Los hay de todo tipo y para cualquier gusto. Unos los prefieren rebeldes y contestatarios, otros adoran que los suyos se laven y se peinen. Algunos cultivan en ellos una sonrisa melancólica y otros les revientan la madre, para que aprendan. Cada quien tiene su modelo de joven, esa fuerza social que suena tan bien en los discursos de ocasión y que jode tanto en la vida cotidiana. Cada joven es un universo aparte imposible de encasillar en definiciones y clasificaciones, a lo sumo se dividen -como los seres vivos- en machos y hembras; y aunque según las edades existen ciertos patrones de conducta que son comunes a por lo menos la gran mayoría, lo cierto es que nada ni nadie podrá alcanzar a identificar «la» esencia de «los jóvenes de hoy». ¿O sí?
Rasgos generacionales
Yo soy del criterio que es posible detectar algunos rasgos comunes de la juventud actual en relación a la sociedad, por lo menos en ciertos sectores. Para ello, sin embargo, me veo obligado a recurrir a unos cuantos criterios:
– Primero: Debemos entender a la juventud desde la existencia de subespacios dentro de la sociedad cuyos actores comparten capitales simbólicos y se hallan en una constante lucha interna por alcanzar posiciones hegemónicas y así lograr el reconocimiento mientras circulan constantemente por otros subespacios [1]. Por ejemplo, el subespacio que crearon los jóvenes «rockeros» de la ciudad que comparten varios capitales simbólicos: su gusto por un tipo de música específica, su forma de vestir, las formas de hablar, las actividades preferidas en el tiempo del ocio, el conocimiento que tengan con respecto al género musical, las destrezas para tocar los instrumentos, etcétera. El liderazgo (hegemonía) dentro de este grupo estará determinado por quien acumule más de estos capitales. Sin embargo, uno de estos jóvenes puede pertenecer al mismo tiempo a otro subespacio, digamos un frente político en la universidad, donde otros capitales simbólicos estarán en juego.
– Segundo: La juventud es un estado de transición entre la vida adulta y la adolescencia [2], lo cual determina en ella una constante manifestación de conflictos internos que resultan de su capacidad para decidir por sí mismos, así como de conflictos sociales surgidos de la hipócrita actitud de la sociedad, y el Estado, que le otorgan el derecho al voto pero los ignoran al momento de diseñar políticas, cerrándoles espacios de participación ciudadana. Por lo tanto, la juventud se encuentra en una esfera flotante, es un ciudadano a medias, desconcertado y relegado. A raíz de esta situación, se van gestando movimientos protagonizados por "tribus urbanas", grupos de jóvenes que reclaman el reconocimiento de sus identidades a través de la interpelación a la sociedad [3] asumiendo el lenguaje de la violencia y el rechazo a la sociedad y sus instituciones como instrumento de rebeldía. Se visten «raro», hablan «en clave», se «chupan», «gritan» y «sabe Dios que más harán». Y por ello se convierten en carne de cañón a la hora de encontrar culpables cuando se debate sobre seguridad ciudadana, drogadicción, satanismo y otros temas recurrentes de los te-rummys y seminarios Esas viejas anquilosadas, ese político conservador y demagogo, ese policía amargo y ese vecino mojigato son responsables del surgimiento de estos movimientos que ellos mismos después condenan. Ante la estupidez...
– Tercero: Es importante establecer que hoy resulta imposible analizar los fenómenos sociales y culturales desvinculados de la relación entre sociedad-medios masivos y electrónicos de comunicación y consumo de la industria cultural. Todas las formas de comunicación humana, más aún las que se gestan entre jóvenes, están directamente en función de las imágenes, los ídolos y los presupuestos conceptuales de ese nuevo cliché temático denominado Globalización. Nos interesa por tanto analizar a la juventud a partir del consumo que realiza de esos bienes y de los significados que adquieren para ellos. Como diría el hindú Arjún Appadurai [4], se trata de ver los fenómenos culturales a partir de la palabra y el mundo.
Resumiendo entonces, este artículo -de manera pretenciosa y cínica, valga la aclaración- hablará sobre los jóvenes entendiéndolos desde la dimensión simbólica de sus espacios sociales, desde la vaguedad que supone su reconocimiento de ciudadanía e identidad y a partir del consumo cultural que realizan.
Las paradojas de «nuestra» juventud
Pero no estoy tan loco para referirme a toda la juventud de una sola vez y menos a toda la juventud boliviana, así que opté por asumir la escritura por entregas, tipo telenovela o folletín, y este «primer capítulo» se concentrará en los jóvenes cochabambinos que podríamos considerar como «hegemónicos intelectuales», los muchachos y muchachas con debilidad por el arte, las letras, la música «con contenido», los que circulan por espacios urbanos donde la cultura es con C mayúscula (bellas artes, diríamos), aquellos que antes de comprar desodorante se aseguran de que no haya daño a la capa de ozono.
