Partiendo de la lectura de los libros del escritor español Arturo Pérez- Reverte, el autor emprende un elogio del acto de escribir y, principalmente, de leer a aquellos que ennoblecieron al idioma español: Cervantes, Quevedo, Lope de Vega y hasta Joaquín Sabina
A Pérez-Reverte le gusta su oficio. “La literatura se hace escribiendo y leyendo”, dice. “Eso de sufrir me suena a Chino”, continúa. Seguramente esta última frase puede generar polémica pero una cosa es cierta, para escribir es necesario haber leído y este corso ha leído por montones, eso es lo que demuestran sus novelas, desde las cortas hasta las más complejas están empapadas de referencias literarias que van desde los clásicos hasta los contemporáneos. Es un escritor serio, empedernido y exquisito, es un conocedor de la historia y del lenguaje, es un narrador de historias con principio y fin (como se hacía antes, diría él) que sabe muy bien de su oficio, ese oficio que es de Pérez-Reverte y que a él le gusta tanto.
Recuerdo la primera vez que cayó en mis manos una pequeña novela titulada A la sombra del águila, de un tal Pérez-Reverte que trata sobre un batallón de prisioneros españoles obligados a combatir en las filas de Napoleón. En la novela, este grupo de “gillipollas”, no sólo se da el lujo de recibir los honores de Napoleón cuando este confunde su intento de fuga con un acto heroico en contra de los rusos, sino que además se la pasan en medio de hilarantes diálogos donde Pérez-Reverte descubre la idiosincrasia de los españoles con un sentido autocrítico profundamente irónico y libre de toda moraleja. Mientras los fieles del Emperador se dirigían a él como “sire”, nuestros protagonistas en cuestión preferían llamarlo “le pettit cabrón”. En las descripciones del libro, sobre todo aquellas que hacen referencia a las batallas, Pérez-Reverte hace gala no de literato propiamente dicho sino de su primer oficio: Corresponsal de guerra.
En efecto, durante 21 años Pérez-Reverte fue periodista del diario Pueblo y de la Televisión Española cubriendo todas las guerras ocurridas entre 1973 y 1994, información que encontré con sorpresa en la contratapa del libro, así es que cuando leí Territorio comanche, comprendí perfectamente porque esta otra novela tenía un dejo autobiográfico que hacía de su lectura un banquete suculento, un magnífico legado periodístico de la Guerra de Bosnia, disfrazado de la historia de un camarógrafo enviado a cubrir los sucesos, que sueña con que su tercer ojo (el de vidrio) pueda registrar eternamente la explosión de un puente. La novela es un lujo de principio a fin en tanto juega con el relato de manera eficaz y conmovedora, sin pretensiones ni simplismos sino con la gracia y el talento de quien ha visto mucho o lo ha leído bien.
De estas primeras experiencias se desprende la compulsión con que empecé a seguir la obra de este autor nacido en Cartagena. Progresivamente, su destreza narrativa se va fundiendo con su erudición hasta conseguir relatos sorprendentes como El club Dumas, un policial con marcada herencia de Eco que explora paralelamente el recorrido de la literatura “demoníaca” y el análisis de las obras de Dumas, todo ello a partir de la historia de un mercenario bibliófilo contratado para autentificar dos escritos. Fascinado por Dumas y sus relatos por entregas, Pérez-Reverte apela a su ejemplo para construir una serie de “novelas históricas” basadas en las aventuras de un personaje curioso del siglo XVII: El Capitán Alatriste, “un veterano de Flandes que malvende su espada para ganarse la vida”, dice la presentación. Esta serie de novelas, son ambientadas en pleno Siglo de Oro español como una forma, dice el autor, de explicarle a la generación de su hija de dónde provienen los españoles de hoy. Es en este punto donde quiero centrarme.
El siglo de oro
Carlos Fuentes en su libro El espejo enterrado observa que el Siglo XVII, al marcar la decadencia de España, marcaba también una profunda contradicción al interior del Reino. Europa contemplaba una España fundada sobre la intolerancia, la corrupción, la incompetencia y la sobrextensión, un reino cuyas características se resumían en la holgazanería, la displicencia aristocrática y la impuntualidad. Sin embargo, al mismo tiempo fue capaz de generar un movimiento cultural que se conoció como El Siglo de Oro, cuya importancia trasciende el tiempo ya que sus protagonistas nacieron inmortales. Es el Siglo de Velázquez y del Greco, de Góngora y Quevedo. Es el Siglo en que un estrecho calabozo, fue incapaz de retener la libertad de un genio, de un prisionero manco que inventó un símbolo perpetuo, fabricó la única locura cuerda y se imaginó un caballo, Roscinante, que llevaba al Hidalgo Alonso Quijano a cabalgar La Mancha y cabalgó la historia.
