Nuestra desdichada República nació bajo el signo del crimen. Poco antes de inaugurarse en 1830, fue asesinado en las montañas de Berruelos quien debía ser el primer presidente ecuatoriano. Sucre, el Mariscal de Ayacucho. Desde entonces hasta hoy los episodios de sangre se han repetido de forma abrumadora. A la Hoguera Bárbara en que fuera sacrificado el General Eloy Alfaro en unión de sus tenientes, en 1912, vendrían a sumarse nuevos magnicidios, eliminación de líderes sociales, enormes masacres, como la del 15 de Noviembre de 1922 y la del 3 de Junio de 1959, ambas en Guayaquil.
Por cierto todos esos crímenes quedaron en la impunidad. Y es que fueron cometidos invariablemente a la sombra del poder. Del poder económico y político, nacional y transnacional. Así resulta fácil entender cómo a lo largo de los últimos 25 años se han sucedido crímenes de enorme repercusión, entre los cuales vuelve a contarse, una vez más, la eliminación de líderes sociales y políticos, matanzas colectivas (por ejemplo, la de los campesinos de Santa Ana, Loja, bajo el gobierno de Otto Arosemena Gómez), y en todo este cuarto de siglo la monstruosa práctica de los desaparecidos.
Las fuerzas invisibles
Cuando en 1978 fue asesinado el economista Abdón Calderón Muñoz, fue notorio el motivo: su apoyo público a la candidatura presidencial de Jaime Roldós Aguilera. Uno de los principales implicados, que pagó su culpa con una leve pena, el General Bolívar Jarrín Cahueñas, en una entrevista de Canal 2, en el programa «Ante la Opinión», seguramente viéndose sólo y abandonado por los demás complotados, sin duda de alto nivel, declaró: «Hay fuerzas invisibles que siempre han venido operando en la nación ecuatoriana... La muerte del economista Calderón estuvo vinculada con el objetivo de dar un golpe de Estado... Esto se concatena perfectamente con la serie de atentados terroristas contra los medios de comunicación de la ciudad de Guayaquil».
Quien declaraba esta monstruosidad no era un soldadito cualquiera. Era un General de la República, que acababa de ocupar el Ministerio de Gobierno y Policía durante la dictadura militar que concluyó un año después. Es decir, alguien que sabía bien lo que decía. ¿Y cuáles eran esas fuerzas invisibles que operaban desde siempre?
La pregunta es tonta: los dueños del país, los que manejan sus riquezas y sus presupuestos, los que ordenan a toda clase de subalternos tirar a matar contra quienes son un obstáculo a sus ambiciones y designios. Entre esos dueños, claro está, los hay ecuatorianos y extranjeros, en este caso, principalmente estadounidenses. Léase CIA, es decir, la central del espionaje y terrorismo norteamericano. Léase Comando Sur, que maneja esa tenebrosa escuela de dictadores y torturadores denominada Escuela de las Américas, cuya desaparición acaba de ser pedida en marcha multitudinaria en Estados, en Atlanta, donde tiene su asiento el Fuerte Benning.
Matar a Roldós
Pasaron apenas dos años del asesinato de Calderón cuando el Presidente Jaime Roldós Aguilera caía despedazado en las montañas de Celica, Provincia de Loja. Esta vez el cuento oficial fue el de una falla humana, cometida por el piloto. Con Roldós pereció su esposa, Martha Bucaram Ortiz, el Ministro de Defensa y toda la tripulación.
El crimen se tapó burdamente mediante la desaparición de la caja negra. Campesinos de la zona , que habían visto al avión presidencial despedazado en el aire y descendiendo en llamas, aparecieron muertos después o simplemente desaparecieron.
Una ola de rumores, amenazas, juicios y desmentidos invadió al país. Pero los asesinos no eran pocos ni débiles: eran las «fuerzas invisibles» que invocó Jarrín.
Y continuó la danza de la muerte. Poco después se estrellaba un segundo avión, pereciendo el capitán Rodrigo Bueno, el hombre que entregó el plan de vuelo al piloto de Roldós. Y con él murieron altos oficiales que investigaban el magnicidio, como el Coronel Juan Líger.
