Tiquicheo de Nicolás Romero es un municipio ubicado al Oriente de Michoacán. Se trata de una comunidad estratégica porque colinda con Guerrero y el Estado de México, en donde la delincuencia organizada se ha convertido en un factor clave de inseguridad. Por eso, en marzo pasado, el gobierno federal puso en operaciones el 25 Regimiento de Caballería Motorizada.
2. diciembre, 2012 Salvador Mora Opinión
Con 600 hombres y 60 vehículos, el regimiento dependerá de la 21 zona militar, con lo que Michoacán se ha convertido en uno de los estados con mayor número de integrantes del Ejército emplazados: 8 mil efectivos. En su momento, el expresidente Felipe Calderón señaló que con la nueva instalación “estamos diciéndole a las y a los michoacanos que no están solos, que el gobierno federal, a través de las Fuerzas Armadas, está aquí para proteger a sus familias…”. Incluso el exsecretario de la Defensa Nacional, Guillermo Galván, indicó que el Ejército entraría en operaciones inmediatamente, pues está en riesgo la paz, y que no había sido una decisión unilateral, pues las autoridades estatales lo solicitaron. Remató: “la seguridad interior está amenazada”.
El gobernador Fausto Vallejo apeló a la coordinación con el objetivo de hacer frente al “combate frontal” a la criminalidad. Estos tres actores advirtieron de la inseguridad que enfrenta Michoacán y la población.
Sin embargo, el asesinato de la expresidenta municipal María Santos Gorrostieta Salazar, ocurrido el 17 de noviembre pasado, no acusa los cuidados preventivos que la acción militar se planteó cuando se propuso que el Campamento Móvil del 25 Regimiento de Caballería se instalara en esa localidad.
La respuesta militar en el estado al homicidio de la militante perredista es, en el espacio microrregional, la misma historia que en la totalidad de la República Mexicana. Y resulta inexistente alguna estrategia de prevención de la violencia. Los grupos delictivos encuentran complejas formas para someter a las autoridades políticas, rebasar los controles y medidas que las fuerzas policiales y militares han establecido para mantener su gramática del terror (y, esta vez, quitarle la vida a Santos Gorrostieta).
La víctima fue presidenta municipal entre 2008 y 2011. A raíz de su encargo recibió amenazas de grupos delincuenciales. Antes de su asesinato sufrió dos atentados. En uno de ellos asesinaron a su marido.
El pasado 12 de noviembre fue plagiada. Dos días después fue encontrado su cuerpo sin vida. Las autoridades policiales del estado señalaron que la muerte de la exalcaldesa fue por traumatismo craneoencefálico severo.
No es la primera vez que asesinan a un presidente municipal. En noviembre de 2011, el alcalde panista de La Piedad, Ricardo Guzmán, fue asesinado a balazos. Entonces Calderón Hinojosa condenó el hecho.
Los asesinatos de ambos políticos nos obligan a valorar que los protocolos de seguridad son exiguos, porque no garantizan la protección de la vida y los bienes; no blindan a la población de peligros subjetivos; no existe un ambiente de seguridad extendido que refiera condiciones de comodidad y estabilidad personal, es decir, de percibir una vida segura. También ambos ejemplos nos hablan de que la violencia se ha convertido en un factor que alcanza a los tres órdenes de gobierno. No son el factor financiero o la corrupción los únicos asuntos que deben ser de preocupación gubernamental; también es la seguridad subjetiva que está amenazada por la violencia cotidiana, que ni siquiera los regimientos móviles pueden detener.
Es necesario repensar si, en este contexto de inseguridad, el municipio está cumpliendo su función como un espacio para dinamizar la vida colectiva. ¿Hasta qué punto el municipio es también víctima de una estrategia de seguridad federalizada? Quizá estaremos ante un recurrente déficit de seguridad ciudadana y subjetiva que no sólo afecta a un núcleo de actores, sino al conjunto de la sociedad.
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