Los servicios secretos estadounidenses se han transformado en una institución de propaganda y de desinformación ante la opinión pública. Su principal objetivo parece ser -ya no solamente el clásico espionaje-, sino que su labor consiste además en hacer creer cosas y hechos inexistentes, que acomoden y encajen a los intereses del poder, para justificar su comportamiento.
El pasado 31 de marzo, la comisión presidencial de EE.UU. que examinó los datos de arsenales militares en Irak presentó un informe de 600 folios demostrando que las quince agencias de espionaje estadounidense, dotadas con un presupuesto de US$ 40.000 millones, metieron la pata al evaluar la presencia de armas de destrucción masiva en manos de Saddam Hussein.
Al igual que los expertos anteriores, encargados de calificar la actuación de los servicios de inteligencia, los miembros de esta comisión influyente detectaron múltiples fallos personales por parte de los dirigentes del espionaje norteamericano, así como las deficiencias de cooperación entre las estructuras que componen el enorme conglomerado de servicios secretos que tiene en su haber las mejores oportunidades y tecnologías de vanguardia. Sobra de todo, como se dice, pero el provecho es nulo.
Claro que es posible mejorar muchos aspectos como la estructura y la plantilla, meter más recursos, formar un nuevo Directorio de Inteligencia (HID) y cosas por el estilo. Las medidas propuestas van a surtir cierto efecto aunque el problema fundamental, a nuestro modo de ver, no está en ello.
El renombrado politólogo francés Emmanuel Todd, en su libro Después del imperio: Ensayo sobre la descomposición del sistema norteamericano, escribe que «la trayectoria estratégica de la superpotencia solitaria - errante y agresiva, parecida al andar de un borracho - podrá tener una explicación satisfactoria solamente si descubrimos las contradicciones no resueltas o no autorizadas con el sentimiento de la frustración y el miedo que emanan de ello».
Confiar en que lo haga la comisión presidencial es lo mismo que esperar a que caiga el maná del cielo. Los servicios de espionaje están para atender, con sus medios peculiares, las demandas de la elite gobernante.
¿Qué si la Casa Blanca quiere que Saddam Hussein tenga amplios arsenales de destrucción masiva? Pues, hala, la comunidad de espionaje estadounidense se lo va a proporcionar sin falta.
Y si resulta incómodo hacerlo todo por cuenta propia, tampoco es un problema: Tony Blair se encargará de elaborar sobre Irak, con las manos de John Scarlett, un informe tal que todos se quedarán alucinados. Scarlett va a recibir por su «obra maestra» el puesto de jefe del Comité de Inteligencia Conjunto, por cierto. Lo esencial es meterse en la pelea, pues nadie le juzga al ganador.
Es así como los «rumores estratégicos» -expresión que los profesionales del espionaje han acuñado para referirse a los datos primarios, no siempre convincentes ni que han sido comprobados en grado suficiente- se hacen pasar de forma intencionada por hechos sólidos y tendencias estables.
Muchas veces todo está muy a la vista pero sabemos desde hace tiempo que la enfermedad más difundida entre los hombres fuertes de este mundo es la miopía, que resulta de gran ayuda en la toma de decisiones cruciales. De manera inevitable, se hace un intento por adaptar a tales propósitos algunas instituciones internacionales, como UNSCOM en Irak por ejemplo, con la subsiguiente expulsión de los inspectores internacionales como efecto lógico.
Cuesta trabajo encontrar otro ejemplo más sorprendente del «tiro al talón propio», como solía expresarse Ronald Reagan, debido a la impresionante cantidad de espías estadounidenses que estaban infiltrados en el UNSCOM.
Con todo, no se dedicaban tanto a la búsqueda de armas de exterminio masivo en Irak, en beneficio de la comunidad internacional, como a la selección de los objetivos para la futura invasión norteamericana. Estaban ahí a cargo del presupuesto estadounidense, así que el dinero sobraba.
Otro truco reeditado en infinitas ocasiones es la aparición de un tránsfuga entrenado, con el apodo Curveball en este caso, quien «descubre» los mayores secretos de Saddam y confirma aquellas hipótesis que el general Tommy Franks debía usar como base para el plan de la operación iraquí por insistencia del jefe del Pentágono Donald Rumsfeld.
Es notorio que al final todo fracasó y fue necesario inventar otras justificaciones, más aproximadas a la verdad, para agredir a un país soberano.
Resumiendo, no creo que el informe de la comisión presidencial derive en algunos cambios radicales en lo que respecta a la actuación de las agencias de espionaje estadounidense. Lo más importante es abrir un tanto la válvula de escape y hacer una leve limpieza de fachada.
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