Frente a los motines del valle de Fergana, el presidente Karimov optó por la fuerza. Sin embargo la represión no puede acabar con tal revuelta, salvo que haga correr abundantemente la sangre, señala Alexei Makarkin, lo que Washington y Londres solo condenarán verbalmente, por lo vinculados que están a la dictadura.
Luego de haber deplorado la inacción y el totalitarismo de la China maoísta, los Estados Unidos se preocupan por el espectacular desarrollo político y económico de la China de Hu Jintao. Para los neoconservadores como Robert Kagan en el Washington Post, no hay lugar, en un mundo dominado por los Estados Unidos, para que surja una nueva gran potencia. Tarde o temprano, la confrontación será inevitable. Por lo tanto, preventivamente, hay que contener las ambiciones de Pekín. Para los europeos como Jérôme Monod, el consejero más cercano del presidente Chirac, por el contrario, la progresión espectacular de China es una buena noticia pues forma parte del reequilibrio del mundo sobre un principio multipolar. Por tanto, a su regreso de Boao, describe en el International Herald Tribune a este socio como animado de intenciones pacíficas, pero que si se les trata como enemigos, se les obligará a comportarse como tales.
En Uzbekistán, 23 comerciantes eran juzgados por su supuesta pertenencia a una organización terrorista islamista. En realidad se trataba de miembros de la cofradía de Akram Yuldashev, un intelectual favorable a la modernización económica, condenado a 17 años de prisión por islamista y detenido desde 1999. Sin esperar el veredicto, que era evidente, la población del valle de Fergana atacó la prisión, el 12 de mayo de 2005, para liberar a Akram Yuldashev y a sus amigos, dejando escapar de paso a más de 2 000 prisioneros. Luego, la multitud atacó la sede de la administración regional. El presidente Islam Karimov, llegado especialmente al lugar, dirigió en persona la represión que, por lo menos, causó 500 muertos en Andijan.
El historiador alemán Reinhard Krumm, quien vive hoy en Uzbekistán, asegura en el Tagesspiegel que la oposición es pacífica, mientras que la dictadura dice que es violenta. Samih Vaner, de la Fundación Francesa de Ciencias Políticas, añade en Le Figaro que esas acusaciones de islamismo no tienen ningún basamento. En Uzbekistán, la mayoría de las personas son musulmanas y, torturados, todos confiesan ser terroristas. Además, la reivindicación del califato es imaginaria, señala en la Gazeta Shirin Hunter, del CSIS. No hay candidato para la función de califa.
Por su parte, el embajador británico Craig Murray, quien pagó con su carrera su empecinamiento en denunciar los crímenes de Karimov, recuerda en el Guardian que ese régimen despótico es apoyado por la CIA y el MI-6 a los que subcontrata para las torturas. El diplomático había sido relevado de sus funciones por haberse indignado por esa situación y había persistido y logrado que le hicieran la autopsia en Escocia al cuerpo quemado de un opositor uzbeko.
El politólogo ruso Oleg Panfilov pronostica en Izvestia que el poder no logrará detener una rebelión que tiene sus raíces en el fracaso económico y en una represión de por sí terrible. Por último, Alexei Makarkin compara al Uzbekistán de Karimov con la Rumania de los Ceausescu. En la Gazeta, afirma que el dictador hará todo lo que esté a su alcance para aferrarse al poder y que puede lograrlo si hace correr la sangre. Por lo demás, no teme la reprobación de la comunidad internacional, dado que esta se coloca al lado de los Estados Unidos que le agradecen haberles dejado instalar sus bases militares en el territorio. Un punto de vista que confirman las explicaciones embarazosas del vocero de la Casa Blanca, al condenar las violencias, pero tratando de hacer recaer la responsabilidad en los manifestantes.
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