El Acto Legislativo No. 1 de 2003 mediante el cual se reformó el sistema electoral colombiano, está produciendo desde ahora una serie de transformaciones en la política colombiana, más allá de la tradicional especulación santanderista que ocasiona toda modificación jurídica. O más exactamente: las está facilitando; particularmente en lo que se suele llamar Izquierda. Entre otros cambios se puede mencionar el establecimiento del umbral, calculado hasta ahora en aproximadamente 200.000 votos en el caso del Senado (2% de los votos válidos), y por debajo del cual un partido no tendría acceso a dicha corporación. (Para la Cámara es el 50% del cuociente electoral). El objetivo fue eliminar la multiplicidad de movimientos políticos con “lista”, hoy en día setenta, obligándolos a desaparecer o a sumarse. Se supone que, en adelante, según los resultados históricos, no pasarían de nueve. Y, por otra parte, la cifra repartidora que se propone hacer que cada curul cueste lo mismo en términos de votos y no como hoy en que un senador puede haber llegado, por ejemplo, con el triple de los votos que otro.
La primera consecuencia, para la llamada izquierda, consiste en que está obligada a unirse. Si el PDI surgió del agrupamiento de Congresistas hoy en ejercicio, arrastrando a sus electores, en adelante el agrupamiento ha de ser previo a la confección de la lista. Es más, si se quiere un buen resultado –algunos lo calculan entre 800.000 y un millón de votos, para quince curules en el Senado – tiene que unirse con Alternativa Democrática que agrupa movimientos, actualmente con representación, o sin ella. Para el Uribismo, en sus diversas vertientes, existen problemas similares, igual que para el partido Liberal que, de unificarse, resultaría ganancioso. [1]
Estos últimos, por supuesto, no nos interesan por ahora. Volviendo a la izquierda, cabe anotar que en la Cámara, dado el carácter regional de las circunscripciones y la mayor eficacia del clientelismo, los resultados previsibles no son tan halagüeños. En todo caso, lo más importante serían los efectos nacionales, tanto en la campaña presidencial como en la supuesta creación de partidos.
Una flor de invernadero
No deja de ser triste, sin embargo, que la creación de un Partido de izquierda, y la unidad, que muchos han soñado y reclamado repetidamente, sean apenas el resultado de una exigencia de la mecánica electoral. En ese sentido, igual que en el Liberalismo, la construcción de dicho partido no correspondería a la consolidación de un proyecto ideológico y político, a menos que éste sea un resultado a posteriori. Es más, la exigencia externa de unidad obligaría a poner entre paréntesis el debate ideológico, hoy tan necesario. La compensación que se ha sugerido es la de culminar en un partido o movimiento “federal” en el que se mantendrían las fracciones organizadas.
En el mundo del pragmatismo político, las implicaciones de las consignas y las acciones no terminan de dar sorpresas. Para empezar, es claro que el polo de atracción sería el PDI. Es éste el que existe en el escenario gracias a los medios masivos de comunicación. Para la mayoría de los que se interesan por el tema (que no son muchos en el país), Alternativa Democrática, incluyendo al Senador y candidato Carlos Gaviria, es la misma cosa. Téngase en cuenta que una parte de los fundadores del Frente Social y Político (eje de Alternativa), comenzando por Lucho Garzón, lo fue también del PDI, dando la idea de que éste era la continuación del anterior. A los grupos de Alternativa no les quedaría más que adherir, en un proceso en el cual sólo podrían regatear las condiciones de la adhesión. No cuenta por lo tanto el proyecto político sino la imagen. Esto demuestra – y sirve de una vez para demoler las ilusiones electorales – que lo fundamental en la época contemporánea es el poder de los medios de comunicación los cuales, no sólo fabrican los personajes, sino que definen los temas de discusión y elaboran las agendas.
De la táctica sin estrategia
Lo difuso del programa no es, por supuesto, en este orden de ideas, un problema sino, por el contrario, una ventaja. Se construye la imagen de una alternativa al bipartidismo y al uribismo, casi por definición, por autoproclamación, sin necesidad de sustentarlo. Y, a pesar de la guerra y del régimen autoritario en el que se vive, se incuba, incluso, la ilusión de la victoria. La cuota inicial, que demostraría la transformación democrática del país, serían los gobiernos de izquierda en Bogotá, en el Valle y probablemente en otras localidades. En coherencia con lo explicado anteriormente, habría una suerte de dialéctica virtuosa entre las elecciones a Congreso y las de Presidente. La lógica es más o menos la siguiente: Una lista victoriosa en las elecciones de marzo que, a la vez, permitirían definir el candidato único de izquierda a través de la consulta, sería un hecho político definitivo. Mostraría que hay una alternativa viable y que el uribismo no es invulnerable.
