Falsedades y verdades a medias. Ese es el escenario sobre el que se desarrolla la trama profunda de la crisis energética argentina y sus implicancias sobre el proceso de integración entre los países sudamericanos.
Lo cierto es que detrás de bambalinas aparecen los verdaderos protagonistas y sus intereses: las grandes corporaciones petroleras y su voracidad a la hora de contabilizar ganancias.
Primero algunos datos. Un reciente informe de Flacso (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales) demuestra que cuatro grupos multinacionales controlan el 85 por ciento de la extracción de gas: Repsol, Total, Petrobras y Panamerican. Repsol tiene participación en Transportadora de Gas del Norte (TGN) y Petrobras en Transportadora de Gas del Sur (TGS).
La consolidación de esa cadena cruza las fronteras. El gasoducto de 30 kilómetros que une Tarija (Bolivia) y Campos Durán (Argentina) es recuperado por Repsol, empresa que extrae gas en ambos países. La acordada importación argentina de gas boliviano es así más una operación intraempresa que un intercambio comercial regional.
Repsol es asimismo una de las principales exportadoras de gas hacia las usinas térmicas chilenas, y las principales extractoras (nótese que no corresponde llamarlas productoras) y distribuidoras de gas participan de otros eslabones en los sectores petrolero y eléctrico, y viceversa. En materia energética Argentina se encuentra entonces frente a un verdadero oligopolio transnacional.
La investigación de la Flacso revela que el sector gasífero fue eximido del régimen de retenciones (impuestos) a las exportaciones y que además goza del irracional privilegio de no estar obligado a liquidar en el país el 70% de los ingresos que obtiene por ventas en el exterior. Este dato es de suma importancia toda vez que las aplicadas restricciones al consumo interno de gas, provocadas por el oligopolio, se «explican» por el aumento relativo de las exportaciones. En el período 1998-2003 la producción se expandió el 36% pero las exportaciones aumentaron 12 veces.
También pudo constatarse que las empresas que conforman este oligopolio no expandieron las redes de distribución para el consumo interno en los términos que estaban obligadas, y que concentraron sus inversiones en el desarrollo de los gasoductos operativos para el negocio exportador. Se construyeron siete ductos hacia Chile, uno a Brasil y otro a Uruguay, mientras que el kilometraje añadido a la red para el transporte interno tendió a cero.
Este comportamiento empresario, que contó hasta ahora con la complicidad del Estado privatizador porque éste no cumplió con ninguna de sus obligaciones de contralor, concluyó además en un incremento de la injusticia distributiva, al derivar otra ver recursos hacia las capas más ricas de la sociedad argentina. Más del 35% de la población no tiene acceso a la provisión de gas natural y se ve obligado a consumir gas envasado. Según datos oficiales el gas envasado se encuentra entre los productos que mayores aumentos de precio registró en la última década.
Hasta ahora, ni las empresas ni el Estado pudieron dar otra explicación razonable sobre por qué el país entró en crisis energética y no puedo cumplir sus compromisos regionales, que no sea aquella que surge del informe de Flacso: en primer lugar porque el oligopolio del sector se concentró en el negocio de la exportación, con márgenes de incremento en sus operaciones nunca registrado en ese mercado y con prebendas impositivas y financieras que no existen en los países desarrolladas y sólo conocen antecedentes en las economías coloniales de los siglos XVI, XVII y XVIII.
Pero hay más. Porque el desabastecimiento energético opera como un herramienta de chantaje político por parte de las corporaciones y de sus principales abogados, los gobiernos del Grupo de los Siete (G-7) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), que bregan para que sus empresas recuperen los márgenes de beneficios históricos registrados a partir de la privatización del sector.
Hace dos semanas la corporaciones energéticas actuantes en Argentina admitieron ante la prensa local que si el gobierno concede un «aumento de tarifas razonable», ellas podrían solucionar la llamada crisis. De paso por Buenos Aires, el subsecretario del Tesoro estadounidense, John Taylor, se interesó en la cuestión energética y en un encuentro con empresarios del sector avaló en forma el reclamo de aumentos tarifarios. Para este funcionario, la cuestión energética forma parte del mismo paquete de reclamos. En ese paquete se privilegia el reiterado pedido de un mayor superávit fiscal destinado al pago de la deuda y sobre todo al arreglo con los bonistas privados (acreedores en conjunto de unos 82 mil millones de dólares). El mismo día, aunque desde Washington, el FMI apoyó los dichos de Taylor.
