Con toda certeza, el platillo que se sirvieron en la cena de Navidad los legisladores que aprobaron en fast track la reforma energética fue elaborado con la exclusiva receta especialidad del Congreso de la Unión: pavo a la abyección, relleno de ignominia.
Con insólita rapidez, los modernos lacayos de las trasnacionales votaron las modificaciones constitucionales sin siquiera haber leído a detalle el contenido de la iniciativa que tendrá graves repercusiones para la soberanía y la economía mexicanas, pero sobre todo para el futuro de las próximas generaciones.
La electricidad y el petróleo –es decir, el sector energético del país– han sido entregados a las empresas extranjeras con los mismos o mayores privilegios que les concediera en el pasado siglo el dictador Porfirio Díaz.
Vienen ahora por la revancha de la derrota que les infligieran en su momento presidentes de la talla de Lázaro Cárdenas y Adolfo López Mateos, cuando decidieron rescatar tan valiosos recursos en bien de la nación y del pueblo de México.
Priístas, panistas y ecologistas no sólo atropellaron el proceso legislativo al dispensar la discusión y el análisis de la iniciativa en comisiones y enviarla directamente al Pleno, donde estaba garantizada su aprobación por la vía del mayoriteo. De paso, arrollaron al pueblo de México y a la razón misma.
Seguramente que si al azar se le hubiera preguntado a cualquiera de los apátridas legisladores sobre el contenido de la iniciativa se hubiera carecido de una respuesta congruente. Por increíble que parezca, esa abrumadora mayoría como la multitud, tuvo muchas cabezas pero pocos cerebros; es decir, que como verdaderos autómatas aprobaron algo que nunca leyeron y menos conocieron a detalle.
Patético el grado de descomposición moral al que han llegado los políticos anclados por sus intereses personales en el Congreso desde hace varias décadas, cuando tras autorizar la desintegración de Petróleos Mexicanos (Pemex) y la Comisión Federal de Electricidad (CFE) –como antes consintieron en la extinción de Luz y Fuerza del Centro– tuvieron el cinismo de festejar su infamia gritando: “¡México! ¡México! ¡México!”.
Propio de un cuadro de Ionesco, lo captado por la lente de los fotógrafos cuando el priísta David Penchyna abraza en un gesto de camaradería, diríase de hermandad, al inefable panista Javier Lozano Alarcón, luego de finalizarse la aprobación de la citada reforma en el Senado. La confirmada extinción de un PRI que terminó arrojándose a los brazos de una derecha que se opuso en su momento –al lado de los intereses más reaccionarios– a la Expropiación Petrolera del general Lázaro Cárdenas.
A la vera del debate, los remasterizados Santanas ignoraron al millón y medio de mexicanos que plasmaron su firma pidiendo que la reforma energética fuera sometida a consulta popular por tratarse de un asunto de vital importancia para la nación.
Inconcebible lo que ahora acontece y que podría ser el tema exacto para la segunda parte de aquella película filmada a inicios de la década de 1960 por Roberto Gavaldón que lleva por título Rosa blanca, donde se exhiben los abusos de las petroleras extranjeras que dieron pauta a la expropiación de 1938. Los diputados y senadores son, en efecto, los nuevos empleados de las que podríamos llamar en un hipotético guión cinematográfico Buitre’s Oil Companys.
Sumisión a la que hicieron eco los gobernadores y los congresos locales, que de manera insólita, y en menos de 7 días, sumaron 27 entidades a favor de la reforma energética, en una vergonzosa edición de lo ocurrido en el Congreso de la Unión, aprobando algo que ni siquiera leyeron ni conocieron a detalle, y por supuesto, menos discutieron.
Los ejecutores de la traición a la patria justifican su bajeza histórica argumentando que con la reforma bajarán las tarifas del gas, de la luz, de las gasolinas y que habrá más empleos; lo cierto es que nadie experto en la materia apoya tal retahíla de absurdos, pues en ninguna parte del mundo se conoce a las multinacionales por su buen corazón y menos por su amor hacia la economía de los países a donde llegan a depredar sus recursos.
Consorcios de la talla de Shell o Exxon difícilmente aceptarán los contratos colectivos que hoy en día privan en la CFE y en Pemex y menos optarán por colocar a gerentes y técnicos mexicanos en los puestos de alta decisión. Ellos traen a su propia gente, y como socios mayoritarios terminarán imponiendo sus condiciones. Y si no, el tiempo habrá de restregarles a los entreguistas de hoy los despidos y la pobreza de miles y miles de mexicanos el día de mañana.
El regreso de las multinacionales viene en un paquete completo de acuerdo con la solicitud planteada –o mejor dicho, exigida– al gobierno mexicano por los organismos financieros internacionales que controlan la exacta aplicación del modelo neoliberal, y que harán valer cualquier eventualidad que pudiera presentarse en contra de los intereses de las firmas extranjeras, según lo establecido en los lineamientos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Es decir, que la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes nacionales pasarán a segundo plano para dejar la solución de las controversias a los tribunales internacionales. De esa magnitud es la pérdida de la soberanía.
Por cierto que en las consecuencias inmediatas se cumple aquella ley de supervivencia que dicta que “cuando la nave hace agua, las ratas abandonan el barco”: ya se avizoran, como señalan algunos medios, miles de jubilaciones anticipadas en el seno del charro cetemista Sindicato Único de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana, ante el evidente temor de que la reforma energética ponga en riesgo esta prestación de sus miembros.
La imagen de los irresponsables legisladores priístas que muy pronto deberán velar a sus muertos con cerillos a un lado de la imagen del resucitado Porfirio Díaz.
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