Aunque se ha debatido mucho sobre la supuesta desvinculación de los jóvenes con la política, generalmente tendemos a caer en reduccionismos babosos como aquellas sentencias pronunciadas siempre en tono amargo y nostálgico: «los jóvenes de hoy ya no tienen ideales» o «la juventud actual ha perdido el compromiso social». Distanciamiento existe, pero con el sistema político tradicional y todos sus representantes y ello es producto de la incapacidad de los actores políticos por reformular sus discursos de acuerdo a las necesidades de esta juventud, por tanto no son los jóvenes los «apáticos» ante la política sino que la política los ha segregado. Pero lo que sí existe en los sectores de estos jóvenes que yo llamo «intelectuales», es una escasa producción discursiva y simbólica que profundice en dimensiones políticas.
Analicemos esto desde el consumo cultural. La fuerza social que la juventud representó en las añoradas décadas de los ’60 y ’70, estaba en relación directa con el consumo cultural de ciertos "íconos" cuya sacralización representaba para el consumidor su certificado de pertenencia a los sectores «vanguardistas» y «revolucionarios». La música protesta, los teóricos de la dependencia, el boom latinoamericano, el minucioso cultivo de una apariencia guerrillera, el cine «comprometido», etcétera, fueron constituyéndose en elementos simbólicos de identificación de estos sectores juveniles. Sus acciones, su producción simbólica y sus discursos reflejaban -también- el profundo contenido político de su mentalidad y así se proyectaban teniendo una participación decisiva en la historia de Bolivia. Los años ’80, en cambio, cedieron el paso al predominio de la «disco», el paseo en auto, la ostentación, Madonna y Michael Jackson y los conciertos espantosos de los Enanitos Verdes y Miguel Mateos. Pero también estaba el Heavy Metal cuya fuerza radicaba en el principio de distinción de los descontentos y en las poleras negras grabadas con diseños salidos de mundos dantescos y tenebrosos, las melenas, las muñecas pobladas de manillas con púas y la música, había jóvenes que gritaban su rechazo a lo establecido aunque lo establecido siempre lograba rechazarlos primero. La generación secuestrada, diríamos, esa que fue tan marginada por los chicos «bien», los que ahora heredaron los negocios de papá y cuya máxima expresión política se reduce a putear, en privado, contra los bloqueos del Evo Morales y el Mallku.
El retorno de los íconos
Ahora bien, he visto en Cochabamba un interesante proceso generado entre los jóvenes «intelectuales» durante los ’90 y que tiene secuelas en la actualidad: El retorno de los íconos. De repente y no se bien explicar por qué, vuelven a la escena del consumo cultural juvenil figuras como Pablo Milanés o Silvio Rodríguez. Se reeditan viejos discos, reaparecen las guitarreadas donde los más jóvenes se saben la letra de «La masa» y piden «Playa Girón». Y la industria cultural responde a la demanda añadiéndole a las viejas tramas de la utopía, el toque modernizador que configurará una especie nueva de joven vanguardista. El comandante Marcos inspira a los rockeros, el Ché vuelve en versión digital y vía Internet, la horripilante película El lado oscuro del Corazón recupera la melaza poética de Benedetti y el espantoso film Tango feroz pone de moda las viejas canciones de Vox Dei, Moris y Spinetta. Los ’70 se reencarnan asumiendo la forma de Bill Gates.
Pero es importante notar que, a diferencia de lo que pasó otrora, esta juventud noventera consumía un discurso con importante vinculación política pero le costaba reconceptualizarlo coherentemente con su momento histórico, por lo cual sus formas de expresión se recostaban sobre la nostalgia sin poder alcanzar la suficiente consistencia discursiva que pueda sustentar un movimiento. Así que, poco a poco, la recuperación mediática de los íconos se redujo a la asimilación de su dimensión estética con variaciones tecnológicas cibernéticas que, combinada con el manejo maniqueo de problemas «actuales» como la globalización, la hegemonía gringa y la ecología, derivó en bodrios espantosos con magníficos poderes laxantes como Arjona y Maná. Por suerte, una poderosa fuerza de música inclasificable irrumpió en el mercado mezclando sin vergüenzas los géneros, quebrando de esta manera la delgada línea que dividía al «ch’ojcho» del «intelectual», al «superficial» del «profundo», al «culto» del «comercial».
