En el proceso de negociaciones simbólicas que va constituyendo una cultura nacional, las exposiciones con sus estrategias de selección trazaron un camino que conducía a la definición de valores culturales diferenciados -como el coleccionismo- y contribuyeron a la consolidación de "comunidades imaginadas" (Benedict Anderson).

En este sentido, la implementación de las ferias industriales y la fundación de los museos han actuado como instituciones mediadoras entre las fuerzas económicas y sociales que posibilitaron la definición de una elite capaz de ofrecer los signos identitarios de una conciencia nacional y moderna.

En el siglo XIX, el modelo del estado-nación a fundar requería una compleja división del trabajo y una cultura compartida, acuñada más allá del orden familiar y de los espacios destinados a la educación. Además de la labor de lo escriturario, el campo visual de las estrategias expositivas configura representaciones sociales porque distribuye lugares de poder por medio de mecanismos de selección que visibilizan unos rasgos mientras ocultan otros. Las exposiciones forman parte del proyecto moderno de "invención de la tradición" (Eric Hobsbawn) como del diseño de nuevos modelos asociados al progreso.

El modelo expositivo de las grandes ferias internacionales, instaurado sobre todo en 1851 con la primera Exposición universal de Londres y la creación del Palacio de cristal, fue forjándose de manera paralela al campo museológico y su procedimiento narrativo de recontextualización permitió construir narrativas fundacionales en la medida en que organizaba sentidos en una discursividad "nueva", por medio de la visibilidad de algunos registros por sobre otros.

Las exposiciones representan el escenario propicio para agrupar aquellos elementos culturales -relacionados con la producción económica y artística- que debían definir la nueva nación. En América Latina, como en Venezuela, los artistas participaron activamente en estos primeros eventos que asumieron características de espectáculos multitudinarios y que tuvieron su coronación local en 1883, con la Exposición Nacional que conmemoraba el Centenario del Natalicio de Simón Bolívar, organizada por el gobierno de Antonio Guzmán Blanco.

Estas primeras experiencias, anteriores a la activación de los museos de arte, reunían elementos de diversa índole como objetos del Libertador, maquinarias modernas de la época y obras de arte, y contribuyeron a "deshistorizar" la historia local, seleccionando los pasajes heroicos dignos de celebrar para la posterioridad, en los cuales era casi inexistente la representación de los indígenas o de los grupos sociales de origen popular, salvo casos excepcionales, como la obra La muerte de Guaicaipuro de Manuel Cruz.

La exposición, como mecanismo cultural que organiza y jerarquiza discursividades, fue uno de los instrumentos idóneos para articular materialidades simbólicas capaces de perfilar la nueva nación orientada hacia el progreso material y espiritual, e ir creando campos de sentido específicos, como el arte que a principios del siglo XX ha adquirido una visible autonomía.

El primer museo creado en el país fue el "Museo nacional", en 1874, bajo el guzmanato y fue abierto al público en el edificio de la antigua Universidad Central de Venezuela. Al igual que en otros países latinoamericanos, en sus comienzos no presentaba un perfil específico y reunía tanto la "historia natural" como la "historia patria" (Massiani, 1977: 64), de la misma manera que se organizaban las exposiciones industriales.

Su primer director fue Adolfo Ernst, naturalista que actuó también como cronista de la exposición nacional mencionada. En 1911 se produjo una escisión y la historia patria constituyó el Museo bolivariano. En 1917 fue creado el Museo de Arqueología e Historia Natural que albergó la colección naturalista y solamente hasta 1936 tuvo una sede definitiva, que es el actual Museo de Ciencias. Ese mismo año, en 1917 se decretó la creación del Museo de Bellas Artes que fue fundado en 1938, frente al Museo de Ciencias, siguiendo las pautas de los demás museos en América Latina, concebidos en espacios centrales de la ciudad, rodeados de parques o jardines y dentro del estilo arquitectónico ecléctico del siglo XIX, con fuerte tendencia al neoclasicismo.

La creación del Museo de Bellas Artes venía a representar la culminación de un proyecto de la elite criolla que aspiraba crear su imaginario iconográfico visual de la historia local, ampliar el público y el interés por el arte culto. Se concretaba así el deseo de consolidar un arte nacional con la estructura de un sistema de las artes sofisticado y complejo, según el modelo europeo. Se recomponía socialmente una clase burguesa con aires aristócratas y a la vez, se remozaba la ciudad porque el proyecto incluía la creación del Parque Los Caobos.

