El gobierno francés ha decidido enfrentar la rebelión de los barrios populares de la periferia de sus ciudades mediante una escalada represiva. El espantapájaros de una marejada de opinión en favor de la extrema derecha (Frente Nacional de Jean Marie Le Pen) -debido a la proximidad de la elección presidencial de 2007- explica las medidas represivas y la exhibición ostentosa de fuerza en los suburbios populares.
El estado de emergencia y el discurso represivo, la ocupación policial de barriadas populares y las demostraciones de fuerza tienen como objetivo impedir que una parte del electorado francés, permeable a los temas de inseguridad ciudadana e inmigración -publicitados profusamente durante la campaña presidencial de 2002-, lleven una vez más agua al molino de la extrema derecha. El gobierno quiere poner atajo a una nueva divina sorpresa, como la que hubo en abril de ese año, cuando Jean Marie Le Pen pasó a la segunda vuelta de la elección presidencial desplazando al socialista Lionel Jospin.
A esto se debe agregar que uno de los paladines de estos temas es el ministro del Interior, Nicolás Sarkozy, quien desde 2002 tomó muy a pecho lo que importó desde Estados Unidos, esto es, tolerancia cero con los delincuentes o los considerados como tales, con los inmigrantes ilegales y en general, con toda resistencia al orden policial que el ministro del Interior considera como necesario en una democracia como Francia.
La historia de Francia y sus inmigrantes es una historia de conflictos, de amor y odio. Se remonta al siglo XIX, cuando a consecuencia de la industrialización Francia atrajo a su territorio a miles de italianos y luego de polacos que trabajaron fundamentalmente en las minas de carbón, en condiciones más que deplorables. Con todo, los parias de entonces tenían al menos un trabajo, inexistente o escaso en sus países. La integración no fue fácil. Los progroms contra italianos en el sur de Francia terminaron muchas veces con muertos y heridos. Igual cosa en las minas del norte, donde los trabajadores polacos sufrieron la represión y poco a poco se integraron a las organizaciones sindicales francesas.
Carne de cañón
Durante la primera guerra mundial se hizo necesaria una abundante "carne de cañón". Aparte de los miles de campesinos y obreros franceses muertos en esa primera carnicería, también africanos dieron su vida en la guerra de rapiña en la que estaba comprometido su colonizador. Miles de fusileros senegaleses, argelinos y marroquíes "cubrieron de sangre los campos de Francia", como dice el tango de Carlos Gardel.
Una vez firmado el armisticio, el 11 de noviembre de 1918, los sobrevivientes fueron reenviados a sus países de origen. Pero el déficit demográfico ocasionado por la sangría ocurrida durante esa guerra, repercutiría durante largos años en la fuerza laboral francesa. Más tarde, el fin de la segunda guerra mundial y la reconstrucción de un país devastado por el conflicto, obligó a Francia a abrir sus fronteras para acoger la mano de obra que necesitaba.
Para entonces miles de españoles se habían instalado en Francia, huyendo de la represión franquista o de la miseria que azotó a España durante los años de posguerra. Al final de la guerra civil española, los combatientes republicanos no fueron muy bien recibidos, como lo demuestra el campo de concentración de Argelés, donde miles de soldados republicanos fueron internados con sus familias. Otros corrieron peor suerte y fueron entregados por el gobierno del mariscal Pétain a la venganza de Franco. Fue el caso de Luis Companys, presidente de la Generalitat de Cataluña, quien fue ejecutado. Ello no fue óbice para que en agosto de 1944, cuando los primeros blindados atravesaron el Sena durante la liberación de París, los tanques llevaran sugestivos nombres españoles: Brunete, Guadalajara, Ebro, Guadalete. Eran oficiales y tanquistas republicanos que combatían al invasor alemán bajo el tricolor francés.
