Quizás porque estamos en camino al 7 de junio, Día del Periodista. O porque los intereses comerciales requieren de fortalecer cierta imagen corporativa. O porque se extiende el número de acciones de los muchos que tienen preocupaciones legítimas –salarios, calidad laboral y profesional, por ejemplo. O porque algunos están convencidos de la gravedad de un tema como el del espionaje. O porque no deja de llamar la atención que una actividad metida de lleno en los mecanismos centrales de la dominación mediática sea percibida de manera parcial, fragmentada y descontextualizada. Lo cierto es que por estos días se habla de prensa, periodismo, libertad de expresión, en sus distintas variantes interpretativas.
Se podrá decir, nada nuevo. Y hasta se pueden sacar conclusiones rápidas, al toque –para recurrir a una imagen futbolera, tan en boga por estos días-, donde dos frases mas o menos redondas pretenden resolver con un simplismo absurdo cuestiones mas bien complejas. Bueno, se dirá, nadie está dispuesto a prestar demasiada atención a esos problemas; por eso, alcanza con un título, una foto y algunas palabras a tono con la necesidad del impacto. Y después el seguimiento del tema es como la letra chica de un contrato que no se lee.
Vale asumir, a pesar de ello, ciertos, necesarios riesgos. Hacer referencia a lo inmediato no obliga a dejar para otra ocasión ni lo conceptual ni cierta invocación al origen de las cosas. Claro, si se trata de hacer un ejercicio de comprensión. Si no, siga su ruta sería el consejo.
Esta introducción advierte, entre otras cosas, que ahora recurrimos a una cita algo extensa para estos tiempos del minuto a minuto. Días atrás una prestigiosa escritora y periodista –poco conocida por estas tierras- Belén Gopegui, decía, durante unas jornadas de Comunicación Alternativa realizada recientemente en España, que “el concepto de libertad de expresión proviene del Parlamento inglés, es una conquista posterior a la revolución de 1688 que destronó al rey Jacobo II, por ello se concedía la libertad de expresión en el Parlamento y sólo un siglo después se extendería a todas las personas. En el siglo XVIII el filósofo finlandés Anders Chydenius fundamentaba la necesidad de esta libertad en el hecho de que, sin ella, ‘los estados no tendrían la suficiente información para el diseño de las leyes’. También en la Ilustración se afirmará que sólo la posibilidad de expresar el disenso permite el avance de las ciencias y las artes y es uno de los ingredientes fundamentales de la verdadera participación del cuerpo político. Parecen verdades elementales que difícilmente podríamos refutar...No obstante conviene recordar la historicidad del concepto en el sentido de que es la burguesía quien reclama esta libertad frente al autoritarismo del monarca y de la aristocracia, así como frente a las imposiciones de la Iglesia Católica. Desde entonces, en el interior de los regímenes capitalistas no se ha producido ningún cambio cualitativo...esto es los espacios donde ejercerla (la libertad efectiva de expresión) siguen estando en manos de la burguesía y no otra cosa es la libertad de prensa que el derecho de propiedad privada de los medios de divulgación masiva”.
Volveremos sobre esta autora, pero sin abandonar la idea que acabamos de transcribir.
El 7 de junio puede ser tantas cosas como se atrevan a contar miles de periodistas, como también lo pueden hacer otros miles, cientos de miles, que al ver esa fecha –y conscientes o no del marketing de ella- se decidan a expresar algo respecto del periodismo o de los periodistas o de los medios, confundiendo muchas veces escenario con actores. Incluso, por qué no, lo que diga una organización como la UTPBA.
Bien se podría desde valorar a Mariano Moreno y su Gazeta –aquello que dio origen histórico a esa fecha- hasta insistir en tener presentes –tozudos, persistentes, convencidos- a los 128 periodistas desaparecidos; incluso recordarnos que un 7 de junio de l993, en pleno menemismo, 5.000 firmas de periodistas-trabajadores de prensa donde se denunciaba a ese gobierno por su intención de derogar el Estatuto del Periodista le eran entregadas, en Ginebra, por la UTPBA a Michel Hansenne entonces titular de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en una acción tan audaz como inédita y valiosa.
