Se asienta cada vez más el incipiente nuevo orden multipolar, mientras se acelera la decadencia de Estados Unidos, concomitante a la pérdida de su influencia en el planeta donde en fechas recientes ha sufrido severos retrocesos en los países llamados “pivote”: Ucrania (que regresa al redil ruso) y Turquía que se ha acercado a Rusia, Irán y Siria, y se ha alejado de Israel y de Estados Unidos (como consecuencia del voto sobre el “genocidio armenio de 1915” por el Comité de Relaciones Exteriores del Congreso, que llevó a que Ankara retirara a su embajador en Washington).
Pudiéramos aducir que toda esta serie de eventos desfavorables a Estados Unidos son el resultado de dos eventos seminales, los cuales, a final de cuentas, convergen en uno solo: 1. La derrota de Washington en Irak, de la propia confesión de sus militares; y 2. El regreso de Rusia como potencia euroasiática mediante la repulsión militar a la invasión de Georgia en Osetia del Sur, donde, a nuestro juicio, cambió el mundo significativamente en el verano de 2008.
El aventurerismo de Georgia, probablemente azuzado por el ultrabelicismo del entonces vicepresidente Dick Cheney –quien según un libro reciente estaba dispuesto a ir hasta una guerra de Estados Unidos contra Rusia, lo cual fue impedido por los estrategas estadunidenses que la consideraron inviable–, marcó el nuevo orden geopolítico en la “periferia inmediata” de Rusia y tuvo efectos considerables principalmente en Alemania y Francia, donde el presidente galo Sarkozy, en ese entonces presidente rotatorio en turno de la Unión Europea, acudió a pactar el cese al fuego en el Trasncáucaso entre Georgia y Rusia, que se encontraba a punto de invadir la capital Tblisi. A partir de ese momento crítico, Francia inició una sorprendente cooperación militar con Rusia, a tal grado que De Defensa –centro de pensamiento estratégico con sede en Bruselas– avanza la alta probabilidad de un eje entre París y Moscú.
En este marco de referencia geoestratégico, llamó poderosamente la atención la carta pública en la influyente revista Der Spiegel (el pasado 8 de marzo) por cuatro relevantes estrategas alemanes, vinculados al Ministerio de la Defensa de Berlín, quienes solicitan la asombrosa integración de Rusia a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
No podemos pasar por alto la identidad de las cuatro personalidades alemanas: Volker Rühe, anterior ministro de Defensa (en el periodo 1992-1998); el general retirado Klaus Naumann, anterior presidente del Comité Militar de la OTAN; el vicealmirante Ulrich Weisser, anterior director de planificación del Ministerio de Defensa, y Frank Elbe, anterior embajador en Polonia.
Lo asombroso radica en que la OTAN, desde su concepción primigenia por el geopolitólogo británico Sir Halford McKinder, tenía como objetivo primario impedir cualquier alianza entre Alemania y Rusia, para separar a Eurasia y hacer prevalecer el poder marítimo del archipiélago británico.
Durante la Guerra Fría, la OTAN se encontraba en el lado occidental de Berlín, apostado para encarar al pacto de Varsovia que dominaba el lado oriental de la hoy capital de la Alemania unificada.
A raíz de la implosión del imperio soviético y la balcanización de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), tanto la OTAN como la Unión Europa emprendieron la guerra en los Balcanes en contra de un aliado sentimental y hermano racial de Rusia: Yugoslavia, que sufre también la balcanización teledirigida desde Washington, Londres y Bruselas.
Desde la caída del Muro de Berlín en 1989 y la disolución de la URSS dos años más tarde, la OTAN opera una penetración vertiginosa en las repúblicas disueltas de la URSS, a quienes incorpora en su seno en el mejor de los casos (ejemplo, los países bálticos) o intenta incrustar en el corto plazo (ejemplo, Ucrania, Georgia, etcétera).
Como fichas de dominó, las piezas (di)sueltas del imperio soviético eran recogidas por la OTAN, que se expandía en la “periferia inmediata” de Rusia y contaba proseguir su penetración en flecha en el Transcáucaso hasta el Mar Caspio (considerada la tercera reserva de petróleo del planeta) y se daba el lujo de invadir Afganistán hasta el corazón centro-asiático con el pretexto del montaje hollywoodense de los atentados terroristas del 11 de septiembre.