Y la danza de la muerte continuó. Semanas después se estrellaba cerca de Quito un tercer avión, pereciendo ahora el mayor Sergio Bayas, el hombre que estaba encargado de la Base Aérea de Quito y registró la partido del avión de Roldós rumbo a la muerte.
Los Desaparecidos
Si con la muerte de Roldós se acentúa y agiganta la permanente impunidad, allí también se inaugura la era de los desaparecidos. Sólo que entonces las víctimas son simples campesinos de las montañas de Celica, y nadie preguntará por ellos, salvo los suyos, acallados a punta de metralla. No habrá entrevistas de televisión ni defensores de los derechos humanos. Poco después, los desaparecidos se convierten en institución nacional.
Al respecto la Casa de la Cultura Ecuatoriana, editó en 1995 un libro valeroso, debido a la pluma de Mariana Neira, a la que los ecuatorianos hemos leído en publicaciones como Vistazo. El libro se llama ¿Dónde están? Los desaparecidos en el Ecuador. La obra registra la nómina, por cierto incompleta, de los desaparecidos durante los gobiernos de Osvaldo Hurtado (2), León Febres Cordero (8) y Rodrigo Borja (9).
Muchos de los casos son apenas conocidos y la mayor parte se encuentran olvidados, pero permanecen en la memoria colectiva los de Consuelo Benavides y de los Hermanos Restrepo.
En este registro del terror asoman nombres concretos de oficiales de las Fuerzas Armadas y de la Policía, de ministros y jueces, en calidad de autores, cómplices y encubridores, según los casos. Y siempre la pregunta lacerante: ¿Dónde están?
Los Desaparecidos de Chile
En estos días, ex militares que sirvieron al régimen genocida del General Augusto Pinochet, en Chile, han revelado al mundo la noticia de su macabra acción: atar a los cadáveres de opositore4s fusilados un pedazo de riel y luego, desde helicópteros, arrojarlos al mar, para que se hundan y nadie sepa jamás su paradero. Pero la vida derrotó a la muerte: el cadáver de una mujer reflotó y las olas lo arrojaron a la playa.
Y luego de algún tiempo de mentiras y desmentidos, brotó la verdad: fueron 400 desaparecidos los que terminaron así, con una riel amarrada a su cuerpo, en el fondo del mar. 400, sí, pero los demás, los miles y miles de desaparecidos en Chile, ¿dónde están?
Los 30.000 de Argentina ¿Dónde están?
Si Pinochet puede vanagloriarse de la matanza de miles de chilenos, en actos brutales como el fusilamiento masivo, sin fórmula de juicio en el Estadio de Santiago, los Generales argentinos tienen para burlarse de él. ¿Sólo 5.000 desaparecidos en Chile? Poca cosa. Nosotros hicimos desaparecer a 30.000. Y encima regalamos sus hijos recién nacidos a mujeres estériles y a soldados y policías impotentes, para que los críen en el odio al comunismo, a las guerrillas, al Che Guevara, a cualquier hijo de... que se oponga a la democracia.
Porque ellos, los asesinos, son la democracia. Ellos, los que en Argentina lanzaban a los desaparecidos al Atlántico, los paladines de la libertad.
Pero también en Argentina triunfó la vida. Triunfó con las Madres de la Plaza de Mayo, que jamás se rindieron y que todas las semanas acudían a enfrentar las ametralladoras y las caballadas de los generales con la pregunta incendiaria y subversiva: ¿Dónde están?
¿Y en el Ecuador?
En las profundidades de la laguna de Yambo, cerca de Ambato, yacen los restos de los hermanos Restrepo, asesinados por los policías del montón comandados por oficiales de renombre. Esto salió en claro luego de las denuncias del policía España. Entonces se montó una tragicomedia, con buzos incluidos, que no encontraron vestigios humanos en el fondo. España fue a la cárcel y estuvo a punto de ser asesinado. Y la pregunta sigue flotando en este aire con olor de sangre: los Hermanos Restrepo, ¿Dónde están?
