Hace apenas unos días, el mundo pudo ver como en Ceuta y Melilla, ciudadelas avanzadas de una Europa fortificada, se rechazaba violentamente a los africanos que pretendían ingresar allí como primera escala hacia el continente ansiado
Alambres de púas, palos, ninguna contemplación. Del otro lado de la cerca, Marruecos contribuyó a la cacería humana. En el mundo de la libre circulación de capitales y bienes, las vallas se alzan frente a las personas.
La libertad, como siempre, cambia de parámetros de acuerdo a la extracción social, empeorando la cosa cuando las barreras tienen como pretexto visible la posesión o no de ciudadanía, el color de la piel, la religión, o todos esos factores a la vez. Y los antiguos imperios coloniales se oponen a sangre y fuego a compartir con los antiguos sometidos y esclavizados ninguna porción de su prosperidad.
Pero ahora la cosa es bien dentro del continente que aspira a ser la condensación de milenios de cultura y civilización, más aún, es en París, la ciudad que desde hace no menos de tres siglos funge como meca de la Ilustración, las avanzadas artísticas y la elegancia en todas sus expresiones. Los que protestan son los relegados a los suburbios, los habitantes de esas lóbregas torres de vivienda social, las que tan bien describieran y analizaran Bourdieu y Loic Wacquant en algunas secciones de su obra La miseria del mundo.
Son hijos e incluso nietos de los que peregrinaron al Imperio desde las antiguas colonias. El capitalismo de la producción en masa y del empleo intensivo atrajo a padres y abuelos, el de la “flexibilización” y el “mundo globalizado” los relega a la desocupación y a la miseria. Se han lanzado a las calles luego de ser discriminados en escuelas y empleos durante décadas, y estigmatizados por la extrema derecha desde hace demasiado tiempo.
Bajo un ministro del Interior que quiere proyectarse como competidor de Le Pen, eran últimamente objeto de renovados insultos y de persecuciones policiales intensificadas. La semana que pasó murieron dos jóvenes electrocutados mientras los perseguía la policía y una mezquita fue atacada con gases lacrimógenos. Las cadenas de abusos desde arriba suelen dar lugar a un ¡basta¡ repentino, anónimo, incontenible. Lo mismo ocurrió esta vez. Queman y rompen con la violencia de la desesperación, con la rabia del que es privado de un lugar en el mundo; sin más organización que la aprendida en la marginalidad cotidiana. Muchos aluden hoy a la confesión islámica de la mayoría de los jóvenes rebeldes, para poder teñir de “guerra entre civilizaciones” o mejor aun de “terrorismo” al movimiento de protestas...
Pero no, el encadenamiento de causas va por otro lado. Desde el viejo imperio colonial hasta el racismo, con el omnipresente telón de fondo de la explotación y alienación capitalista, de un orden social que convierte a los hombres y mujeres de la periferia en mercancía comprada por un salario, y pretende arrojarlos al basurero cuando la demanda de mano de obra barata desciende, o los adelantos técnicos permiten ir a buscar los bajos salarios a otras latitudes.
Justamente de basura desechable ha tratado Sarkosy a los jóvenes pobres de las afueras, jugando a “naturalizar” las peores lacras del sistema. ¡Francia para los franceses¡ sólo le falta gritar, para intentar captar la ira descaminada de otros “perdedores”, los que creen que la piel más clara y la ciudadanía más antigua los convierte en enemigos de sus congéneres de ancestros norafricanos. Pero la crisis de todo un sistema social, la incoherencia cada vez más evidente entre sus prácticas y los principios que dice sustentar, no se solucionan con tácticas discursivas ni trucos electorales.
Los poderosos de los países más ricos exhiben con frecuencia creciente su desconcierto, su incapacidad para manejar situaciones desatadas por la propia lógica de un capitalismo crecientemente anárquico y renovadamente despiadado. Cosa similar le ocurre al “hermano mayor” Bush, que puede llevar la guerra a todos los continentes pero se reveló incapaz de enviar ayuda a los pobres de su propio país. Los ampliados “sótanos” de sociedades en las que unos pocos bloques de vivienda (o una delgada línea fronteriza) separan el hiperconsumo y la ultramodernidad de la miseria o la desintegración, se hallan crujiendo, con una frecuencia e intensidad que parecen incrementarse geométricamente.
Por eso aquí abajo; en este “abajo” globalizado y omnipresente que con diferentes encarnaciones habita desde las calles oscuras de New York a las aldeas del Africa central, nos indignan pero no nos sorprenden los alambres de púa de Melilla; los desamparados del Katrina, los civiles masacrados en Iraq. Y los autos ardiendo en las cités parisinas o los trenes convertidos en cenizas en las afueras de Buenos Aires nos parecen reacciones justas en el fondo, frente a una podredumbre de desigualdad e injusticia, de similar sustancia en cualquier latitud.
Aquí, allá, en todas partes, el desafío es hallar la forma más eficaz de luchar contra la regresión brutal que se expande so capa de civilización. Todo indica que la historia no ha terminado, que las ideologías no han muerto, que ni siquiera era cierto que la vieja lucha de clases era un anacronismo, el olvidado leit motiv de un pensador del siglo XIX.
Una mujer, trasterrada de Polonia a Alemania y asesinada por gendarmes de la reacción, enseñaba, en los en apariencia tan lejanos comienzos del siglo XX, que el futuro de la humanidad sólo podía ser el socialismo o la barbarie. Esta última se está apoderando del mundo a pasos agigantados, de la mano del rampante capitalismo de las grandes corporaciones y de estados cada vez menos democráticos, menguante incluso su respeto por las reglas más elementales del liberalismo político. Sería de cobardes no aprestarse a explorar otros caminos.
Manténgase en contacto
Síganos en las redes sociales
Subscribe to weekly newsletter