Cuando sonó el himno de los Estados Unidos durante la visita del presidente George W. Bush a Bogotá, el presidente de Colombia Álvaro Uribe se puso la mano en el pecho. Dijo la prensa que "parecía uno más de la delegación americana". No es que lo parezca: es que lo es.
Y no sólo en los aspectos formales y simbólicos, como la postura corporal adoptada para escuchar un himno ajeno como si fuera propio, o la autorización dada sin rechistar a los guardaespaldas del visitante para que desarmaran a las tropas colombianas que se aprestaban a rendirle honores protocolarios (¿temían acaso un «falso positivo»?)
En todo, desde las disposiciones del protocolo hasta las decisiones de la defensa nacional, Álvaro Uribe se comporta como si fuera un funcionario del gobierno de los Estados Unidos, y no el Presidente de un país soberano.
En diplomacia: el apoyo irrestricto a la ilegal guerra de «defensa preventiva» de Bush contra Irak.
En la política interna, centrada toda ella en la guerra contra el narcotráfico decretada por los gobiernos norteamericanos: la fumigación de los cultivos de pancoger, de las zonas fronterizas de los países vecinos, de los parques naturales en teoría protegidos por la ley; la extradición de colombianos (bajo Uribe van 536: unos diez por semana) para que sean juzgados por jueces norteamericanos según las leyes norteamericanas por delitos que a veces no lo son en Colombia; y hasta la grotesca prohibición de la comercialización de productos legales extraídos de la hoja de coca, como las infusiones o las galletas. Y en las relaciones bilaterales, empezando por las del comercio.
En nada de eso manda Uribe; se limita a recibir y transmitir órdenes.
Claro está que no es Uribe el primer Presidente colombiano que se comporta ante los Estados Unidos como si fuera una alfombra: como un cipayo, para usar el nombre de los oficiales indios del Imperio Británico que servían de correa de transmisión entre la potencia colonial y sus propios compatriotas.
Lo han hecho prácticamente todos los que hemos tenido por lo menos desde mediados del siglo XIX, cuando Mariano Ospina Rodríguez pedía, sin conseguirlo, que Colombia fuera colonizada por el ya entonces llamado «Coloso del Norte».
Basta con echar una ojeada sobre la lista de los más recientes: es una galería de exhibicionistas del servilismo.
Andrés Pastrana, que adoptó como propio el Plan Colombia redactado por la administración Clinton y recibió los primeros centenares de consejeros militares norteamericanos.
Ernesto Samper, que aseguraba combatir el narcotráfico que había financiado su campaña presidencial "por convicción, y no por coacción".
César Gaviria, que abrió la economía a las imposiciones del Consenso de Washington y llamó a los «marines» para que construyeran, según dijo, una escuelita en la remota playa de Juanchaco, sobre el Océano Pacífico.
Pero en el fondo tenía razón Samper. Si nuestros gobernantes (que escogimos nosotros, dentro de ciertos límites de libertad mitigada por el fraude, la amenaza y el poder del dinero) actúan como cipayos, no es por coacción, sino por convicción: les gusta el sometimiento. Dentro de algunos años los veremos lamiéndoles los pies a los dirigentes del nuevo imperio que ya se ve asomar, que es la China. Y después, a los que vayan viniendo.
No deja de ser tranquilizador, en cierto modo.
Sería mucho peor que los que mandaran de verdad fueran los nuestros.
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