Esta España contradictoria es la que nos conquista y nos deja una herencia, la misma herencia que Pérez-Reverte quiere recuperar para la España de estos días a través de su capitán Alatriste.
Esta secuela de aventuras, más que valor literario tiene un incalculable valor referencial que nos permite redimensionar la historia. A través de las aventuras de Alatriste, se describe la España cotidiana de esas épocas, con sus grandezas y sus miserias, con sus valores y sus delitos. Se repasan los distintos escenarios sociales y sus formas de concebir el mundo, el de la nobleza, el de la iglesia, el de la intelectualidad y el mundo del hampa. Pero también, estos mismos escenarios se reviven a partir de sus particulares formas y usos del lenguaje y cabe destacar este punto pues constituye el principio de la cuestión que quiero plantear: La revalorización de los usos populares del idioma. El español alterado, el idioma vulgarizado, el habla del marginal y el marginado.
¿Dónde, en lo vulgar o lo erudito, encasillaría usted este texto?:
“Pese a las excusas, al engibador le parece poco dinero; se arrufa, y para demostrarlo hace ademán de asentarle la mano a la pecatriz. Déjate de tretas y alicantinas, dice, y no le hagas cagar el brazo a este león. Que ya me conoces: hay cosas que no sufro ni en Argel, y cuando se me alborota el bodegón igual atrueno a dos que a doscientos, y soy capaz, pardiez a caballo, de borrajarte el mundo cruzándote con un tajo (persignándote con un signum vía) esa bonita cara. Así que alonga luengo y gánate tu jornal y el mío si no quieres que te esclisie o te desoreje trinchándote una mirla”.
Al menos nueve palabras no conoce o no tiene idea de su significado, algunas metáforas y figuras le son tan lejanas que le suenan mínimo a portugués mal hablado y si es perspicaz y erudito, adivinará que se trata de un español antiguo, el de Góngora y Quevedo, con la diferencia de que no es necesariamente el mismo español que hablaban estos literatos sino el que practicaban los rufianes y criminales en las mismas calles y días en que Cervantes inventaba a Don Quijote. Una especie de coba (o lunfardo, ché) de los círculos oscuros que podrían frecuentar personajes como el Capitán Alatriste. ¿De dónde proviene este texto?
Ha sido extractado de un discurso pronunciado por Pérez-Reverte titulado “El Habla de un Bravo del Siglo XVII”, un sabroso recorrido por un día en la vida de un matón de época, redactado en forma de cuento y enteramente escrito al estilo del ejemplo de arriba. Lo curioso no es que el autor anote que un gran porcentaje de estas palabras y conceptos sean aún empleados por los marginales en España, ni que el discurso en sí esté ilustrado con versos de Lope, Calderón, Quevedo, Cervantes y otros -quienes asumieron este lenguaje popular también en sus obras- sino que haya sido pronunciado con motivo de su ingreso oficial a la Real Academia Española, la que vela por el correcto uso del idioma. Pérez-Reverte da un salto trascendente pues pone a disposición de los académicos un patrimonio de los iletrados, simbólicamente está proponiendo incluir (¿revalorizar?) el lenguaje popular en el quehacer de lo culto.
La pregunta es, creo ¿el lenguaje popular enriquece o vulgariza el idioma? Si prestamos atención, creo que la gran literatura del Siglo XVII, ya optó por acercar la esfera de lo popular a lo erudito, no solamente apropiándose de sus códigos sino también frecuentando sus espacios y sus prácticas cotidianas, desde las plazas hasta las tabernas. La crítica al poder, la ridiculización de la moral, la burla a la sociedad, son temas presentes y frecuentes en las obras que ahora consideramos patrimonio de la literatura de academia. En una recolección de textos de Quevedo denominada Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios, y engaños, en todos los oficios y estados del mundo, leemos una parte en que el autor sueña con el día del juicio final, describiendo el desfile de quienes se presentan ante los jueces para determinar dónde tendrán su perpetua estadía. Cuando es el turno de un avaro (“avariento” en el léxico de la época) le preguntaron por los Diez Mandamientos y se estableció este insuperable texto:
Leyó el primero, “Amar a Dios sobre todas las cosas” y dijo que él sólo aguardaba a tenerlas todas para amar a Dios sobre ellas. “No jurar su nombre en vano”, dijo que aun jurándole falsamente siempre había sido por muy grande interés, y que así no había sido en vano. “guardar las fiestas”, éstas y aún los días de trabajo guardaba y escondía. “Honrar padre y madre”. Siempre les quité el sombrero”.
