Las «políticas de reconciliación» nacen en Argentina, en 1983, tras siete años de dictadura militar. Se trata de digerir graves y masivas violaciones de los derechos humanos, perpetradas directa o indirectamente por la fuerza pública: exterminación física de opositores, desapariciones forzadas de millares de personas, torturas, violaciones, robo de niños, encarcelamientos abusivos, etc.
El gobierno de Raúl Alfonsín establece en 1986 la ley de «Punto final», seguida, un año después, por la ley de «obediencia debida». Con estas leyes, el gobierno pretende poner término a las exigencias de verdad y de justicia de miles de víctimas y de sus familias, que no encuentran respuestas satisfactorias ni en la justicia parcial que a fines de 1985 había condenado a algunos responsables de las fuerzas armadas –entre ellos varios miembros de las diversas juntas militares, ni en el Informe de la Comisión Nacional sobre la desaparición de personas (Conadep) [1]
El significado de las nuevas leyes del gobierno de «reconciliación» es, para las víctimas directas o indirectas de tales tropelías, la instauración pública de la impunidad (denegación de justicia) y del ocultamiento de los hechos (denegación de la verdad).
Veinte años después, el 14 de junio de 2005, la Corte suprema de Argentina decidió la abrogación de ambas leyes. Este hecho transciende el ámbito político argentino y pone en jaque las políticas que pretenden fundar un nuevo orden político sobre la base de un compromiso que no considera los límites entre lo aceptable y lo inaceptable, en un compromiso político que pretermite los imperativos de la justicia debida.
La justicia reducida al compromiso
En las diversas experiencias históricas de salida de la dictadura de los últimos veinte años, el objetivo buscado por las políticas llamadas de «reconciliación» es la salida pacífica de un régimen de violación grave y masiva de los derechos humanos, mediante una negociación de tipo político.
En todos los casos, el compromiso se refiere a la justicia y a la verdad, circunscritas por tres pares de exigencias contradictorias: 1) los familiares de las víctimas exigen la verdad desnuda (« ¿qué le ha sucedido a equis persona?»), y los verdugos pretenden el ocultamiento de lo sucedido; 2) los familiares exigen el reconocimiento público de la memoria de las víctimas, y los verdugos el olvido ; 3) los familiares exigen justicia y reparación, y los verdugos impunidad, a través de dispositivos de «perdón y amnistía».
Dentro de este terreno de oposiciones contradictorias, las políticas que conciben la «reconciliación» desde el compromiso o como compromiso producen una forma acomodaticia de «verdad», que podríamos denominar la verdad compromiso.
La verdad compromiso se presenta como un compuesto de verdad desnuda y ocultamiento, de memoria y de olvido, elaborado por funcionarios del poder político de transición con el fin de reunir de manera «imparcial» las exigencias contradictorias de las víctimas y de sus verdugos, con miras a garantizar su coexistencia dentro del marco de una determinada concepción de la «paz social».
Ese compuesto de verdad desnuda y ocultamiento es la verdad fragmentaria que, a cambio de impunidad, se consagra públicamente como verdad definitiva y total de lo sucedido. A este modelo de verdad fragmentaria pertenece la ley chilena del «secreto profesional» (21 de junio de 2000). En ella, los responsables de las desapariciones pueden revelar los sitios donde se encuentran los cuerpos de los desaparecidos, con la garantía que no serán sometidos a la justicia [2]
Por otro lado, la memoria y el olvido se mezclan en esa historia oficial, en donde el compromiso adquiere la forma «clásica» del relato de los «dos demonios». En América Latina, la matriz original de este relato aparece en las consideraciones que acompañan los dos decretos mencionados del presidente Raúl Alfonsin (dic.83) para condenar de manera equivalente a los responsables militares del Estado y a los responsables de los grupos armados de oposición.
En la perspectiva de esta historia oficial, las víctimas son «satanizadas» y al Estado terrorista se le confiere una forma de legitimidad indirecta y parcial (los delitos de lesa humanidad serían simplemente una «reacción» al Mal).
Es así como la identidad «terrorista», producida por la historia oficial, desdibuja toda la otra forma de identidad de los opositores o de los resistentes a la dictadura, que no eran todos necesariamente actores armados, y que fueron sin embargo víctimas de la inhumanidad –militantes de los derechos humanos, sindicalistas, artistas, intelectuales, religiosos, militantes asociativos y otros opositores políticos inermes–.
Por otro lado, al asimilar pura y simplemente la lucha de los grupos armados de oposición con el «terrorismo», el relato de «los demonios» reduce la complejidad de las significaciones históricas en juego a una lectura esquemática y simplista de la historia.
Es así como la historia oficial produce aquí una distorsión radical de la verdad histórica, que necesariamente es rechazada por las víctimas. La vigencia de su memoria no es compatible con estos relatos acomodaticios para producir un «compromiso» que sugiere una justificación indirecta de lo injustificable.
La lógica de la verdad-compromiso de la historia oficial parte del supuesto de la posibilidad de una especie de arbitraje neutro e imparcial entre reivindicaciones equivalentes. Situándose dentro del marco de la concepción liberal que entiende la justicia política como simple imparcialidad entre concepciones rivales y públicamente equivalentes de la verdad, las políticas liberales de «reconciliación» producen la igualdad entre la víctima y el verdugo: lo que se pretende aquí es «arbitrar» de manera «imparcial» entre exigencias que se sitúan al mismo nivel y que, por esto mismo, deben recibir un tratamiento igualitario.
