24 de marzo de 1976
"De ninguna manera me pienso mudar hasta que no saquen el cadáver de ésa". La voz de quien oficiaba de dueña de casa se hizo notar por encima del bullicio. Habían pasado algunos meses desde que el 24 de marzo de 1976 fuera derrocado el gobierno constitucional de Isabel Martínez de Perón en Argentina, pero el dictador Jorge Rafael Videla tardaba en mudarse de la guarnición militar de Campo de Mayo, la más importante del país, a la quinta presidencial de Olivos, ambas en puntos distantes de los alrededores de Buenos Aires.
Las razones de la espera provenían de su esposa, Alicia Raquel Hartridge, que una tarde posterior al golpe de Estado, recibía a familiares y amigos, para celebrar el cumpleaños de su nieto, hijo de María Cristina, la mayor de sus siete hijos.
En el grupo predominaban mujeres y algunos pequeños, arremolinados entre sillones y mesas como le gustaba a la anfitriona. Tomaban té, refrescos y comían galletitas dulces y sándwiches. Atendía a los convidados una empleada de 14 años, devota y silenciosa. La conversación ilustraba una escena de gente paqueta y de piel blanca, servida por una muchacha de tez mate y precariamente vestida.
La deslavada escenografía la constituían los lúgubres decorados de un gabinete del Ejército, en el cuartel más protegido de la Argentina. Estaban todas las ex compañeras de colegio de María Cristina, que había viajado con su hijo desde la norteña provincia de Tucumán.
La despectiva referencia estaba dirigida a los restos de Eva Duarte de Perón, "Evita", aquella joven actriz de radioteatros salida de un pobre hogar campesino de la provincia de Buenos Aires, quien se convertiría en la mítica esposa del general que reinó durante cuarenta años en la vida política argentina.
El 26 de julio de 1952, a la edad de 33 años, Evita sucumbió a un cáncer. Embalsamada, la difunta soportó vejámenes y tétricos traslados desde el derrocamiento de Perón en 1955. Exhumada de una bóveda apócrifa en un cementerio italiano, le había sido devuelta en 1971, cuando el líder "justicialista" culminaba su exilio en Madrid, de donde la mandó repatriar en 1973, una vez reinstalado en la primera magistratura.
Esa tarde de 1976, descansaba en la capilla de la residencia presidencial de Olivos, junto al propio Perón, muerto el 1 de julio de 1974.
El odio de Alicia Raquel Hartridge para con Evita no fue lo único que dejó sorprendidas a las concurrentes al refrigerio. El esmero de la sirvienta que se ocupaba de grandes y pequeños llamó la atención, hasta que alguien preguntó quién era. Con ella, Alicia fue también transparente en sus impiadosos afanes: "Es adorable, quiero hacerme cargo de esta niña y estoy tratando de que la madre me conceda la tutoría. Le he dicho y no quiere saber nada.
Es una barbaridad, no entiendo por qué. Esta chica, donde vive, no tiene ninguna posibilidad de nada y acá conmigo va a estudiar y yo la voy a hacer alguien útil". Una interlocutora osó replicar que la madre tenía razón, estimando normal que no quisiera, porque su pobreza no era motivo para perder a su hija. Alicia Raquel no se amilanó. Recalcó que era normal que otro ser se desprendiera de su hijo si no le podía dar un rumbo conveniente y correcto en la vida.
Con el transcurso de los años, una de las invitadas comprendería que había sido testigo privilegiada de frases reveladoras de la cruel filosofía que animaba a la esposa de uno de los triunviros de la Junta Militar gobernante.
Denigrar el calvario de Evita, venerada por varias generaciones de argentinos, cuyos restos fueron vehículo de represalias, venganzas amenazas y tráficos de índole diversa durante casi veinte años, convalidaba la apropiación del cuerpo del adversario político, practicado con Eva Perón por las dictaduras militares precedentes, multiplicado por miles en el fenómeno de los desaparecidos, que atropelló la Argentina pisoteada por las botas de Videla.
Y pronunciando esas palabras, en ese lugar y fecha, apuntando a la muchacha que atendía la fiesta, la esposa del tirano añadía su profundo desprecio por la maternidad ajena, de la que hiciera gala el régimen militar de turno, ensañándose con una compatriota fruto del mestizaje, "los negros", como los estigmatiza la humillante jerga de las clases dominantes en Argentina.
Las dos anécdotas abrevaban en el origen humilde, tanto de Evita como de la sirvienta de los Videla. Confluían en disponer la propiedad de las personas oriundas de un sector político o social diferente, tenido por más débil y considerado inferior, susceptible, por su número, de cuestionar el poder de la élite gobernante de la que formaban parte Alicia Raquel Hartridge y sus amigas. Pero lo sucedido cobraba ribetes macabros porque acontecía a pocos metros de un centro ilegal de detención.
Tales mujeres y niños departían muy cerca de la maternidad clandestina que funcionó en el perímetro de Campo de Mayo, que abrigó uno de los principales campos de concentración en el que las Fuerzas Armadas implantaron su sistemático plan para adueñarse de unos 500 hijos de desaparecidos.
Campo de Mayo congrega el destacamento más numeroso del Ejército a unos 30 kilómetros de la Capital Federal. La dictadura comandada por el teniente general Videla, había implantado en su interior uno de los 340 centros ilegales de detención que operaran entre 1976 y 1983. Lo denominaron El Campito, "lugar de reunión de prisioneros", con dependencias aledañas para interrogatorios y torturas conocidas como La Casita. Allí funcionaba también el Hospital General 602, que en la actualidad lleva por nombre "Dr. Juan Madera".
Ahí tenían lugar los partos de la detenidas, cuyos hijos serían dados en adopción secreta a integrantes de las Fuerzas Armadas o al círculo de sus allegados, pasando a eliminar sin transición a sus verdaderos padres.
De momento se han reconstruido 182 casos, consiguiéndose la restitución de 71 de aquellos bebés a sus familias sanguíneas. Forman parte de los 15.000 desaparecidos que el Estado ha censado a lo largo de casi dos décadas desde que se recuperó la democracia, de los 30.000 que se calcula han sufrido ese trágico destino.
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