Con una ironía de campeón, Quevedo se las arregla para estrellar el guante en la cara de la sociedad cuestionando la falsa moral y poniendo en boca de su personaje las acciones de sus compatriotas de época, parodiando un doble discurso que privilegia la ambición y las glorias personales. Más profundo y melancólico es Cervantes que pone en labios del Quijote esta reflexión extraordinaria que resulta -para sorpresa y espanto- tan pertinente y acorde a nuestros días:
“Todas estas y otras grandes y diferentes hazañas son, fueron y serán obras de la fama, que los mortales desean como premios y parte de la inmortalidad que sus famosos hechos merecen, puesto que los cristianos, católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza; la cual fama, por mucho que dure, en fin se ha de acabar con el mesmo mundo, que tiene su fin señalado”.
Lo que el Siglo de Oro español nos arroja, es la posibilidad de quebrantar la línea que divide a lo “popular vulgar” de lo “oficial erudito”, pues no olvidemos que en su tiempo estos autores gozaban de una gran aceptación popular, trataban temas que a ellos concernían, usaban sus lenguajes, abordaban sus problemáticas y compartían sus espacios. Hoy Lope, Quevedo y Calderón forman parte del saber culto, son patrimonio de las elites intelectuales y están vetados al vulgo, a la masa, a la “ignorancia”, sin embargo, no hicieron más que hablar de los problemas cotidianos y de las aspiraciones eternas del pueblo, de su cotidianidad y de sus sensaciones. ¿O no es universal este verso de Lope de Vega?:
¡Ay, honor, fiero enemigo!
Maldiga el cielo tu nombre,
Pues no hay hombre a quien no asombre
Que el honor pudiese hacer
Que flaquezas de mujer
Fuesen infamias de un hombre.
No hablamos de recuperar la cadencia y el léxico de antaño, no proponemos recobrar un estilo literario a lo Góngora o Quevedo, sino planteamos la necesidad de estudiar la actitud de la época, de librarnos de los discursos deterministas que no dan paso a la integración de la historia y de lo clásico con lo “moderno” y “actual”. Hablamos de explorar antes de fundar, de aprender antes de crear. El discurso de ingreso a la Academia escrito por Pérez-Reverte es una muestra de ello, como lo son cientos de expresiones que se dan en Hispanoamérica que no vacilan en propiciar un encuentro franco, provocativo e ingenioso entre lo despreciado y lo sacramentado. Hay tremendas similitudes, por ejemplo, entre la actitud que asumía Quevedo en sus obras con las que asume Joaquín Sabina en su libro de sonetos titulado “Sabina Oral”. Lean:
Voyeur
Dícese del que mira sin ser visto,
se llama así quien ve pero no moja,
su lema es se desnudan luego existo,
su Cristo aquel Mefisto de Baroja.
Un ano es algo más que un agujero,
un mapamundi el plano de una teta,
la bruma es el plató del caballero
de la mano en la trémula bragueta.
Catedrático en áticos de Utrillo,
Doctor en cines equis de barriada,
Prismáticos de alpaca en el bolsillo.
Para echarse a llorar como un chiquillo,
Basta que lo sorprenda su cuñada
Sudando y con la pinga en cabestrillo
El cantautor ridiculiza, ironiza, denuncia, describe y cuestiona en formato que los poetas de vanguardia consideran oxidado. Además, no conforme con ello, se da el lujo de meter dentro de su perfecta rima, palabras soeces y vulgaridades que no atañe el quehacer “del literato serio”. Con actitud y sobrado talento, de alguna manera Sabina revive la irreverencia del Siglo XVII sin pretensiones estilísticas ni falsos afanes vanguardistas. No se trata entonces de retomar la escuela de los maestros del XVII sino aprender de ellos su increíble apertura a recibir de lo que los rodea, sin dogmatismos ni bravuconadas, la inmensa cantidad de posibilidades creativas que nos da la insignificancia de lo cotidiano.
Volvemos al oficio de Pérez-Reverte. Necesitamos de escritores que ante todo hayan sido lectores, pero eclécticos y compulsivos, necesitamos lectores histéricos e imparables pues, como el mismo señala: “Nadie, salvo los soberbios, los cretinos o algunos bobenzuelos a quienes vuelven locos los elogios de algunos críticos cantamañanas, puede creerse capaz de escribir nada que merezca la pena con una memoria literaria o cultural que empieza con Kundera o en la última película de Tarantino”.
El Siglo de Oro español es una veta inagotable para construir una narrativa del mañana y es una lástima, como lamentábamos en alguna ocasión con mi amigo Coco Mayorga, que no tengamos siquiera la intención de reconciliarnos con esta referencia histórica por privilegiar el lamento de la explotación antes que la celebración de la palabra, la palabra literaria que construyó un oficio como el de Arturo Pérez-Reverte, un escritor corso al cual le gusta su oficio.
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