Es un hecho de la causa que los últimos y mayores cambios en nuestra sociedad se han impulsado desde la economía. Y son también constatación de estos cambios las transformaciones generadas en otras actividades como las laborales, aunque menos citadas que las exportaciones, las privatizaciones, el crecimiento de las inversiones y del sector financiero. La estructura laboral chilena sin duda que ha sufrido una de las mayores alteraciones de las últimas décadas. Tanto así, que el discurso político, por cierto influido por las relaciones económicas, ha debido adaptarse no sin esfuerzo y a contrapelo a esta nueva realidad, e incorporar un escenario que carece de actores o sujetos sociales de peso.
En poco más de 40 años -si nos remontamos a la mitad de la década de los 60, época que marcó el nacimiento de PF- se han esfumado de nuestra retórica política -y también del imaginario político- expresiones y actores como sindicatos, trabajadores, clase o pueblo, todos sujetos sociales que pese a los intentos por reanimarlos, parecen haber quedado aplastados bajo la rueda de la historia. Nada resulta más anacrónico para los discursos del siglo XXI que la consigna "proletarios del mundo, uníos".
Durante la democracia la legitimación del modelo económico neoliberal se ha hecho sobre el discurso económico de la dictadura: "Primero la economía, después la política", han repetido y pensado no pocos políticos. La transición chilena, basada en el artificial consenso social de una sociedad polarizada, se inventó a sí misma en el lenguaje, identificándose con un discurso económico modelado por la dictadura, sordo a toda huella lingüística del pasado reciente.
De "clase" a "segmento socioeconómico"
La constante incorporación y repetición de un nuevo léxico, así como la exclusión de otro, generó una nueva realidad. El proceso de mutación lingüística que observamos durante la dictadura, con la eliminación de vocablos que van desde "clase", "obrero", "solidaridad", "reivindicación" o "comuna" reemplazándolos por significantes de diferente carga sígnica, traspasa el umbral de la democracia y crece con la incorporación del glosario neoliberal, que inserta expresiones como "productividad", "segmento", "competitividad", "meritocracia", "apertura comercial"o "globalización", entre muchas más. No se ha tratado de un simple ejercicio retórico; es un ejercicio lingüístico que modela la realidad, pero es también la realidad social que ha afectado nuestra lengua política y económica actual. De cierta manera, el lenguaje y la estructura laboral y social presentan un quiebre con el pasado reciente.
Hoy, a diferencia de los años 60, la economía pasa a ser una actividad deslindada del trabajador, que si es nombrado, forma parte del léxico de la gestión empresarial. El trabajador, en otros tiempos clase obrera o proletariado, incluso mano de obra, deviene en "recurso humano", concepto que no se diferencia en lo sustancial de otros recursos, como el de capital o el tecnológico. La visión de la economía, y también del mundo, parece venir desde la gestión de empresas.
Si el énfasis del cambio está en el lenguaje, es porque también sucede en las relaciones sociales. La maquinaria económica es vista exclusivamente desde las cúpulas de gestión y el trabajador, tal como fue en los orígenes del capitalismo, es objeto intercambiable, prescindible, modular y accesorio. El capitalismo posmoderno, que ha descubierto su panacea en el crecimiento económico sin creación de trabajo, puede prescindir de la mano de obra. Cuando la requiere, puede ofrecerla como una dádiva.
Somos testigos de la desaparición del trabajador como sujeto social, como elemento de identidad. El trabajador, que durante gran parte del siglo pasado pudo identificarse como condición, gremio, clase y hasta empresa -en la que, por cierto, laboraba toda la vida- hoy se ve como un fragmento que orbita, cuando puede hacerlo, en torno a actividades a veces formales, otras informales y en ocasiones irreales.
Actualmente, la tasa oficial de desempleo se ubica en torno a un ocho por ciento, lo que significa poco más de medio millón de personas. Si a estas estadísticas le agregamos el empleo informal o subempleo, la proporción de trabajadores en situación de precariedad laboral asciende a un millón y medio de personas, o al 25 por ciento de la masa trabajadora según ha calculado la Organización Internacional del Trabajo (OIT). El mismo organismo afirma que desde finales de la década de los noventa se ha producido una permanente disminución de puestos de trabajo como consecuencia de la pérdida de mercado de la pequeña y mediana empresa. Se trata de una merma de mercado y ventas de las pymes a favor de la gran empresa, la que, sin embargo, no compensa sus mayores ventas o producción con generación de más empleo.