Este resultado permite además adelantar el siguiente paso (aunque es simultáneo) que consiste en articular una alianza estratégica. Obviamente, se trata del partido liberal. La discusión ahora se ha reducido a definir si se debe concentrar esfuerzos en la segunda vuelta o si, ante el peligro de que Uribe gane en la primera (más de 50% de los votos), es indispensable precipitar la alianza. En ambos casos el desenlace favorable será en torno al candidato del partido liberal, porque la ingenuidad no lleva tampoco a pensar que éste último se sume al de la izquierda. La “victoria” se materializaría entonces en la participación que los liberales den en el nuevo gobierno, para lo cual, una vez más, es fundamental el resultado obtenido en las elecciones para el Congreso.
Los costos de inventarse un aliado
Todo lo anterior explica la preocupación y hasta la angustia con la que han enfrentado, todas las fracciones de la llamada izquierda, el asunto de las listas. Sin descartar, desde luego, los objetivos políticos de cada una, enteramente legítimos y las ambiciones personales, esas no tan legítimas. Contrariamente a lo que muchos suponen, el asunto del candidato presidencial de la izquierda es completamente secundario. No son Navarro y Carlos Gaviria los que dividen. Ni como personas, y lo que es peor, ni como programas políticos distintos. Con el agravante de que Carlos Gaviria, en el colmo del surrealismo, es el caso de un candidato que no quiere serlo y por lo tanto ni siquiera se ocupa de parecerlo. Como si fuera consciente de que, a pesar de ser proclamado por la A. D., no representa nada específico desde el punto de vista ideológico y político. Tal como están las cosas, aún en el caso de que los números lo favorezcan en la consulta, sólo serviría para apuntalar la alianza estratégica con el partido liberal, labor que a Navarro, ese sí un político con varios objetivos, no le suscita mayores aprehensiones.
En este terreno surge, de bulto, un gran interrogante: ¿Qué les hace pensar que el Partido Liberal, aún depurado de uribistas y decorado con la figura contestataria de Piedad Córdoba, hace parte de la izquierda o por lo menos de esa meliflua denominación que es hoy la socialdemocracia? Para derrotar a Uribe, la alianza, si es que la aceptan, podría funcionar. Ello supondría, claro está, que buena parte del establecimiento se ha deslizado hacia una opción menos rústica y paramilitar. En consecuencia, independientemente del capital político que invierta la izquierda, e incluso de las ofertas de cargos que haga, sería el liberalismo la dirección de la alianza. Continuaría el modelo económico y social. Pero no se trata de ingenuidad, la verdad es que esto que se llama izquierda, en trance de una posible consolidación electoral, se ha convertido en el heredero del liberalismo colombiano. Con muchas de sus características, comenzando por el “pragmatismo”. En capacidad de agitar el tema de lo social, manejando, en épocas de campaña, una buena dosis de indefinición en los temas económicos claves. Para, finalmente, llevar a cabo el programa convencional, en nombre del realismo y el sentido de la responsabilidad. Siendo ésta la izquierda, no es ociosa la pregunta: ¿Si el partido liberal resucita, para qué la necesitamos? De donde se deduce otra: ¿No ocurrirá, como en el pasado, que el liberalismo termina absorbiendo los “alternativos” y los disidentes?
Lo nuevo no está ahí.
Mucho se ha hablado, a este respecto, del surgimiento de la nueva izquierda. Y, en consonancia con lo ocurrido en otros países de América Latina, se subraya su nueva relación con los movimientos sociales. No se trata de que antes no la hubiera tenido. - Incluso en Colombia, es evidente que todas las corrientes revolucionarias, que durante décadas se formaron en el país y fueron liquidadas violentamente, hundían sus raíces en el movimiento popular, aunque también en las clases medias intelectuales, independientemente de sus ideologías y sobre todo de su vocación vanguardista - Se hace alusión, en la actualidad, a otro fenómeno: La primacía que en los años noventa se le asignó a la sociedad civil y a la democracia participativa, que habría cedido su lugar a un retorno de la política con el resultado de nuevos gobiernos.