La mirada hacia atrás
Dividida la escena juvenil en múltiples subespacios inmunes a etiquetas, los capitales simbólicos pasan a representar la fuente más confiable de identificación y aún así la circulación de los mismos relativiza cualquier intento de encasillamiento. Con todo, no deja de percibirse ciertos rasgos comunes que en mayor o menor proporción permitirán a los grupos juveniles tener parámetros de pertenencia a espacios concretos. Una vez más, el consumo cultural marca la pauta para el reconocimiento y articula las inter-relaciones entre espacios. El segmento de jóvenes que estudiamos acá, no escapa de ninguna manera a ello.
Mi intención es partir del hecho que este subespacio juvenil al que me refiero («hegemónicos intelectuales»), han construido sus rasgos de identidad desde la recuperación del pasado cuyo conflictivo proceso de resemantización derivó en la construcción de un discurso ambiguo y una insana actitud de condescendencia con la hegemonía, todo ello en estrecha relación con su consumo. Vamos por pasos. Ya se habló más arriba del retorno de los íconos en lenguajes novedosos, situación que continúa manifestándose en todas las expresiones de la Industria Cultural:
De pronto Frida Kahlo es una gran pintora igualita a Salma Hayek, el Centro Simón I. Patiño se colma de pubertos que prestan admirada atención a los cuentos de Borges o Cortázar, los festivales de teatro estallan en lágrimas adolescentes provocadas por los textos de Sáenz u Homero. Conversan, los muchachos, sobre la hemorragia que América Latina sufre a causa de sus venas abiertas. El pasado vuelve y se relee desde un presente ficticio que es capaz de todo, hasta de convertir en objeto de culto y en sinónimo de «intelectualidad» a ese ladrillo monotemático apellidado Tolkien. ¿Y qué pasa con las propuestas «originales»? A mi parecer, hay una constante y maniquea simplificación de problemáticas esenciales que se abordan bajo el discurso de los nuevos lenguajes. Películas como Matrix, las mexicanas Y tu mamá también, Amores perros, El crimen del padre Amaro, Amenábar y sus extravagancias, en fin, una serie de productos cuyo discurso apenas roza de manera superficial y repetitiva las dimensiones del descontento.
Evidente conformismo cultural
Y es que estos muchachos más bien parecen conformes. Sus actividades culturales (llámense exposiciones, seminarios, festivales, ponencias, etcétera) abarcan el campo del roce social, del estatus, del reconocimiento. No interpelan a la sociedad, disfrutan el contacto «chic» acompañados de sus papis que los «introducen» a «la» sociedad bajo el rótulo de «artistas». Ante el poder su actitud es ambigua, grupos de teatro juvenil que legitiman con sus actos las campañas de la Alcaldía, por ejemplo, presumen de ser centro de atención de los medios masivos, reciben reconocimientos del Poder y del Estado con la alegría de un niño que recibe su regalo por obediente.
Su actitud frente a la sociedad y sus problemas es o de llanto pasajero o de compensación scout (o esa caridad) y revientan las hordas de los «niños bien» cuando asisten a las intrascendentes presentaciones de los reyes de la superficialidad (llaménse Paz Soldán o Grillo Villegas, da igual). Y no es que reclame una producción simbólica meramente política, siempre fui del criterio que, por lo menos el arte cuando se frotachea demasiado con la política, se convierte en panfleto. Lo que me preocupa es la completa despolitización de su sentido, me preocupa que estos changos estén cada día más condescendientes con la hegemonía, que legitimen el poder de manera tan acrítica, que saquen publicaciones tan descuidada e intrascendentemente, me preocupa en fin, que sean taaaaaaan felices. Los jóvenes son como el rock porque tienen una misma esencia; ergo, podríamos traspolar a este tipo de jóvenes lo que dice Páez: «el día que el rock deje de joder... cagó».
[1] El sociólogo francés Pierre Bourdieu entiende el espacio social como un «mosaico» en el cual conviven e interactúan infinitos subespacios conformados por individuos que tienen cosas en común.
[2] Macassi es un estudioso peruano que analizó a la juventud desde su relación con la agenda noticiosa en Lima.
[3] Este tema ha sido abordado por un gran número de autores entre los que destacan Rossana Reguillo y sobre todo Pere-Oriol Costa, José Manuel Pérez Tornero y Fabio Tropea quienes publicaron en conjunto un libro titulado «Tribus Urbanas». En este artículo no nos detendremos en ello pues merece un trabajo aparte.
[4] En su libro La modernidad desbordada, este autor relata de manera apasionante las claves para entender la cultura desde la modernidad.
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