El fin de los gremios
Esta transformación queda en evidencia cuando observamos la evaporación de los gremios o sindicatos entre empresas. En la época a la que hacemos referencia abundaban gremios o cofradías de trabajadores y se podían hallar sociedades de los oficios más diversos y raros. Además de los desaparecidos gremios ligados con la prensa, como los linotipistas o correctores cuyos oficios han desaparecido por los cambios tecnológicos, otras funciones, hoy vigentes, han visto esfumarse su sentido gregario: a diferencia de entonces, ¿qué fuerza tienen hoy como actores sociales los peluqueros, albañiles, operarios de maquinaria pesada, vidrieros, garzones, maestros de cocina, zapateros, suplementeros? Sólo podemos afirmar que se trata de trabajadores dispersos, sin ninguna capacidad de cohesión y, menos aún de presión.
Un dato cuantitativo, que sin embargo no logran reflejar en toda su magnitud los cambios de la historia, es la tasa de sindicalización. Actualmente esta variable es del orden del diez por ciento de la fuerza total de trabajo (seis millones de trabajadores) tasa que habría descendido en un cien por ciento desde su punto más alto entre 1970 y 1973. Pero se trata de un dato artificial. Este diez por ciento está registrado básicamente en las grandes empresas y son trabajadores formalmente contratados -que gozan de un mayor bienestar laboral-, lo que explica la baja y hasta nula conflictividad laboral. Aquellos trabajadores en la base de la pirámide, aquellos informales, independientes, que dependen de micro y pequeñas empresas, no tienen, bajo la actual legislación, posibilidad de expresión.
Las nuevas condiciones en las que se desenvuelve la economía hallaron en Chile su caldo de cultivo en la dispersión de las organizaciones sindicales durante la dictadura. Si a este fenómeno le agregamos la capacidad de producción sin mano de obra, sin capacidad o necesidad de generar empleos más o menos estables o con trabajadores externalizados, lo que obtenemos es una masa laboral temerosa, lo que no es ni clase, ni organismo, ni sujeto político o social. Es más un enjambre de trabajadores que, bajo las actuales circunstancias, ha de competir entre sí. El enemigo no está en otra clase, sino entre los mismos postulantes a las escasas plazas de trabajo o entre los mismos compañeros de fábrica, taller u oficina.
Los trabajadores son una pieza más -y ciertamente la más vulnerable y prescindible- en el libre mercado. Lo que queda de las conquistas sociales es un cuerpo legal inerte e inútil. La ofrenda manual e intelectual al mercado se entrega en total indefensión, con la certeza de su temporalidad, acaso accidentalidad. Lo que nos entrega la economía durante sus ciclos de expansión se evapora con su contracción. Sin protección social, la precariedad se extiende desde la calidad del empleo -cuando lo hay- hasta la intimidad individual y familiar.
La ortodoxia capitalista busca por todos los medios la perfección del modelo. Si el mercado campea en los bienes y servicios, debe también extenderse hacia el trabajo. Si se es plenamente consecuente, el sector privado debiera desregular este mercado, pues la legislación laboral vendría a ser el símil del proteccionismo en el comercio y las organizaciones sindicales, oligopolios o monopolios. La utopía del liberalismo en Chile parece muy cerca de cumplirse.
Irrupción de los monopolios
Este proceso genera, sin embargo, curiosidades o paradojas que la ortodoxia capitalista prefiere silenciar. La desregulación de todos los mercados ha tendido a la creación de monopolios y oligopolios, para lo que basta mirar a la banca, las telecomunicaciones o el comercio de supermercados y farmacias. Aun cuando puede haber algunas otras excepciones, ésta cobra vida en el mercado laboral, que también desregulado ha creado un capitalismo primitivo en el que compiten millones de individuos. La desregulación consistió en desmantelar lo poco que había de protección social y de derechos laborales, entre ellos la posibilidad de crear poderosos sindicatos obreros.
La fuerte concentración de los mercados provoca grandes alteraciones en el mercado laboral. No genera, como hemos visto, nuevos empleos de acuerdo al ritmo de crecimiento de la economía y, mucho menos, al ritmo de expansión del comercio. Y en el caso de creación de nuevas fuentes laborales, éstas son en su gran mayoría informales y precarias.