El museo como institución que "visibiliza" un orden por medio de estrategias selectivas de descontextualización, responde a las exigencias de estas nuevas sociedades: la construcción de la memoria histórica reciente, el registro de la realidad natural y, por supuesto, la representación artística capaz de registrar los nuevos valores sociales.

El museo, como parte del sistema del arte moderno, se convierte en una máquina de guerra -siguiendo a Deleuze y Guattari- destinada a producir una visión de totalidad estética por sobre las diferencias y residuos perturbadores. Jean-Louis Déotte define claramente el poder al cual se orienta esta institución con sus mecanismos de abstracción y descontextualización: "Y el museo, en tanto es un sistema de representación, pertenece a esta ideología del poder, en primer lugar, constituyendo el espacio histórico en que el público más amplio puede acceder a las imágenes en las que este poder se reconoce y sobre las cuales funda su legitimidad cultural" (Déotte, 1998: 71).

La trayectoria expositiva a lo largo del siglo XIX, además de "legitimar la prosperidad" (Hobsbawm, 2002: 282), permitió ir instaurando la división del trabajo que fundaría, con la creación del Museo de Bellas Artes, una institucionalidad especializada que ponía a Venezuela en una relación vis a vis con la cultura artística europea, pues la creación de las colecciones, con las mismas obras que fueron exhibiéndose a lo largo de este recorrido, logró la apropiación de un acervo considerado "universal", mientras se definían los parámetros de lo culto separado de lo popular.

La historia del Museo de Bellas Artes o de los museos de arte en general en nuestro país, como sistema de representación (Jean-Louis Déotte) o dispositivo disciplinatorio (Beatriz González Stephan), está por hacerse pues hasta ahora contamos solamente con narrativas concentradas en la caracterización de sus objetos como entes autónomos.

En general, el diseño de las políticas programáticas de nuestros museos nacionales, ha favorecido la noción de patrimonio "tangible", instituido según el tradicional sistema moderno del arte -como dimensión autónoma-, siguiendo las pautas que han constituido los museos europeos, asumiendo así una realidad teórica y práctica exógena. Se privilegia lo cultural o lo artístico incluso, como un bien y servicio, es decir, como un recurso capaz de ser medido y por ello, finalmente se ha hecho énfasis en el archivo, dejando de lado otros objetivos como "investigar".

Ni siquiera la creación del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas en los años 70 logró activar una dinámica de intercambio que permitiera estimular una reflexión crítica hacia el interior de la producción local, aunque se presentaba como la posibilidad de dialogar directamente con el escenario artístico internacional más crítico y cuestionador del arte como sistema autónomo y excluyente. Este distanciamiento de la investigación sistemática de lo "contemporáneo" y su vinculación con lo social se percibe en sus parámetros de coleccionismo que cuenta con escasos ejemplos de las propuestas más osadas y conscientes de actuar de manera política frente al sistema.

En general, la investigación en los museos ha estado más orientada hacia el estudio de las colecciones y han sido pocos los intentos de elaborar lecturas que establezcan conexiones con la realidad sociocultural más allá de los problemas propios de las obras como objetos autónomos. Esta estrategia inherente de los museos -la descontextualización- junto al creciente auge del mercado de bienes culturales que privilegia la cultura como recurso, han contribuido a estimular la "desnacionalización de la cultura venezolana" (1).

Hoy en día, cuando la museología cuenta con muy buena salud a pesar de la revisión apocalíptica elaborada por el postestructuralismo que ha evidenciado su rol como sistema de poder, resulta urgente redefinir las políticas museológicas para no continuar reproduciendo la descontextualización de la materialidad cultural.

Parece urgente estudiar de manera crítica la labor museológica a lo largo del siglo XX con el objetivo de evaluar su alcance en la emergencia, afirmación, reproducción o resistencia a modelos más integradores. En general el esfuerzo por ampliar el radio de acción del sistema del arte ha respondido más a iniciativas particulares que a políticas previamente definidas.

Las experiencias artísticas ejercidas fuera de los marcos institucionales -como el Techo de la Ballena en los años 60 y el trabajo de algunos artistas conceptuales como Claudio Perna activos en los años 70- abrieron camino para que en los años 80 se despertara el interés institucional por promover el llamado "arte no-convencional", según se observó con la promoción del programa Acciones en la plaza, por mencionar uno de las experiencias más significativas en esta materia.