Mano de obra barata
En los años 50, el capitalismo europeo estaba en plena expansión y necesitaba más brazos. Francia procedió entonces a crear oficinas especializadas y a contratar trabajadores extranjeros, principalmente españoles y luego portugueses, yugoslavos y griegos. En los años 60 llegaron en masa portugueses, argelinos, tunecinos y marroquíes. También trabajadores de sus ex colonias africanas.
Sin embargo, la herida no cicatrizada dejada por la cruenta guerra de Argelia, territorio que Francia debió abandonar en 1962, había hecho mella en parte de la población francesa que siempre ha guardado rencor por este episodio trágico de su historia reciente.
Algunos consideran que estos inmigrantes de los años 60 -principalmente los árabes- constituyen un contingente de extranjeros muy diferente de los inmigrantes precedentes. Se trataría de personas de cultura y religión diferentes, casi incompatibles con la supuestamente católica Francia, hija mayor de la Iglesia.
Los extranjeros residentes en Francia alcanzan a seis o siete millones de personas. La mayoría son musulmanes (argelinos, tunecinos, marroquíes). Si agregamos a los hijos de estos trabajadores que han nacido en Francia, el número crece. Pero éstos últimos son ciudadanos franceses.
Desde el inicio, la República francesa adoptó el llamado jus solis, inscribiendo en la Constitución que todo hombre o mujer nacido en Francia, hijo de padres extranjeros, podía ser francés si lo deseaba. Ello se oponía al jus sanguinis, empleado durante largos años por Alemania, por ejemplo, que basaba la nacionalidad en criterios de filiación. Miles de revolucionarios de toda Europa acudieron desde fines del siglo XVIII a Francia, puesto que además se había inscrito en las constituciones que todo hombre que luchaba contra la monarquía tenía su lugar en el territorio de la República. Este criterio estuvo presente en la Comuna de París. Muchos comuneros extranjeros, que incluso fueron elegidos diputados como Garibaldi, gozaron de las mismas garantías y derechos que los franceses.
Pero la llegada masiva a partir de 1960 de inmigrantes de origen árabe o africano fue percibida de diversa manera. Sus hijos, hoy ciudadanos franceses, en muchos casos rehusan abandonar las tradiciones, lengua y religión de sus mayores. Incluso, muchos les reprochan no haber mantenido con más fuerza su identidad. A este factor se agregarían las tradiciones ancestrales supuestamente no compatibles con el modo de vida francés.
Ruido y olor de inmigrantes
Hace algunos años, el actual presidente de la República, Jacques Chirac, aludió en un discurso al ruido y al olor difícilmente soportable para los franceses que tuvieran la mala fortuna de vivir en barrios periféricos, al lado de extranjeros.
Algunos personeros del gobierno de François Mitterrand también hablaron durante su mandato del "umbral de tolerancia" que no podía ser sobrepasado, haciendo alusión al número de extranjeros que Francia estaba dispuesta a soportar en su territorio.
La xenofobia actual ha sido alentada como instrumento para obtener dividendos políticos por el actual ministro del Interior, Nicolás Sarkozy, nacido en una familia de banqueros húngaros conversos. Asumiendo un lenguaje importado de Estados Unidos, ha escogido e impuesto una estrategia donde el tema de la inseguridad ciudadana, la inmigración ilegal y la delicuencia son expresiones -según Sarkozy- de un mismo problema.
En las barriadas populares, donde hay también un gran número de franceses desocupados, la convivencia de éstos con las diversas comunidades, particularmente con los jóvenes hijos de trabajadores extranjeros, es conflictiva. Los términos "invasión" y "choque de culturas" son de uso común en la radio y TV. Existe en el inconsciente colectivo de algunos franceses un sentimiento racista antiárabe y antimusulmán, potenciado por el contexto internacional.
Si frente a emigrantes de color -africanos o antillanos- dicho sentimiento es menor, ello se debe a que no son percibidos como elementos portadores de una cultura o de valores que cuestionen la cultura occidental o el modo de vida francés. De allí el comportamiento paternalista hacia ellos y la virulencia antiárabe y antimusulmana. Arabes y musulmanes son percibidos como portadores de elementos de una cultura otrora brillante y que constituye hoy un conglomerado de mil millones de personas que ejercen una influencia importante en la escena internacional.
