Continuo. Profundo. Así es y así se mantiene la tragedia de los desplazados en Colombia. El episodio de la localidad bogotana de Bosa, que desde el 12 de julio lideran 500 familias abocadas a ocupar un parque y sobrellevar en él más de 40 días de penurias, es una pequeña expresión de lo que oculta la propaganda oficial.
Hoy, más de tres millones de campesinos, indígenas, afrodescendientes y habitantes de ciudades se ven obligados a dejar sus tierras y sus viviendas, y el drama cubre los últimos años. Muchos de estos compatriotas deambulan por calles de grandes y medianas ciudades en busca de oportunidades para reconstruir sus proyectos de vida. Pero poco encuentran.
El desgarramiento no cesa. La guerra continúa y con ella sus víctimas. Cada masacre y sus posteriores desplazados recuerdan con saña el conflicto interno y la necesidad de un acuerdo político y social para ponerle fin. Entre tanto, fuerzas oficiales y paraoficiales operan para conservar su dominio y controlar el poder: ahí están y ‘hablan’ Apartadó (Urabá antioqueño), Mapiripán (Meta), Trujillo (Valle del Cauca), San Onofre, María la Baja y Montes de María (Sucre), Barrancabermeja (Santander), Carmen de Bolívar (Bolívar), Ciénaga (Magdalena) y un largo etcétera que recorre toda la cartografía de la república.
Esos desplazados no son casuales y en cada momento corresponden a una disputa estratégica, así como a decisiones del poder. El dominio del territorio, por su valor geográfico y su importancia económica (como productora de recursos de alto valor o como generadora de impuestos para uno u otro sector), o como símbolo (controlar un municipio o región estigmatizado por décadas como ‘subversivo’), explican en gran medida este drama.
Así se pueden descifrar las intensas luchas y los numerosos desplazados, desprendidos de regiones como el sur de Bolívar (productora de oro por parte de pequeños mineros, para luego ser licitada en favor de capitales internacionales, pero a la vez zona de cruce entre Antioquia, Santander y la Costa Atlántica), el Llano (productora de petróleo, con asiento de multinacionales, pero a la vez zona por controlar para aislar más hacia el sur a las farc; además, región productora de coca), el Chocó, por ser entrada al océano Pacífico (zona de avituallamiento, y en el último período generadora de ingresos por coca), Putumayo, por constituirse en área de retaguardia de la guerrilla, pero también por producir coca, además de límite con otro país (Ecuador). Podríamos continuar en un largo recorrido que relaciona sin piedad geografía, poder, población y desplazamiento.
Pero la relación no termina ahí. Se extiende a regiones donde se localiza lo que se conoce como megaproyectos económicos, los cuales coinciden asombrosamente con las áreas de mayor violencia y dolor para el país. Son los casos de Cacarica, relacionada con el proyectado canal que supliría al de Panamá para conseguir la entrada de barcos de carga de mayor calado; Arauca, ligada a la presencia de multinacionales del petróleo pero que además tiene valor estratégico como frontera con un país que está “en los ojos de los Estados Unidos”; la región del Darién, destinada ahora a la siembra de palma de aceite (biodisel), y La Salvajina, que corresponde a la realización de la represa (generación de energía) del mismo nombre.
Son entonces el desplazamiento, la guerra, la violencia, fenómenos que en muchos casos tienen que ver con la profundización del capitalismo, formación económica que en toda su historia (nacional y mundial) se relaciona, sin aspavientos, con la violencia.
Al final, miles, millones de personas que deben rehacer sus vidas en medio del más intenso desgarramiento. Su nuevo lugar de vivienda, un barrio periférico de cualquiera de las principales ciudades capitales departamentales del país, en especial Bogotá, Barranquilla, Bucaramanga, Cali.
Para el caso de la capital colombiana, son 40 familias que cada día llegan a sus calles sin saber cómo harán para sobrevivir. Se trata de grupos que en su mayoría (el 70 por ciento) ni siquiera se registran ante entidad oficial alguna. Es tal el subregistro, que para julio de 2006 sólo se tenían relacionadas 31.000 familias, es decir, 150 mil personas (toda que vez que cada familia cuenta entre cuatro y cinco miembros) que habían llegado a la ciudad como desplazados. Es decir, en sus miles de barrios habitan desde hace no más de una década un millón de personas o más que se vieron obligados a dejarlo todo para conservar la vida. Así fuera para sufrir.
De esta manera, como en la etapa inicial de la última violencia, la roja y azul, las formaciones urbanas continúan creciendo sin mayor planificación, y quienes llegan mantienen la construcción de rústicas viviendas que después de 20 ó 30 años de inmensos esfuerzos se convertirán en el único bien o propiedad para sus descendientes.
Es éste el drama de quien lo pierde todo de un momento a otro y no encuentra sector público a dónde acudir. La tragedia es intensa porque conlleva la relocalización de familias enteras, sometidas a nuevos hábitos y costumbres, de niños que duermen a la intemperie, obligados por la necesidad a pedir, acumulando en su memoria la rabia de ver cómo todo se pierde.
Las 500 familias que se lanzaron sobre el parque de Bosa, con enterrados hasta el cuello y crucificados, para hacer más conmovedor y patético el proceso, son parte de esta inmensidad que aparece en las cifras oficiales como pobres e inclusive como pobres absolutos, es decir, míseros.
Su desespero es inmenso. Puede que hayan recibido en algún momento ayuda oficial (esas pequeñas sumas que les entregan mes tras mes, por tiempo definido, para que no mueran de hambre o para que paguen el arrendamiento), que con seguridad es insuficiente. Porque se requiere apoyo real para que la gente conserve su dignidad, tan importante como la subsistencia.
Pero igualmente se necesita que el robo de sus propiedades y el dolor por sus víctimas sean abordados y juzgados por alguna autoridad. Es imperioso que haya justicia y sea superable la impunidad. Es indispensable la reparación. No de otra manera se puede atender otro problema resultante: los estragos mentales que son inherentes a la pérdida de los suyos y lo que tenían, y que –como las víctimas de los años 50 del siglo pasado– cargarán con el duelo postergado.
Al final, si en las ciudades adonde llegan estos miles de miles de violentados por el poder no son inculpados por haber recibido en algún momento ayuda oficial, o sindicados de agitadores; y si efectivamente se desea enfrentar la problemática con sentido colectivo, de nación, no existe sino un camino –además de la justicia, la verdad y la reparación– para hacerlo: poner en marcha una inmensa y profunda reforma urbana que asuma como prioritarios la vivienda, la educación, el trabajo y salud para todos.
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