Estimo que sería útil determinar con sumo cuidado los elementos que condujeron a la mayoría de las francesas y franceses a decir «no» en el referendo sobre el Tratado que establece una Constitución para Europa (TCE). Este resultado ha sido obtenido democráticamente pero entender sus motivos permitirá limitar sus efectos nefastos para Francia y Europa, y evitar las falsas pistas a las que podría conducirnos una interpretación errónea de los resultados del voto, ejercicio por demás difícil ya que carecemos de estadísticas precisas sobre los motivos de los votos.
Señalemos ante todo que el «sí» se impuso en la mayoría de las grandes ciudades (con excepción de Marsella) y que el «no» lo hizo en las zonas rurales y en las ciudades medias. Observemos asimismo que la decisión de realizar un referendo era legítima. Si tenemos en cuenta lo que estaba en juego, esta opción implicaba riesgos pues la experiencia demuestra que las respuestas a un referendo están influidas por consideraciones ajenas a la pregunta formulada. La forma en que fue organizado el referendo acentuó el riesgo ya que la pregunta se complicó de forma inútil al enviar a los franceses un fascículo de 191 páginas que incluía 448 artículos, 36 protocolos y 50 declaraciones. Los franceses tomaron este envío como una agresión y consideraron a partir de ese momento que la Constitución era demasiado complicada. Por mi parte, estaba a favor de enviar solamente la parte específicamente constitutiva y la Carta de Derechos Fundamentales. La tercera parte, ya en aplicación, revistió sin embargo una importancia capital en el debate cuando en realidad la Convención sólo había trabajado en la primera parte. El «proyecto de tratado que instituía una Constitución para Europa», que entregué al Consejo Europeo reunido en Tesalónica el 20 de junio de 2003, sólo constaba de dos partes, la Constitución y la Carta, incluidas en un delgado fascículo. Este es el proyecto que contó con la aprobación de principio del Consejo Europeo. La tercera parte tenía como único objetivo garantizar la continuidad de las políticas aplicadas. Tan pronto como se añadió al tratado la tercera parte la vía del referendo dejaba de ser adecuada.
La impresión inicial de la Constitución que tuvieron los franceses fue positiva. El 60% la apoyaba en los momentos en que fue firmada en Roma y esta posición favorable al texto se mantuvo hasta febrero de 2005. Sin embargo, ese mes la coyuntura económica empeoró y la curva de confianza de los núcleos familiares se redujo al mismo tiempo que lo hacían las intenciones de votar por el «sí». Paralelamente, el nivel de popularidad de los grandes responsables políticos registró un descenso que se mantuvo inexorablemente de marzo a mayo. Además, algunos, tanto de izquierda como de derecha, utilizaron el referendo para sus ambiciones presidenciales en 2007. En medio de esta situación de desestabilización se inicia la campaña, ya desviada de su objetivo. Tomados por sorpresa, los partidarios del «sí» carecían de estrategia para defenderlo.
Jean-Pierre Raffarin se presentó entonces como el jefe de la campaña de explicación del TCE y aumentó los riesgos del voto de sanción. Como consecuencia de los pérfidos argumentos de los partidarios del «no», hasta último momento no se concedió prioridad al desafío esencial, ratificar la Constitución como tal, sino al papel de los protagonistas con relación a esta ratificación. Los partidarios del Tratado fueron incapaces de renovar el sueño de Europa, arruinado luego de 15 años de responsabilizar a Bruselas de los problemas nacionales. Los defensores del «no» recurrieron a un método diferente: la táctica del acoso, que consistía en golpear allí donde se pensaba que se podía hacer daño sin preocuparse por la exactitud de lo que se afirmaba. Sus argumentos sobre una posible renegociación y sobre la naturaleza ultraliberal del proyecto fueron devastadores. Los franceses de buena fe fueron engañados pero todavía no lo saben.
En realidad, durante la campaña no se puso en tela de juicio la parte propiamente constituyente. Tampoco se formuló una propuesta alternativa. Con relación a la segunda parte, la Carta de Derechos Fundamentales, la campaña en Internet fue dirigida por lo general por personas de inclinación izquierdista que temen determinadas interpretaciones del texto. Sin embargo, fue el ala izquierda de la Convención la que más insistió en incluir esos elementos. La artillería de los adversarios se concentró finalmente en la tercera parte, objeto del intercambio de argumentos. Extraño debate, casi surrealista ya que, lo repito, ese texto no es más que un medio jurídico que permite seguir aplicando las políticas de la Unión, decididas por los tratados anteriores que sólo pueden ser modificados por unanimidad y que no son renegociables. ¿Qué estaba en juego en esta curiosa argumentación? ¿Era preciso reabrir la negociación de los tratados anteriores? Nadie pidió eso en realidad en Francia. En otras partes, el asunto no le interesa a nadie. De esta forma, y eso es lo asombroso, la parte esencial del proyecto de Constitución salió en el fondo indemne de la campaña del referendo.