Conocimos a Saúl Cañar. Era un dirigente sindical honesto y luchador, sin pretensiones de asesor presidencial como otros líderes sindicales, ni sueños de curul parlamentaria. La última vez lo vimos en La Maná, de carpintero. Siempre con sus sueños de justicia, sus pequeños hijos rodando con sus juegos por el suelo, ocupado con sus clavos y su martillo...
Pocos años después, lo volvimos a encontrar en Quito ante una urna electoral. Y se perdió. Para siempre. En las sombras de una noche de espanto, para asomar con su cadáver destrozado, metido dentro de un costal, en una quebrada cualquiera, con signos infinitos de tortura. Los asesinos ¿Dónde están? Alguien reconoció a esos tipos de seguridad política al momento en que lo secuestraron.
Desaparecen conscriptos y soldados. Sus madres aseguran que han sido asesinados. Las autoridades se burlan: talvez se fueron de parranda, talvez son desertores, hay noticias de que andan con mujeres. Como todo eso se volvió común, mejor es sostener que están vinculados a las FARC de Colombia, o a Sendero Luminoso que acaba de renacer. No dicen no, porque sería una deshonra para los servicios de «inteligencia» sostener que están incorporados a las huestes terroristas de Bin Laden o de Saddam Hussein.
La nómina de los delincuentes reales o supuestos que asoman por doquier resulta interminable. Hay un ejército en las sombras que los está matando. No hay necesidad de investigar previamente. La CIA, el FBI, madres y maestras, enseñan la lección: mata primero averigua después. Asoman en la Perimetral de Guayaquil, en las lagunas del Cajas, cerca de Cuenca, en Guangopolo, cerca de Quito, dondequiera. Mata primero y averigua después.
Ahora la farmacia FYBECA
En una conocida barriada de Guayaquil, grande como para dividirse en varias etapas, hay una sucursal de una enorme y conocida farmacéutica nacional (¿o transnacional?) llamada FYBECA. Ahora está en el ojo del huracán, como diría el diputado tungurahuense Luis Fernando Torres, que nunca vivió bajo ningún huracán pero soportó varios terremotos y algunas erupciones.
Dejando a un lado al honorable, que no interesa para esta clase de menjurjes farmacéuticos, hemos comenzado a vivir un telenovela político policial que no sabemos en qué siglo acabará. Es el famoso enfrentamiento de una pandilla real o supuesta de asaltantes de Fybeca en La Alborada, como resultado de lo cual hay ocho muertos, tres desaparecidos y novísimos servicios de los que antes se llamaba Palacio de Carondelet y que hoy la sal quiteña llama «Rectificadora Gutiérrez».
Dejando en paz a los muertos, hay tres desaparecidos. Uno de ellos, registrado fotográficamente por una suerte loca, es el ciudadano Jhony Gómez, al cual apresó un fortachón llamado Eric Silva, que según la novela policial perteneció a la gendarmería tiempos atrás, pero que tiene un olfato de perro policial tan desarrollado que llegó a pasar justo en el momento en que debía actuar como sabueso, capturar a Gómez, encapucharlo muy consideradamente, esposarlo con delicadeza y llevarlo detenido. Gómez alcanzó a tomar un teléfono y gritarle a su mujer «Estoy en la PJ (Policía Judicial), al fondo, me van a matar».
¿Mataron a Gómez? ¿Mataron a Mata, su compañero de desdicha? ¿Dónde están? ¿Los tiraron a La Chocolatera, como lo hicieron ciertos militares el 3 de Junio del 59, después de la matanza ordenada por Camilo Ponce Enríquez?
Nada de esto se sabe. Y lo peor es que el Ojo de Águila, cercano a la FYBECA instalado a pedido del Alcalde Nebot, no ha visto nada. O talvez es ojo tuerto.
Pero en esta historia hay muchas cosas que rescatar. Una de ellas es la actitud de Dolores Guerra, joven mujer, atractiva y valiente, que tiene un nombre predestinado: Dolores en su cruz de esposa y madre, obligada a reconocer, pero con dignidad, los calzoncillos de su esposo desaparecido. Y Guerra, guerra infinita contra los dueños del poder, guerra implacable contra los que nos roban la familia, los hijos, la honra, el destino.
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