Los jóvenes en rebelión
Por otra parte, los jóvenes de la llamada segunda generación parecen no estar dispuestos a hacer los penosos trabajos realizados por sus mayores. Paradojalmente, si bien afirman con fuerza su especificidad cultural, no desean vivir ni volver a la tierra de sus antepasados.
El fin de la expansión capitalista en Estados Unidos, Japón y Europa -1945 a 1975- y el término de la bonanza que desembocó en la sociedad de consumo, agudizó los conflictos intercomunitarios. Los extranjeros comenzaron a ser denunciados -no únicamente por la extrema derecha- como un competidor y rival en el mercado laboral. Es sintomático que a inicios de los años 80 el Frente Nacional de Le Pen comenzara a progresar lenta pero seguramente. Su discurso llamaba a resistir "la invasión del Tercer Mundo". Los jóvenes hijos de trabajadores extranjeros sufren más duramente que los franceses el azote del desempleo. Al color de la piel, se agrega la grafía de sus nombres y apellidos. Las discriminaciones de todo orden en relación a su acceso a la educación, al trabajo e incluso a los espacios de recreación, son el pan de cada día.
El alzamiento de los muchachos de las barriadas populares ha sido un movimiento espontáneo, no organizado y despolitizado. La disminución de los "actos vandálicos", como los llaman el gobierno y los "honestos" ciudadanos -que aterrados piden la intervención del ejército-, está ligada al cansancio de los jóvenes y es consecuencia del carácter espontáneo, despolitizado y falto de organización. Por ello la histeria represiva es injustificable y sólo se explica por cálculos políticos, toda vez que quien desencadenó la revuelta, el ministro Sarkozy, es candidato a la próxima elección presidencial y trata de pescar votos en aguas de la extrema derecha. No obstante, según ha trascendido, es el FN de Le Pen quien está capitalizando el terror que inspiran los desheredados de los suburbios populares. Y éste no vacila en realizar mítines llamando a adherir a su partido acuñando el eslogan "Le Pen tenía razón".
La reacción de la derecha y de la extrema derecha no es sorprendente. Lo que sorprende es la tibieza y mansedumbre con la cual la Izquierda tradicional ha reaccionado. El PS, en pleno congreso destinado a dirimir sus querellas internas, ha optado por un perfil bajo, y si bien es cierto votó en el Parlamento con el PC y los Verdes contra la demanda de prórroga por tres meses del estado de emergencia, que fue aprobada, su discurso ambiguo ampara y tiende a justificar la acción contra "los vándalos que no respetan la República". Sólo en estos días habrá una manifestación unitaria organizada por el PC, los Verdes y los sindicatos de jueces, abogados y ONGs defensoras de los derechos del hombre.
¿Dónde se sitúa la violencia? Porque, ¿cómo habría que llamar a un sistema criminal que por un lado acumula riquezas colosales y destruye, al mismo tiempo, miles de empleos generando las condiciones para el incremento de la violencia en las suburbios populares? Los bárbaros viven en ghettos, en habitaciones insalubres, no tienen empleo y sufren cotidianamente la hostilidad de la policía y de una sociedad que una vez que ha utilizado y estrujado hasta la médula a sus padres, se niega ahora a reconocer sus derechos. "Sóis todos hijas e hijos de la República", expresó en su intervención Jacques Chirac. Se ha necesitado la violencia de los bárbaros para obligar a algunos a escuchar sus quejas.
Los bárbaros que viven hacinados en la periferia de las ricas ciudades han sacudido sin embargo a la arrogante sociedad francesa. Los bárbaros no han llegado por ahora hasta el centro del Olimpo. Pero con los bárbaros ad portas habrá que contar, puesto que la represión no podrá poner término a un malestar e injusticia profundos que corroen a la sociedad francesa.
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