En todo caso, el 7 de junio no deja de ser al menos una oportunidad, aunque algunos tengan una gran capacidad para amplificar sin límites su visión y otros –muchos, bastantes, se podrá decir, sin temor al error, que una mayoría- deberán conformarse con enumerar sus padeceres, sentires, pensamientos e intereses con una atenuada incidencia, que permite a los primeros seguir haciendo como qué, incluso para confundir a los segundos que estén desprevenidos. Claro que el cómo qué no es un acto de hipocresía sino un gesto que define el interés al que se representa.
La condicionada discusión salarial, tanto por el techo impuesto por el gobierno para la homologación de los acuerdos como por la asimetría de los actores, es hoy, también entre los periodistas, la prioridad que, no obstante, no oscurece el resto de las preocupaciones.
La puja por el salario requiere, luego de 15 años de ausencia, colocar bastante más que un porcentaje de referencia, porque si la misma capacidad que se desarrolla para definir las consecuencias nefastas que en términos económicos, políticos, sociales y culturales significó la sumisión a las políticas neoliberales se aplica para entender a los protagonistas y sus circunstancias a la hora de analizar una “mesa” en la que están sentados –ya sea como cámara del sector o empresas individuales- los dueños de las actuales megacorporaciones mediáticas y sus muchos socios menores, por un lado, y los periodistas y su organización, por otro, se puede coincidir en la complejidad –para los trabajadores de prensa- de un tablero donde el adversario es el más poderoso entre pares, no ya con relación a quien tiene enfrente.
Esas megacorporaciones económico-mediáticas no solamente formaron parte de los sectores del capital que se apropiaron del Estado –después de demolerlo ideológica y culturalmente, genocidio mediante- sino que resignificaron, en materia comunicacional, la calidad y extensión de ese negocio, al ritmo del brutal desarrollo tecnológico que hoy los ubica como sector de punta, aún atendiendo que cuando hablamos de comunicación lo hacemos desde una perspectiva mucho más amplia y nombrando muchas más cosas.
(Una precisión: atribuirle el carácter de brutal al desarrollo tecnológico no refiere a la capacidad humana que hace posible que ese desarrollo no se detenga sino que también en este plano la brecha entre los menos que cada vez tienen más y la gran mayoría que cada vez tiene menos se amplía, dejando en claro, por si alguien tuviera alguna duda, que el progreso no es neutro).
Esa enorme capacidad de acumulación y el valor de su condición estratégica en el armado de la hegemonía cultural –se repite- y económica del capitalismo alumbra un actor (la citada megacorporación económico-mediática) que en este país, ayer y hoy, impidió -e impide- una nueva Ley de Radiodifusión; impuso las privatizaciones de los canales y de las radios estatales; redujo los aportes patronales a las obras sociales, abrió las puertas a las AFJP, destruyendo la jubilación estatal; construye el discurso que atacó –y ataca- toda resistencia al modelo; que antes de introducir nuevas tecnologías despidió trabajadores y con la llegada de aquellas despidió mas trabajadores y cerró medios en aras de sumarse a los nuevos tiempos del Fin de la Historia y de las Ideologías; desarmó toda legislación laboral protectiva, siendo cómplices de maniobras que una vez conocidas, sobornos a legisladores, se encargó de “denunciar” resguardando convenientemente la clara responsabilidad empresaria al desligar el soborno de sus principales beneficiarios.