En su frenesí irredentista, la OTAN no contempló tres situaciones inesperadas que han puesto toda su filosofía de vida en la picota: 1. La derrota militar de la dupla anglosajona (Estados Unidos y Gran Bretaña) en Irak; 2. El empantanamiento de la OTAN en Afganistán, y 3. La resurrección militar de Rusia en su “periferia inmediata que culmina con la repulsión de la invasión de Georgia (apuntalada tras bambalinas por la OTAN) a Osetia del Sur.
El aventurerismo de Georgia dejó expuesta a la OTAN, que exhibió su impotencia en acudir a la ayuda de un diminuto país y candidato vociferante a formar parte de su organización frente al oso ruso que había despertado de su larga hibernación a la que lo habían sometido los aciagos periodos de Gorbachov y Yeltsin.
En la concatenación de eventos seminales no se puede soslayar el alza de los hidrocarburos –una consecuencia de la derrota militar de Estados Unidos en Irak– que pone en evidencia la vulnerable dependencia de Alemania al gas ruso.
No hace mucho, el presidente ruso Dimitry Medvedev había propuesto la instalación de un pacto de seguridad europeo común, y pareciera que la OTAN se ajusta según sus conveniencias a la nueva cosmogonía que ha emergido desde el Transcáucaso hasta la costa del Atlántico Norte.
Los firmantes alemanes de la carta pública exponen que la “OTAN debería abrir la puerta a la adhesión de Rusia” cuando “América del Norte, Europa y Rusia tienen intereses comunes que están amenazados por los mismos desafíos que exigen respuestas comunes”.
Los signatarios aceptan el asentamiento del nuevo orden multipolar y comentan que la OTAN “tiene necesidad de Rusia para resolver los problemas de Afganistán y el Medio Oriente, la seguridad energética y el desarme.
La adhesión de Rusia tendría el efecto saludable de tranquilizar los temores de sus anteriores satélites en Europa central y Europa oriental. Los estrategas alemanes proponen que el contencioso de los antimisiles que desea instalar Estados Unidos a la puerta de Moscú podrá ser resuelto por una red común de Rusia y la OTAN.
Una propuesta polémica subyace en el trueque mutuo del retiro tanto de los arsenales nucleares de Estados Unidos como de Rusia en Europa, que es muy asimétrico, ya que el almacenamiento atómico ruso quedaría bajo la vigilancia “internacional” (whatever that means), mientras los arsenales nucleares de Estados Unidos quedarían más sueltos en su despliegue ad libitum.
Resalta la obsesión europea en desear educar a Rusia, vista como un país atrasado –en materia de democracia, derechos humanos y libre mercado–, a las supuestas bondades del capitalismo occidental. Quizá los estrategas alemanes no estén enterados del colapso del modelo neoliberal en el que insisten absurdamente para contener la ascendencia de sus competidores geoeconómicos en Asia.
¿Estarán actualizados los estrategas alemanes de la OTAN de la existencia del Grupo de Shanghai, donde Rusia y China comparten sus temores en Asia Central sobre el expansionismo de Estados Unidos? ¿Sabrán que, a finales del año pasado, Rusia y China concretaron un acuerdo seminal para desarrollar a Siberia, pletórica en materias primas e hidrocarburos?
Un anzuelo atractivo que lanzan los estrategas alemanes consiste en determinar la “inocultable (sic)” preferencia de Estados Unidos por sus lazos con Asia, en detrimento de sus anteriores lazos estrechos con Europa, que han decaído notablemente en fechas recientes.
La pregunta obligada consiste en saber la disposición de Rusia en aceptar las condiciones alemanas para ingresar a la OTAN, y si no consideran que el precio sea muy elevado, pues puede llevar a su vulgar absorción en lugar de una alianza sinergética más creativa que sea respetuosa del alma rusa.
Un lado ominoso que se desprende del subtexto de los estrategas alemanes es su islamofobia en nombre innominado de una supuesta civilización europea común de raza blanca –con un decrecimiento demográfico (debido a la baja natalidad común) –que para Rusia, que cuenta con alrededor de 20 por ciento de musulmanes en su seno (además de su contacto sureño con varios países islámicos), puede ser suicida.
Suena loable que los estrategas alemanes se acerquen a Rusia después del giro geoestratégico que emergió en Osetia del Sur, con el fin de crear un espacio de seguridad común; pero el mayor error radica en insistir en alienar al islam, lo cual consagraría el choque anglosajón de las civilizaciones, emulsionado por el racista mexicanófobo Samuel Huntintgton, en detrimento del más creativo diálogo de las civilizaciones.
Los estrategas alemanes, de vocación militarista más que filosófica, deberían releer a Immanuel Kant, quien abogó por el diálogo europeo con el islam, religión monoteísta por la que tenía un singular respeto intelectual.
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