En ese marco, el gobierno de Buenos Aires se vio obligado a sellar un acuerdo con Bolvia -suscripto por los presidentes Néstor Kirchner y Carlos Mesa- para comprar cuatro millones de metros cúbicos de gas a un precio que llega al doble de lo que pagan las distribuidoras y las industrias en el mercado local. El gas proveniente de Bolivia debe ser destinado a la provisión interna, puesto que Bolivia se negó a que sea usado para ser revendido a Chile, en atención de la tirante y peligrosa relación existente en torno a los reclamos de salida al mar por parte del país del Altiplano.
Moraleja de está fábula de intereses y presiones corporativas y hegemónicas: El oligopolio energético argentino sigue gozando del negocio exportador, libre de impuestos y sólo liquidando en el país el 30% de sus ingresos. Escondidas tras el eufemismo de comercio internacional las empresas siguen haciendo negocios internos -ya vimos el papel de Repsol en el caso boliviano argentino- y el consumidor local deberá pagar más por lo mismo, mientras los grupos multinacionales aumentan sus presiones para obtener aumentos tarifarios.
Para colmo de males, el telón de fondo de esta fábula aparece decorado con el debilitamiento del proceso de integración regional: cortocircuito andino porque Argentina achica sus exportaciones de gas a Chile, cuyo consumo depende las mismas, recalentamiento de las diferencias chileno-bolivianas y apropiación y control por parte de las corporaciones multinacionales del proceso de construcción de unidad sudamericana, proceso este que debería surgir de un acuerdo estratégico entre estados y sociedades en torno a un programa compartido de desarrollo e independencia.
Son las corporaciones energéticas las que lucran con el gas de Bolivia, una de las mayores reservas gasíferas de la región, y no su pueblo ni siquiera su Estado. Allí opera la empresa Repsol, que pagan canónes de miseria por la explotación del recurso y que hubiese sido una de las beneficiarias de prosperar el proyecto de exportación hacia Chile con destino final en EE.UU., el que levantó a las sociedad boliviana hasta forzar la renuncia del entonces presidente Gonzalo Sánchez de Losada. Como parte del reciente acuerdo de importación de gas boliviano, el gobierno argentino se comprometió a controlar que el mismo no sea revendido a Chile.
Es probable que «ese» gas no cruce la cordillera de los Andes pero puede ser que el mismo le permita a las firmas del oligopolio liberar «otra» masa de combustible que sí viaje hacia el país vecino, cumpliendo así lo que las empresas no lograron concretar cuando, y a costa de cientos de muertos, el pueblo de Bolivia se sublevó contra Sánchez de Losada: proveer al mercado de EE.UU. con el gas más barato del mundo.
Podríamos afirmar que las corporaciones van tejiendo su propio Acuerdo de Libre Comercio para las Américas (ALCA) a la vez que no olvidan de aprovechar las coyunturas para la concreción de buenos negocios inmediatos, como es el caso del grupo Techint que acaba de conseguir por parte del gobierno argentino una contratación directa - sin mediar licitación- por 793 millones de dólares, para la construcción de un nuevo gasoducto.
En medio de ese escenario preocupante sólo surgió un señal positiva, cuando el gobierno venezolano que encabeza Hugo Chávez ofreció a Buenos Aires un intercambio del fuel oil por alimentos y otros productos locales como forma de cooperación regional. Ese acuerdo fue suscripto pero molestó a los intereses corporativos, que no tardaron en señalar que el combustible venezolano, alto en azufre, no guardaba los parámetros de calidad requeridos. La respuesta de Caracas apeló a un criterio de realismo: demostró que, en todo caso, con una mezcla apropiada, el fuel oil venezolano puede ayudar a resolver la crisis que, como demostró el informe de Flacso, es un invento de esas mismas corporaciones oligopólicas y beneficiarias del proceso de privatizaciones que arrasó con nuestras economías y sociedades.
Caracas, Alia2
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