Depredador, ese actor que mencionamos primero congeló salarios –a partir de una ley de Convertibilidad que apoyó sin fisuras- y luego los rebajó; se acogió a beneficios impositivos y de reducción de aportes asumiéndose como industrias y después hizo lo propio pero en su condición de bienes culturales; precariza laboral y profesionalmente, bastardea la figura del periodista-colaborador convirtiéndolo en un prestador externo, explota hasta el hartazgo al becario-pasante, usufructúa el trabajo en negro; mercantiliza lo que produce como contenido periodístico y/o artístico; reduce a la condición de consumidor al receptor de lo que emite; logra que este gobierno extienda las licencias de explotación de las frecuencias audiovisuales por décadas en el más escandaloso silencio (los pocos de ellos que patalearon hubiesen hecho silenzio stampa de haber recibido un miserable hueso).
Y ahora van por el negocio de la digitalización: renovación de equipos, infraestructura, quién fabrica, dónde, con patentes de qué origen, un negocio con cifras fenomenales (se habla de 25 mil millones de dólares) que acuerdan, eso sí, mano a mano con el gobierno, en una mesa que deja afuera a todos los molestos e imprudentes que sostienen que el tema debe resolverse con otros niveles de participación, atendiendo el fenomenal alcance económico, cultural y social del paso que se está a punto de dar.
Perder de vista las causas profundas de lo que hoy son pesadas evidencias es tan imperdonable como ignorar que aún en medio de esa realidad pavorosamente adversa y desigual, se peleó. Tan imperdonable como ingresar en lógicas que se corresponden con otro tipo de interés, más allá de disfraces para la ocasión. No siempre, vale la reiteración, se dice lo mismo empleando términos similares.
Hemos hecho muchas veces referencia a cómo se luchó frente a semejante rival y de ciertas advertencias en solitario: no a las privatizaciones, no a la flexibilización laboral, no a las jubilaciones privadas, no a la desaparición de las obras sociales, no a la entrega de los convenios y el estatuto; y nunca estará de más repetirlo, sobre todo porque también hubo que pelear contra el notorio consenso que esas políticas tuvieron en la sociedad que da una medida de las dificultades a afrontar a la hora de reconstruir solidaridad y respuesta colectiva.
Es que la memoria es un opositor tenaz e insuperable del engaño, sobre todo cuando éste apela a la sutileza para explotar la contradicción en provecho del interés que se defiende y que –gran virtud de los dueños del poder para unos pocos- nunca se explicita.
Así como para algunos el tema del espionaje a periodistas –en este caso particularizamos, pero sabemos que no son los únicos espiados- devino en inquietud según la cercanía o no del afectado, o que el alboroto por la supuesta lista de periodistas que integraban la llamada “cadena de la felicidad” de la SIDE se limitaba a cierta curiosidad chismográfica –que lejos estaba de entenderse con la gravedad que ese tema conlleva-, el tema de la libertad de expresión –bajo la bandera de la distribución de la publicidad, por ejemplo- parece sugerir la necesidad de abandonar todo tipo de diferencias entre los distintos actores, como si se recurriera al argumento de que se tratarían, en todo caso, de “contradicciones secundarias”.
En torno del espionaje, acaso insistir en el concepto que sigue pueda resultar irritativo: estamos en un mundo donde quienes dominan cuidan a los suyos, controlan a todos y combaten y/o invaden a todo aquel que no se disciplina.
No se trata de una visión conspirativa acerca de los Estados Unidos, el imperialismo y sus corporaciones: hasta las revistas dominicales de los diarios cuentan hoy de que se trata, aunque no eviten la desconexión como si se dejara constancia de que solo se trata de una nota y solo eso. Y esas acciones de espionaje, control y seguimiento pueden surgir de quienes ejercen hoy cierto poder como de aquellos que desplazados del escenario no pierden ni cierta capacidad de maniobra ni, muchos menos, su ideología. Esto último es lo que aparentemente llevó al gobierno a actuar frente a lo ocurrido en la base Almirante Zar, donde la casta militar –cuesta pensar en elementos residuales solamente- sigue su guerra, de la que nunca se bajó.