Pues bien, en Colombia también se quiso dar paso a esa nueva combinación de partidos y movimientos sociales con el Frente Social y Político. Su existencia, como se sabe, fue efímera; era en realidad una simple yuxtaposición. La idea se reprodujo luego, a partir de la exitosa lucha contra el Referendo, en la Gran Coalición Democrática. Pero, ¿Hay en verdad una nueva relación? Desafortunadamente lo que existe es una herencia del pasado: varias corrientes políticas que se juegan su supervivencia y su identidad a través de su presencia en las direcciones sindicales. Es por eso que, en estos intentos, la presencia del movimiento social se limita a las Centrales sindicales. - No se sienten involucrados, por ejemplo, los pueblos indígenas que por cierto han librado importantes luchas en el inmediato pasado y actualmente; ni tampoco los movimientos populares urbanos y algunos campesinos, para no mencionar los llamados nuevos movimientos sociales- Aunque no es poco de todas maneras; los sindicatos constituyen el eje de las movilizaciones impulsadas por la Coalición. Pero es limitado como lo demuestra el repetido fracaso de las convocatorias a Paro Cívico nacional.
Aquí el retorno de la política tiene poco de novedoso. Por lo menos, no en el sentido de abandono de los proyectos de partidos sustitutos del movimiento social que es el logro de hoy en Latinoamérica. No expresa una cualificación de los movimientos sociales sino la reintroducción en ellos de las preocupaciones de la democracia representativa. Se materializa en el carácter explícito de los proyectos electorales. En la pretensión de llevar al Congreso las reivindicaciones de gremio, esgrimiendo en la disputa los meritos de una larga carrera sindical. - Valdría la pena preguntarse sinceramente, por ejemplo, qué sucedió en FECODE, el eje indiscutible del movimiento sindical, durante buena parte de este año – Abandonado todo contenido programático y la formulación de proyectos políticos concretos para el país, es poco lo que se le aporta a los movimientos sociales, como no sea divisiones insignificantes e innecesarias, y se reduce la política a la aritmética electoral.
Tal es la “operación avispa” de la izquierda que desaparecería ahora, como las demás, con la reforma electoral. Aunque hay algo más: el desprendimiento frente a los movimientos sociales tiene que ver con la posibilidad de captar lo que se llama la “franja de opinión”, estrategia en la que cuenta más el pragmatismo y el buen manejo mediático, como aparentemente lo demostró el éxito de Bogotá. Sólo en ese sentido puede decirse que la izquierda ha llegado a las grandes ligas de la política. Y sólo en ese sentido encontramos una novedad para Colombia, un país en el cual desde los años sesenta la política podía entenderse también como acción extraparlamentaria.
Pero las gafas no curan la miopía
He ahí la explicación de la actual obsesión electoral que, como una epidemia, ha afectado los viejos liderazgos sociales y políticos. La realidad se nos aparece, como si dijéramos, en dos planos: Uno el de la izquierda, cada vez más lejos de la sustancia social y otro el de los movimientos que, afortunadamente, y por su cuenta, vienen mostrando una cualificación significativa y sorprendente. Tómese en cuenta la significación de que las recientes mingas indígenas hayan incorporado en sus reivindicaciones el rechazo al TLC, o las elaboraciones cada vez más refinadas del movimiento campesino a partir del Mandato Agrario, pese a sus difíciles condiciones. Para señalar apenas unos ejemplos.
Se dirá que la coyuntura obliga y que, frente al proyecto autoritario de Uribe, no es sensato desechar las alternativas que la urgencia nos impone. Otra vez, el argumento del “voto útil”. Pero estaríamos ciegos si no entendiéramos que el curso de la historia no depende directamente de la contabilidad electoral. Si el régimen narcoparamilitar no se consolida será porque el conjunto de las clases dominantes y los dictados del Imperio escogen otra opción para el escenario. Aún así, estas fuerzas sórdidas y criminales que bien les han servido conservarán su poder. Hasta que una transformación de fondo las liquide. Por ello, más nos valdría pensar y articular las acciones a mediano plazo. Volver a la política pero más allá de lo electoral.
[1] Ver el artículo de Pedro Medellín en “La reforma política del Estado en Colombia: una salida integral a la crisis”. Varios autores. Fescol, Cerec. Bogotá 2005.
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