«Dicho de otra manera: arreglado el problema fronterizo con el Perú al modo como lo imponía Washington, los dispositivos militares ecuatorianos debían ser traslados al Norte, a la frontera con Colombia, para ejecutar el rol de tropas aliadas y complementarias de las Fuerzas Armadas de Colombia en su guerra interminable para acabar con el movimiento guerrillero, que no ha podido ser vencido en medio siglo.»
El Ecuador se encuentra al borde del abismo. No de uno cualquiera: del abismo sin fondo de la guerra.
Hacia allá nos empujan varias manos. En primer lugar, la mano imperial, fría y sanguinaria de Washington.
No es historia de estos últimos días. La presión comenzó hace diez años, cuando las armas ecuatorianas derrotaron y humillaron al militarismo peruano durante la Guerra del Cenepa. De nada le valió a Lima el apoyo del Pentágono a través del espionaje satelital con que éste le auxilió sin tapujos. La caída fue inevitable. Entonces Washington jugó cartas más sabias y más eficaces. Apeló a las armas diplomáticas, las mismas que empleó victoriosamente en 1942 para imponerle al Ecuador el Protocolo de Río de Janeiro.
Por añadidura, lanzó sobre el frágil y bobo Estado ecuatoriano una bomba atómica monetaria: el ofrecimiento de 30 mil millones de dólares para el desarrollo de las zonas fronterizas, y un puñado de dólares, pagado por Vladimiro Montesinos, a unos cuantos diputados mercenarios.
Los Acuerdos de Paz fueron firmados por Jamil Mahuad y Fujimori, y ratificados por los parlamentos de los dos países En el Ecuador,. algún general digno exclamó, desgarrado: «Hemos perdido en la mesa de la diplomacia lo que ganamos en el campo de batalla».
Lo que se perdió fue una enormidad: territorio, derechos amazónicos, soberanía nacional. Para ablandar a los ecuatorianos, aparte del señuelo monetario, se nos engañó con la promesa de que disminuiría el gasto militar en aras de combatir la pobreza y redimir a las masas sometidas a marginación y miseria.
El Satán de la guerra sonreía burlonamente en el Pentágono. Pronto veríamos doblado el presupuesto militar y el número de tropas.
Es que la intención era otra y la reveló abiertamente Peter Romero, ex Embajador norteamericano en Quito, uno de los principales artífices de los Acuerdos de Paz. Llegó a decir: «El nuevo rol de las Fuerzas Armadas del Ecuador está en el Norte». Es decir, en Colombia, en la guerra interna de Colombia.
Dicho de otra manera: arreglado el problema fronterizo con el Perú al modo como lo imponía Washington, los dispositivos militares ecuatorianos debían ser traslados al Norte, a la frontera con Colombia, para ejecutar el rol de tropas aliadas y complementarias de las Fuerzas Armadas de Colombia en su guerra interminable para acabar con el movimiento guerrillero, que no ha podido ser vencido en medio siglo.
Este dato es definitivamente importante, pues si las guerrillas de Colombia – las FARC, el ELN y otras- bordean cincuenta años de existencia, nunca fueron problema para el Ecuador, que venía manteniendo apenas unos cuantos centenares de soldados y policías en los 600 kilómetros de frontera. La situación varió apenas en años recientes, cuando Washington y el gobierno colombiano decidieron implantar primero el Plan Colombia y luego el Plan Patriota, que concibe la guerra colombiana como «guerra regional» en la que deben intervenir los Estados vecinos en apoyo de los planes del emperador George W. Bush y su virrey Álvaro Uribe. De allí las presiones sobre aquellos, con la desgraciada circunstancia, para Washington, de que dos de estos, Brasil y Venezuela, más fuertes y poderosos que el Ecuador, se niegan rotundamente a jugar el papel de «perros de la guerra», como se denomina en Estados Unidos a los mercenarios.
En el Ecuador hay resistencia, una vez caído del poder Lucio Gutiérrez, el «mejor aliado» de los guerreristas.
Hay que hacernos, pues, tragar todo un menú truculento para convencernos, entontecernos, intimidarnos y ablandarnos.
Así asoman supuestos campamentos guerrilleros de las FARC en nuestra Amazonía, que nadie los encuentra, o bien retenes montados en El Frailejón, Carchi, de los que «no se hallaron pruebas», según El Comercio; a la vez se fumiga la frontera con químicos destructivos y malsanos, se blande la amenaza de muerte contra cientos de ecuatorianos en nóminas macabras elaboradas por la llamada Legión Blanca, incursionan los paramilitares contra la población fronteriza, hasta que finalmente Colombia lanza una provocación descarada con helicópteros artillados, bombarderos y desembarco de tropas en la provincia de Sucumbíos, bajo el pretexto de combatir a un grupo guerrillero que supuestamente penetró en territorio ecuatoriano pero que no asoma por ninguna parte.
Tan brutal resulta esta acción que el propio Ministro de Defensa, General Oswaldo Jarrín, ha señalado que esta fue planificada y premeditada. En verdad, no podía jamás ser accidental, como pretende ahora el virrey, pues a lo largo de toda la región invadida la línea divisoria es el río San Miguel, que tiene un ancho de 100 o 120 metros, absolutamente visible durante el día y a la baja altura con que volaron y actuaron las naves invasoras.
El objetivo de esta invasión es el mismo de las fumigaciones: despoblar la zona fronteriza para impedir que campesinos colombianos y eventualmente población ecuatoriana apoyen a los guerrilleros, facilitar las acciones de terror de los paramilitares ultraderechistas a fin de que la población fronteriza de ambos países huya cada vez más hacia el Sur, forzar a las tropas ecuatorianas a participar en la guerra colombiana, con carne de cañón pagada por el hambre de nuestro pueblo.
A tanto ha llegado el plan bélico ideado por el Comando Sur gringo y los mandos militares de Colombia, para involucrarnos en la escalada sangrienta del hermano país, que finalmente ha protestado la Cancillería ecuatoriana y el Ministerio de Defensa, en acto respaldado por el Congreso Nacional mediante resolución condenatoria de la invasión, con el voto en contra del bloque socialcristiano liderado por Cynthia Viteri. Voto que los coloca en la línea de Washington y Bogotá; es decir, en la línea de la guerra del Imperio, que es también la línea de la entrega de la Base de Manta, cabeza de playa para la ocupación de todo nuestro territorio y su conversión en plaza de armas.
En ese punto nos hallamos: al filo de la navaja. Empujados hacia la guerra por la mano brutal del Imperio, pero también por la mano de sus secuaces políticos y de los tontos útiles que creen cándidamente en todos los cuentos de la CIA y otros servicios de inteligencia (¿?).
Pero ¡cuidado!, el juego es peligroso.
Si nuestros jóvenes son forzados a servir de carne de cañón en una guerra ajena, bien podrían despertar de su letargo, cobrar conciencia y volver sus armas contra quienes les mandaron al matadero.
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