Por eso la preocupación de la UTPBA, que además de entrevistarse con el secretario de Asuntos Militares del ministerio de Defensa, elevó hace más de un mes una carta a la titular de esa cartera Nilda Garré en la que señalaba que “la corroboración de la existencia de políticas de espionaje interno nos retrotrae a los tiempos de la Doctrina de la Seguridad Nacional aplicada sistemáticamente durante el terrorismo de Estado en nuestro país”.
Y nos preguntábamos si el hecho sólo se circunscribía a la base Almirante Zar, y cual era la lista de aquellos a los que se les hace seguimiento, y para qué, y con qué motivo: ¿Para matarnos, para secuestrarnos?. Después vinieron la violación de los correos electrónicos y la reivindicación de la dictadura militar en un acto público en Plaza San Martín –con agresión a periodistas incluída- y en una escuela de Esquel, video mediante, por solo referirnos a dos ejemplos.
Además de hacer referencia al secreto profesional, la preocupación del espionaje ¿está colocada en ese horizonte, que incluye a los periodistas pero que los excede largamente?
Lo mismo cabe preguntarse cuando, como por estos días, se habla de la “distribución de la publicidad oficial”. Para usar la misma figura, ¿En qué horizonte está colocada esa preocupación? ¿En la necesidad imperiosa, prioritaria, fundamental, de privilegiar definitivamente el tema de la equidad, de la distribución de los dineros, ya sean estos los que contribuyen a generar riquezas o ingresos, sean de la órbita pública o privada?.
Hablar de distribución –No hay democracia informativa sin democracia económica decimos en la UTPBA desde hace varios años- es encarar una reforma de fondo del penoso y regresivo sistema impositivo; es reinstalar en su sentido más amplio el carácter protectivo de los trabajadores de las leyes laborales –más allá de que algunos que cajonearon durante años proyectos elaborados con ese objetivo hoy se conviertan en activos diputados a partir de que les dieron permiso; es fortalecer el Estado, recuperando para su manejo y control áreas estratégicas; es aumentar los salarios, alejándose del vergonzoso límite de la canasta de la pobreza, es tener puestos de trabajo dignos; es salud y educación pública para todos, eliminando ventajas arancelarias y subsidios a los privados; es definir como prioridad presupuestaria la eliminación de la pobreza, la indigencia y garantizar trabajo para todos.
Y si hablamos de medios: redistribuir la publicidad oficial es atender el conjunto de medios y expresiones comunicativas -que exceden en largo el cartel que monopoliza gran parte de ese aporte, donde los gritos de hoy son parte de una disputa interempresaria por ese dinero- que quedan afuera indefectiblemente de ese paquete, con este y otros gobiernos, del mismo modo que quedan en la más absoluta desprotección cuando se prorroga el uso de las licencias a los Megagrupos o se las persigue por ilegales. Esto último impulsado por los mismos medios que tienen cautiva la inversión publicitaria privada, muchas veces extorsiva y con una enorme capacidad de lobby, entre pares y respecto del Estado (gobiernos, legisladores, justicia).
Y de la “cadena de la felicidad”, dos reflexiones breves: como en tantas otras cuestiones no se trata de la defensa de la corporación a libro cerrado, pero tampoco cabe descartar –siguiendo con el recurso de la figura de tono futbolero- que algún servicio en tren de retirada, y jugado por jugado, cargue con la tarea, encomendada por el técnico, de llevarse puesto un rival a los vestuarios. O varios.
Ahora bien: ¿Qué registro tiene en esta histérica indignación empresario-mediática la lucha salarial en Telefé, Noticias Argentinas, Canal 26, América TV, las radios privadas, La Nación –y la lista puede seguir? ¿Quién se niega a distribuir en ese caso? ¿Del incremento de la inversión publicitaria que ellos se encargan de destacar, buscando el efecto contagio que obligue a otros a invertir, no se habla a la hora de distribuir? ¿Y de que la matrícula del periodista sea entregada por el ministerio de Trabajo, alterando el circuito histórico que contempla el propio Estatuto del Periodista, que incluye la participación de su organización, la UTPBA? ¿Y de la nunca abandonada intención –sobre todo por parte de quien hizo punta en la última etapa, el mismo que convoca a una cruzada por la libertad de expresión- de derogar el Estatuto del Periodista, una Ley, ellos tan legalistas?.
