recuperada por el Estado boliviano.
48 horas de bala y metralla, a lo largo y ancho de sus calles y avenidas, no han pudieron doblegar al pueblo de El Alto, el más pobre y rebelde de la castigada Bolivia. De pie, miles y miles de vecinos, organizados por cuadras y barrios, enfrentaron con piedra y palo a las tanquetas y militares carapintadas que dispararon a todo lo que se movía. La consigna central que anima esta lucha es la recuperación del gas y los hidrocarburos de manos de las empresas transnacionales. No es posible que mientras en el Altiplano se viva con en la prehistoria, cocinando con bosta de vaca y de burro, el gobierno vende patria quiera entregar el gas para paliar la falta de energía del Estado de California, en EEUU. «Contra un gobierno inconsciente como éste, no queda más que combatir en las calles hasta derrotarlo» dice Juan Carlos, un estudiante de la Universidad Pública de El Alto que enfrentaba al ejército en Río Seco.
La masacre, iniciada a las 7 de la mañana del sábado, se prolongó hasta la madrugada del domingo. Este día y medio de batalla cobró unos 30 muertos a bala (por lo menos 26 en este domingo, según cifras extraoficiales dadas por la Radio Erbol) y más de un centenar y medio de heridos, casi todos ellos de la población civil de 800 mil almas.
Masacre contra el pueblo aymara
Los nombres de los fallecidos y heridos, difundidos por valerosos periodistas de radioemisoras alteñas y paceñas, no deja lugar a dudas: los caídos son aymaras, hombres y mujeres humildes, hombres y mujeres de pueblo. «No podemos contar los muertos, están disparando a todos. La gente está muriendo por falta de auxilio, ya no hay medicamentos» decía el reportero de la cadena Erbol que imploraba que lleguen recursos, dinero y sangre para que los heridos no se mueran en los centros médicos de Río Seco.
En carta abierta a Sánchez de Lozada, la Asamblea de Derechos Humanos y la Federación de Periodistas no dejan lugar a dudas: «Diversos medios de comunicación han confirmado el uso de armas de grueso calibre, incluidas ametralladoras pesadas, en contra del pueblo boliviano. Ya no podemos hablar de enfrentamiento sino de una verdadera masacre».
Los pedidos de auxilio se multiplicaron desde otras zonas por las ondas de radio Erbol, WaynaTambo, Pachamama y otras emisoras que difundieron las voces de los que luchaban en las polvorientas calles de la ciudad, ubicada a cuatro mil metros de altura, casi a un palmo de un cielo que no se apiada de los pobres. «Pido en nombre de Dios que ya no disparen contra el pueblo» decía en vano el sacerdote Wilson de Villa Ingenio, a través de Erbol.
En el Hospital Juan XXIII, los médicos y enfermeras recibían con lágrimas a los heridos. «Por favor, ya no más muertes» lloraba una auxiliar. Más y más heridos, más y más muertos en la zona Los Andes y en Río Seco, donde ya no hay perdón para el gobierno neoliberal.
Nunca de rodillas
«El Alto de pie, nunca de rodillas» gritaban varios jovenzuelos en la Plaza Ballivián y el eco se multiplica en la Ceja, en Villa Tunari, en Santiago II, en Río Seco y en la avenida Juan Pablo II, donde la vida prácticamente no vale nada.
Como en todas las zonas de El Alto, en la Ceja, en el inicio de la autopista que la vincula con la ciudad de La Paz, los enfrentamientos también fueron intensos. En los cerros, los vecinos se defieron con piedra y hondas del ataque de los militares que protegían los cisternas, cargados de gasolina, que paulatinamente fueron entrando a la sede de gobierno, semiparalizada por la falta de combustible y el temor e ira que se apoderan de los paceños ante la descomunal masacre, propia de las dictaduras más sangrientas que tenga memoria Bolivia.
Hasta hoy, el sangriento operativo de reabastecimiento de gasolina y gas para La Paz ha sido parcialmente alcanzado, aunque a costa de mucha sangre. En cambio, el otro objetivo gubernamental: controlar y someter a los rebeldes alteños, ahogándolos en sangre y metralla ha sido un rotundo fracaso. Lo mismo que las negociaciones para pacificar el país que inútilmente intentaba abrir hasta la tarde de ayer la Asamblea de Derechos Humanos y la Federación de Trabajadores de La Prensa. Estas instituciones acusan al Gobierno de no querer negociar.
Al llegar las sombras de la noche, ayer domingo, crecieron los rumores sobre nuevas incursiones armadas de grupos de Élite del Ejército, de mayores medidas represivas contra los alteños y contra la prensa libre, que informa y no calla, como muchos hoy en Bolivia. Pero eso no ya no parecia importar demasiado a los rebeldes alteños. Colgados de los cerros, plantados en las calles y esquinas de su ciudad, apostados en las laderas que cobijan a La Paz, los rebeldes de la piedra y la honda siguen creyendo que finalmente se impondran y derrotarán al gobierno masacrador. Econoticias
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