La división de la coalición naranja en Ucrania es un duro golpe para todos los que veían en este movimiento la punta de lanza de una reorientación política «occidental» de la región. Yulia Tymoshenko se esfuerza por limitar los daños causados a la imagen de la revolución naranja en la opinión pública occidental. Esto tiene mucha mayor importancia por cuanto esta operación debería servir de modelo a las demás repúblicas ex soviéticas, con Rusia 2008 en la mirilla.
La división de la coalición naranja en Ucrania es un duro golpe para todos los que veían en este movimiento la punta de lanza de una reorientación política «occidental» de la región. Por otra parte, la reciente revelación del financiamiento de la campaña del presidente Yushchenko por parte del oligarca ruso Boris Berezovski podría conducir, teóricamente, a una invalidación de las elecciones presidenciales de enero de 2005 y a la dimisión del Presidente. Este fracaso, menos de un año después de la «revolución naranja» podría tener un impacto negativo en las legislativas de 2006.
En Vremya Novostyey, de Kiev, Piotr Simonenko, primer secretario del Partido Comunista Ucraniano, atempera toda esta agitación. En su opinión, no se trata más que de una nueva fase del plan geopolítico imaginado en el exterior del país durante la formación del poder «naranja». La estrategia de situar a la primera ministra destituida, Yulia Tymoshenko, en la piel de una opositora, permite presentar una candidata «naranja» que no tendrá que asumir el fracaso de la política implementada. Así, habiendo captado los votos leales y disidentes en 2006, los naranjistas se unirán nuevamente después de las elecciones. Considera que se trata de un conflicto entre grupos financieros que terminarán por reconciliarse cuando sus intereses económicos lo exijan. Una vez obtenida la mayoría parlamentaria, sus representantes trabajarán para incorporarse a la OTAN y a la OMC e intensificarán la colaboración del GUAM [Georgia, Ucrania, Azerbaiyán y Moldavia] contra Rusia.
Por su parte, en Novyie Izvestia, de Kiev, el ex primer ministro ucraniano, Leonid Kravchuk, fuente de la revelación sobre el financiamiento de la campaña de Yushchenko, atempera igualmente las consecuencias de este asunto. Si bien desacredita un movimiento que se pretendía limpio, el procedimiento de impeachment tiene pocas oportunidades de dar resultado. Es de la opinión de que estos conflictos entre primer ministro y presidente se inscriben en la tradición política del país y no tienen consecuencias, pues las relaciones terminan por normalizarse entre ambas partes.
El diario conservador francés Le Figaro da la palabra a la principal interesada, la multimillonaria ucraniana Yulia Tymoshenko, ex primera ministra de Ucrania y dirigente del Partido de la Madre Patria, quien se empeña en tranquilizar a los partidarios del campo «naranja»: la revolución democrática no está muerta, incluso si el nuevo gobierno nombrado por el presidente Yushchenko está más próximo del antiguo régimen Kuchma. Para las elecciones de marzo de 2006 Yulia Tymoshenko se sitúa en el campo de la oposición, aunque en temas como la integración a la OMC su partido apoyará al gobierno. Sin embargo, para ella, lo principal es que las tensiones políticas en Ucrania no atenten contra la imagen de la revolución naranja en Occidente. La moderación de sus palabras en dirección de los lectores no rusoparlantes contrasta de manera singular con el tono que ha adoptado en la prensa ucraniana durante estas últimas semanas. Es evidente que se trata de minimizar la crisis en el exterior y tranquilizar a quienes ostentan el poder tutelar en Occidente.
La misma línea defienden Stephen J. Flanagan y Eugene Rumor, del Institute for National Strategic Studies, en el International Herald Tribune. Si bien la crisis política en Ucrania es decepcionante para los que habían creído en la revolución naranja, no debe perderse la paciencia y debe analizarse según el camino recorrido desde 1991. No es porque el nuevo primer ministro ucraniano llame a mejorar las relaciones con Rusia que hay que alarmarse y pensar que el país se aleja de Occidente. Ucrania es un buen alumno atlantista que se aleja de Rusia para estrechar relaciones con Estados Unidos, la OTAN, la Unión Europea y participa en la guerra de Irak. Eso es lo que cuenta.
Es también la actitud para con Rusia lo que preocupa a Andrei Piontkovsky, analista del Hudson Institute, en el Washington Times, diario muy apreciado por los neoconservadores estadounidenses. Considera que las relaciones entre Estados Unidos y Rusia han alcanzado un nivel de desequilibrio nunca antes visto desde Yalta en 1945 y pone como prueba la actitud «obsequiosa» del presidente Bush para con el presidente Putin, mientras que éste se mostrara escandalosamente «arrogante» según el autor. Aprovechando el superdespliegue norteamericano en Irak y la reconstrucción después del huracán Katrina, Vladimir Putin mueve los peones de su estrategia antinorteamericana. Reclama la retirada de las tropas extranjeras de Irak, ayuda a quienes se oponen a las bases norteamericanas en el Cáucaso y apoya a los países «no amistosos» como Irán o China. Para el autor, esta estrategia no es buena, ni para Rusia ni para Estados Unidos. A buen entendedor… Hay que ir pensando en la sucesión de Putin.
Y precisamente Christopher Walker, director docente en la Freedom House, laboratorio de propaganda política dirigido hasta hace poco por el ex director de la CIA James Woolsey, se interroga en el International Herald Tribune sobre el «problema 2008» en Rusia. Considerando que Vladimir Putin llegó al poder de forma dudosa, al autor le preocupa lo que éste hará al término de su último mandato. Hasta 2008, habrá diez escrutinios importantes en la ex área soviética. Ahora bien, Walker comprueba una ausencia de mecanismos de sucesión democrática en esta misma área, donde pocos presidentes han abandonado el poder voluntariamente. Para él, el Kremlin ha iniciado ya la campaña al trabajar por eliminar a los potenciales rivales con la ayuda del arma judicial y apoyándose en una prensa complaciente. Por lo tanto hay que movilizarse para evitar un escrutinio falseado y para que las elecciones sean libres, lo que equivale a decir que sería deseable que Putin no fuera reelecto en 2008 y que hay que trabajar en la organización de una «revolución coloreada».
Para alcanzar este objetivo, Estados Unidos puede contar con el activismo de militantes expertos como el ucraniano Serguei Taran, quien fuera una de las figuras cimeras del movimiento estudiantil Pora, actor principal de la «revolución naranja». Interrogado por Deutsche Welle, la radio alemana para el extranjero, Serguei Taran presenta el instituto por él fundado y cuyo objetivo es exportar la «democracia» a los países de la zona. Basándose en una red pretendidamente informal –que olvida precisar que es financiada en secreto por la rama ucraniana de la Open Society Institute, de George Soros– Taran pretende aplicar a países como Azerbaiyán o Bielorrusia los métodos de insurrección cívica no violenta que ya mostraron su validez en Georgia o Ucrania. La entrevista no aborda los desafíos e implicaciones geopolíticas de su acción, pero Taran da muestras de una ingenuidad un tanto sospechosa, tratándose de un doctor en ciencias políticas de la Duke University. Defiende la acción de su instituto como animado por la simple voluntad de «salvar al mundo» y «ayudar a construir un mundo mejor». Es su corazón el que se lo ordena.
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