Durante la década de los 90 fuimos testigos de esfuerzos curatoriales revisionistas que prometían una ampliación del campo y se presentaron las exposiciones: Los 80. Panorama de las Artes Visuales en Venezuela (GAN, 1990),
La década prodigiosa. El arte venezolano en los años 60 (MBA, 1995), y La invención de la continuidad (GAN, 1997), y sin embargo, se reforzó el modelo canónico que valora la obra de arte como objeto contemplativo, original, único y trascendente, producto del trabajo de un "artista" con trayectoria reconocida en el campo.

El reconocimiento de los agentes más transgresores, activos desde mediados del siglo XX, ha sido a posteriori y en muchos casos sus propuestas no han ingresado a formar parte de las colecciones institucionales, lo cual lleva a pensar que se sigue privilegiando la obra como objeto coleccionable o museable, capaz de ser fácilmente sometida a una puesta en escena frente al público. Por ejemplo, los documentos de las acciones prácticamente no forman parte del acervo museístico y más bien han sido apreciados por algunos coleccionistas privados que han reconocido su importancia como ejercicio crítico del propio sistema del arte.

El valor de las prácticas culturales o de la "cultura" se mide a partir de las estadísticas que arrojan anualmente las instituciones existentes, sobre todo en lo relativo a la audiencia. A mayor número de público asistente, más se justifica una asignación presupuestaria. A la vez, muchas instituciones han debido incrementar sus nóminas para responder a esta relación oferta/demanda con campañas de promoción cada vez más complejas lo cual implica minimizar el presupuesto para la investigación.

Frente a estas luchas emerge el interés por la autogestión que debe también inscribirse en una perspectiva productivista, que reafirma lo cultural como recurso o servicio.

Finalmente la inversión del estado termina asumiendo la contradicción de estimular la cultura del espectáculo, que bien desarrollan las industrias culturales masivas -como el cine, la televisión y las instituciones privadas en general- dejando de lado sus objetivos más centrados en estimular la integración latinoamericana desde una mirada contextualizada históricamente.

¿Cómo diseñar políticas culturales dentro de programas de justicia social si los parámetros para medir el alcance de lo cultural son indicadores económicos? ¿Cómo medir la capacidad de sentido crítico, integracionista y de ciudadanía solidaria o de disfrute? En su libro El recurso de la cultura, George Yúdice advierte del proceso paulatino de valorar lo cultural con parámetros economicistas porque nos enfrenta a una "culturalización de la economía" que reafirma la medición de lo cultural desde su utilidad.

Este modelo productivista dificulta la posibilidad de instaurar criterios valorativos del alcance social de lo cultural y desmoviliza todo tipo de sentido crítico, de pertenencia o de goce asociado a la vivencia local.

Hoy en día, cuando se piensa en la constitución de museos comunitarios o de historia, capaces de registrar las memorias olvidadas y en pugna con una tradición hegemónica eurocéntrica, se deben tomar en cuenta los avatares que ha experimentado la museología en la renovación de sus mecanismos -el modelo expositivo y de coleccionismo- y a la vez, asumir el reto de redefinir los museos existentes como espacios de controversia y de ejercicio crítico donde se activen mecanismos socializadores y de negociaciones simbólicas en un amplio sentido.

En estos tiempos de conciencia de cambio se impone una revisión crítica de nuestra historia que incluye los parámetros de nuestras políticas culturales como producción de sentido y no solamente como recurso.

Bibliografía

Anderson, Benedict (1993): Comunidades imaginadas, México: Fondo de Cultura Económica, 1ª edición en español.
Déotte, Jean-Louis (1998): Catátrofe y olvido. Las ruinas, Europa, El Museo, Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio.

Hobsbawm, Eric (2002 [1983]): La invención de la tradición, Barcelona: Editorial Crítica.
Massiani, Felipe A. (1977): La política cultural en Venezuela, Caracas, Unesco.

Sanoja, Mario e Iraida Vargas (2004): Razones para una revolución, Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana.
Yúdice, George (2002): El recurso de la cultura. Uso de la cultura en la era global, Barcelona: Editorial Gedisa.

Término acuñado por Mario Sanoja e Iraida Vargas cuando abordan la cultura como estrategia política. Cfr. Mario Sanoja e Iraida Vargas, 2004.