Conforme a ese modelo de las teorías e ideologías del contrato social, las subjetividades de las víctimas y de los verdugos quedan reducidas al estatuto de sujetos indiferenciados: sólo hay «individuos» abstractos, formalmente libres e iguales, abstraídos de toda situación y todo contexto.
La política-compromiso supondría entonces la previa asignación de la verdad y la justicia a la condición de objetos intercambiables, homogéneos al ocultamiento y la impunidad, que son otros objetos igualmente intercambiables. La relación entre estos términos intercambiables es de simple exterioridad: así por ejemplo, la relación entre verdad y justicia es definida desde fuera en vista a un fin exterior, a saber, el intercambio –se intercambia verdad desnuda por impunidad-.
Encontramos aquí la matriz original de la teoría y la práctica liberales que ha sido analizada por autores como C.B.Macpherson: la comprensión de lo político a partir del mercado y la mercancía, o sea, a partir de la comprensión capitalista del mercado y la economía [3]
. Transformadas en mercancías intercambiables y cuantificables, la verdad y la justicia son designadas, en la práctica, como una partición, como lo concibe el periódico colombiano El Tiempo [4]. Habría entonces “pedazos” de verdad y de justicia, que se intercambian por ocultamiento e impunidad –al igual que se podría intercambiar cartones y camisas–.
La memoria como condición de lo político
La historia oficial que presenta las posiciones de víctimas y verdugos como dos «interpretaciones» simétricas y antagónicas de la historia ha podido ser resquebrajada, en determinados contextos, por la presión de las asociaciones de víctimas.
En Chile y, más recientemente, en Argentina, diversas formas de reconocimiento simbólico de las víctimas han podido surgir (monumentos, estatuas, transformación de antiguos centros de tortura en museos). A través de sus luchas por el reconocimiento público de la memoria de la inhumanidad sufrida, las víctimas producen una forma alternativa de lo político que no se funda en el relativismo ético, y en la que no todo es negociable: la verdad desnuda y la justicia no son negociables. La negociación no tiene por qué destruir su naturaleza como tales.
Desde la víctima, la narración de lo sucedido relata la inhumanidad, significándola como lo injustificable. Ningún discurso de ningún tipo puede legitimar los crímenes contra la humanidad. Intuitiva o reflexivamente, la movilización de las víctimas le plantea a la política el desafío de la ética. Exige el público reconocimiento de una memoria compartida construida sobre la humanidad de la víctima.
Es así como se produce un real vínculo político, que no puede ser reducido ni al contrato, ni al derecho. La memoria pública no es sinónimo de historia oficial. Por esa razón, el contenido ético de esta exigencia de memoria pública no constituye una posición «fundamentalista». Si la historia oficial es un discurso de Estado producido por el compromiso político [5] , la memoria pública es por el contrario creación de la sociedad civil.
En síntesis, la memoria pública no es acomodaticia, ni cerrada. Por el contrario, es abierta, controvertible y sujeta al rigor de la crítica histórica. La dimensión «utópica» que se ha pretendido reprochar a las reivindicaciones de las víctimas es como si se tratara de arreglar la memoria del colonialismo, de la esclavitud en las sociedades post-coloniales del norte u otras infames tropelías que la historia civil ni perdona, ni olvida, mediante simples compromisos políticos.
[1] “Nunca más. Informe de la Comisión nacional sobre la desaparición de Personas”. Buenos Aires, Eudeba, 1984.
[2] Un antecedente de este dispositivo es el proyecto de ley propuesto en agosto de 1993 por el Presidente Aylwin, con el fin de instituir jueces específicos para investigar sobre los casos sometidos a la amnistía. La tarea exclusiva de estos juces debía consistir en establecer hechos – sin que tales hechos pudieran dar lugar a ninguna demanda jurídica.
[3] Crawford Brough Macpherson: “The Political Theory of Possessive Individualism. Hobbes to Locke”, Oxford University Press, Oxford, 1962.
[4] Esta cuantificación y mercantilización es claramente expresada por un editorialista del diario libéral colombiano El Tiempo(25 junio de 2005), a proposito de la Ley de «Justicia y paz» promulgada por el presidente Uribe : «ciertas concesiones solo son posibles a cambio de dosis serias de verdad y reparación ». En la misma perspectiva, Uribe ha declarado que se requiere «tanta justicia como sea posible y tanta impunidad como sea necesaria » (12 de febrero de 2005 -. http:/www.eltiempo).
[5] No existe «verdad oficial» y «el Estado no tiene el derecho de imponer la verdad» : Declaración del Presidente P. Aylwin, el 4 de marzo de 1991 puede haber “una historia oficial, en la medida en que nunca en el curso de nuestra historia ha existido”. Nueve años después, esta declaración será retomada y desarrollada por el presidente R. Lagos (13 de junio de 2000): “no una versión única de los acontecimientos del pasado. (…) Los chilenos y las chilenas seguirán (…) interpretando de diversas maneras los hechos de nuestro pasado».
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