Convertir en naturales y universales sus intereses y negocios es una vieja picardía, hoy mas sofisticada, que emplean los que marcan el ritmo de la sociedad de mercado. Entre ellos los integrantes de las megacorporaciones mediáticas, quienes al defender lo que defienden enfáticamente por estos días afirman, de paso, sus valores ideológicos reaccionarios, con un resultado mucho más evidente que su pretensión de ubicar en el lugar contrario de esos valores al destinatario de su ataque.
Precisamente a partir de este trabajado clima de los últimos días alguien a quien difícilmente se pueda atribuir alguna particular inquina antipatronal, como Orlando Barone, escribía respecto de cierto periodismo autoproclamado independiente con una prosa irónica y filosa: “gracias a ellos nos enteramos de cuánta razón tiene el sector agropecuario, cuánta razón los plantadores de soja transgénica, cuánta razón tiene la diputada heroica que resistió en su banca, cuánta razón los finlandeses que pueden tomar agua del vertedero de las plantas de dióxido de cloro...nos enteramos de que si se aumentan los salarios viene la inflación pero si se aumentan las tarifas funcionarán mejor los servicios. Siempre descubren políticos corruptos. Han determinado que el Poder son los gobiernos, no ningún otro...Si no fuera por ellos quién defendería a las corporaciones y a los embajadores de países del Primer Mundo. Y quién defendería a Latinoamérica de tantos Evo Morales, Chávez, etcétera, que pretenden quitarles la propiedad y el petróleo a sus legítimos propietarios...”.
Citamos otra vez aquí a Belén Gopegui: “Es posible que la labor de los intelectuales críticos (allí podríamos destacar a cierto periodismo), unida a las contradiciones flagrantes de los poderosos, unida a la presencia de internet y a cierta socialización del conocimiento, haya contribuído a crear una situación en la cual la mayoría de las personas sabe ya que la actualidad es de cartón piedra. O quizás no la mayoría, pero si muchas más personas que aquella que leen los medios alternativos y a los intelectuales críticos. Saben y callan, saben y continúan recibiendo cada día una versión del mundo que a veces parece una broma pesada. ¿Por qué no reaccionan? ¿Por qué no dimiten, siquiera, de esa versión? He señalado a veces cómo, en palabras de Williams, ’las presiones en el orden social capitalista se ejercen en una gama muy estrecha y a un plazo muy corto: hay un empleo que conservar, una deuda que pagar, una familia que mantener...’. Esta presión constante, este núcleo duro de lo social, dificulta el hecho de que los individuos se organicen y se enfrenten a la explotación”.
Frente a tanto mensaje envenenado, a tanta política que coloca como prioridades los aberrantes privilegios de una minoría, que arrasa con los derechos humanos más elementales de mayorías excluídas y sometidas en nombre del poder de esa escandalosa secta del dinero, siempre será necesario resistir tanta impunidad trasvestida de racionalidad irrefutable; combatir su lógica que sepulta los valores de una profesión que también merece ser depositaria de la mejor de las vocaciones, aunque para ello sea imprescindible añadirle el compromiso de una vida que va por la dignidad. Todo el tiempo.
Y conste que hablamos de periodismo, periodistas, libertad de expresión, medios de comunicación. En estos días que, como los anteriores y los que vendrán, no dejarán de ser agitados. Para los periodistas y para todos aquellos que están fuera del círculo de los que dominan, responsables no de que el mundo se vaya a quedar sin periodistas sino de poner en riesgo, como nunca antes, la sobrevivencia de la condición humana.
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