La concentración de mercados significa la aniquilación de la competencia más débil que son las pymes. Existen por lo menos dos grandes motivos que ayudan a comprender este fenómeno de crecimiento del PIB sin generación de empleo. Las grandes empresas, que son las que explican el crecimiento económico, no requieren de más mano de obra sino más eficiencia en la gestión y mayor uso de tecnología. Otro motivo es el deterioro de las pequeñas y medianas empresas tras la crisis asiática y tras la irrupción en sus mercados de las grandes corporaciones.
Durante los últimos diez años la gran empresa ha aumentado su facturación aun cuando la expansión de sus actividades no ha tenido efectos en la creación de empleo. El caso más palmario está en la banca, que en diciembre de 1990, según cifras oficiales, contaba con 35.487 funcionarios. Hasta diciembre de 1997 su número creció, llegando a 47.195. Desde entonces inició una brusca disminución, derivada de los procesos de fusiones y adquisiciones. A mediados de 2001 el número de empleados bancarios llegó a 39.563, bajando en tres años y medio en 16,2 por ciento.
Un estudio de la consultora I&G señala que "las empresas chilenas presentan una notoria tendencia a la concentración de las ventas en su segmento de empresas de mayor tamaño relativo". Tomando como índice cien el año 1994, la gran empresa en el año 2000 había aumentado en un cinco por ciento sus ventas, en tanto las pymes en todas sus variantes (micro, pequeña y mediana) las había reducido. "La microempresa cae más de diez puntos porcentuales, la pequeña empresa casi quince puntos, la mediana empresa casi 16 puntos, en tanto las grandes empresas aumentan su participación en casi cinco puntos". De este fenómeno se puede deducir que ha habido una transferencia de riqueza y de mercados desde las pymes a las grandes empresas.
Hace 40 años la regulación o protección del mundo laboral era aceptada por los gobiernos y hasta por los empresarios -aquí y, por cierto, en las naciones desarrolladas- por razones de control del crecimiento de una conciencia de clase antagónica y también por razones de regulación del ciclo económico, en cuanto los asalariados constituían segmentos importantes de los mercados internos en épocas en que los volúmenes de comercio mundial eran menores a los actuales.
En estos 40 años el poder estatal se ha delegado a la gran empresa, cuyas ramificaciones son profundas y extensas. Cruzan fronteras, rubros de negocios, están imbricadas con la administración pública y la política. La soberanía ya no está en el aparato público, está en el ubicuo poder económico. Su intromisión en las economías nacionales ha llevado a la adaptación estatutaria de los Estados a las nuevas necesidades.
Lo que es bueno para la economía es bueno para los chilenos, se nos ha repetido. ¿Qué economía? La única realidad son los mercados, los que son también virtuales. La economía no es la fábrica ni la empresa de servicios. Son los fondos de inversión, de pensiones, las veleidosas finanzas que dictan, como accionistas mayoritarios, las políticas, desde aquellas propias de la gestión empresarial hasta las normativas nacionales. La economía es invisible y lejana y el resto es un espejismo, acaso un obstáculo. Lastre son las endeudadas y molestas pequeñas y medianas empresas; un peso mayor los desempleados y los trabajadores de bajo o mínimo poder de consumo.
Los gobiernos de la Concertación no han hecho en materia económica mucho más que administrar un modelo iniciado por la derecha y los grupos empresariales a partir de septiembre de 1973. Tras una década de alto crecimiento, la curva del nuevo milenio trae una evidente regresión en los indicadores económicos y sociales. Si se observan los gráficos de desempleo y distribución del ingreso, lo que se tiene es una U. Las mórbidas señales de los años ochenta tendieron a suavizarse durante la primera mitad de los noventa, para volver a elevarse hacia finales del siglo. La desigualdad en los ingresos se atenúa entre 1987 y 1992, para luego revertir esta tendencia y terminar la década de los noventa con niveles de inequidad muy parecidos a los de los años ochenta. Puede afirmarse que la regresión responde a un fenómeno más inquietante que aquel sufrido durante la última década del gobierno militar. Entonces la economía chilena convalecía tras una de las peores crisis de su historia. En tanto, el fenómeno que se ha vivido durante los gobiernos de la Concertación se produce tras un período de alto crecimiento, e incluso bajo políticas asistenciales que, en teoría, han buscado el "crecimiento con equidad". Al menos en este aspecto, estos 40 años han sido de franco retroceso, cuya causa más directa y evidente es la atomización y debilidad de las organizaciones laborales.
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