Los motivos del «no» fueron descritos por los comentaristas: el voto de sanción al poder, el desempleo, el rechazo a la competencia, el temor a las deslocalizaciones y a las ampliaciones y, al final, la dificultad de comprensión del texto constitucional. Pero si queremos entender bien lo sucedido hay que ir más lejos. Fueron necesarios menos de tres meses para transformar una amplia aprobación en rechazo masivo. En el centro de este cambio están la desconfianza y el miedo. Los franceses están sometidos a la globalización y a la competencia. En ese contexto, Europa es vista como una amenaza, sobre todo después de su ampliación. A este miedo se añade la desconfianza con relación a los dirigentes de toda calaña. El elector de base se siente víctima de una conjura en la que nadie le consulta o tiene en cuenta su voto. De ahí la necesidad de un «no» fuerte, para finalmente hacerse entender. Este miedo y esta desconfianza son ejercidos contra los dirigentes europeos quienes son vistos como personas que quieren desmembrar el modelo social francés. También los encontramos presentes cuando se trata de la ampliación, considerada como un riesgo para los derechos sociales. La desconfianza se transforma incluso en cólera en cuanto a la posibilidad de la adhesión de Turquía. En esas condiciones, el «no» pareció más protector que el «sí».
Este resultado es también preocupante en lo que se refiere a la división en estratos de la sociedad francesa. Los partidarios del «no» se mostraron insensibles a los argumentos del «sí». Observamos que mientras menos importante era el diploma más fuerte era el voto por el «no». El diálogo vertical, indispensable para un buen funcionamiento democrático y para el movimiento de promoción interna del tejido social, cedió la plaza a una separación que alimenta el antielitismo. Y la observación más preocupante: los electores jóvenes votaron de forma masiva por el «no». Por primera vez en la historia política europea los jóvenes escogen el cierre. Esta reflexión sobre el voto estaría incompleta sin el reconocimiento al 45% de los electores que votaron a favor de la Constitución. Su voto no era fácil ya que se enmarcaba en una tendencia contraria. Supieron mantenerse firmes ante los argumentos xenófobos de los partidarios del «no». Incluso cuando sólo llegaron a constituir una minoría, una amplia minoría, esta constituye una base sólida en la que podrá apoyarse cualquier política activa de reactivación de Francia.
El voto francés es un verdadero desastre. Refuerza la imagen negativa de Francia en Europa. ¿Cómo creer que 24 países aceptarán renegociar un tratado que firmaron con nosotros y que aceptarán demandas que a nosotros mismos nos cuesta trabajo definir? Volveremos al Tratado de Niza y a su aberrante funcionamiento. Probablemente sea más grave el hecho de que alemanes y franceses ofrecieron, por primera vez desde hace cincuenta años, respuestas contrarias a la misma pregunta. Lo que más pesar me causó fue el resultado. El «no» de Francia y Holanda liberó todas las fuerzas centrífugas de Europa. Si cada uno se contentara con defender los intereses de su país en Bruselas, ¿de dónde provendrá el impulso necesario para organizar el continente europeo? ¡Este estado de cosas no desagrada a todo el mundo! Mientras que el Tratado Constitucional había sido finalmente aceptado por todos nuestros socios, incluso por aquellos que se habían mostrado más reticentes en los inicios, como Gran Bretaña y algunos países escandinavos, nuestro «no» les abre un nuevo espacio de maniobra. Hay que alegrarse sin embargo de la forma mesurada en que Tony Blair aplazó el referendo en su país. Blair no pierde las esperanzas de que el Tratado llegue a resultados favorables.
Desde el inicio, todos sabíamos que existía el riesgo de que el proyecto de tratado constitucional no fuera ratificado por uno o varios Estados. En realidad, nadie pudo pensar que este sería el caso de Francia. El artículo 442 del Tratado previó una situación semejante. Si en noviembre de 2006 las cuatro quintas partes de los Estados miembros han ratificado el Tratado y uno o varios Estados han tenido dificultades para hacerlo, el Consejo Europeo se encargará del asunto. Será entonces posible volver a evaluar el Tratado y hacer entender a Francia que debe renunciar a sus quimeras de renegociación. La pasión, alimentada por el miedo y la desconfianza con respecto al poder, pudo más que la razón. Las pasiones son legítimas. Pero la razón sabe esperar...
«Réflexions sur la crise de l’opinion à l’égard de l’Europe», por Valéry Giscard d’Estaing, Le Monde, 15 de junio de 2005.
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