Cuando las organizaciones de derechos humanos publicaron el primer informe anual sobre el gobierno de Uribe casi todo el mundo estuvo de acuerdo en que su título, "El embrujo autoritario", había sido un notable acierto. En el actual régimen político, tan importante como la acción represiva y la repetida imposición de la voluntad personal, es el esfuerzo propagandístico encaminado a lograr su legitimación. Es esto último, tal vez, su mayor logro y lo que tiende a emparentarlo con el fascismo. La maquinaria de propaganda, oficial y oficiosa, ha alcanzado hasta ahora relativo éxito entre la población urbana en la construcción de una imagen positiva y un conjunto de justificaciones. Aunque, como lo hemos señalado en otras oportunidades, ya los movimientos sociales, entre los que merece destacarse la extraordinaria movilización indígena del año pasado, comienzan a demoler dicha construcción.
Dos son las principales justificaciones que se perciben en el actual clima de la opinión. La primera admite que se trata de un gobierno autoritario pero considera que vale la pena en la medida en que ha servido para "ganar la guerra" y "devolver la tranquilidad a los ciudadanos"; la segunda insiste en que no hay tal autoritarismo y que la democracia colombiana continúa intacta, amenazada tan sólo por la corrupción. En ambas se ofrecen pruebas, hechos y hasta estadísticas. No sobra reiterar que se trata ante todo de una opinión urbana pues en ello reside una de las mayores paradojas de nuestra realidad nacional. En el vasto escenario rural - la provincia- ninguna de las dos alcanza mayor aceptación; allí se despliega, con toda su secuela de muertes y dolor, la guerra, más sucia que limpia, y el despotismo de las operaciones "legales" de la fiscalía, a la manera de policía política; allí se levanta de manera desembozada y hasta arrogante el poder paramilitar, verdadera sustancia del régimen y hoy en vías de institucionalización. Pero es en las grandes ciudades donde se ha votado y, eventualmente, se votará por Uribe.
Diversas circunstancias políticas, buenas y malas, han contribuido para que la mentira haya calado en la opinión urbana especialmente de Bogotá. En primer lugar, es evidente que la imagen de la "tranquilidad ciudadana" es sólo eso, imagen, fabricada por los medios a punta de "caravanas" debidamente publicitadas; pero además hay un detalle que hasta El Tiempo ha terminado por reconocer: la disminución en el número de homicidios, atribuible a la reducción en algunas grandes ciudades empezando por Bogotá, es una tendencia que viene de varios años atrás, resultado de políticas locales y de ninguna manera éxito Uribista. Lo demás, como la reducción en el número de masacres, es apenas la atroz manifestación de la "paz de los sepulcros" alcanzada por el triunfo de la estrategia paramilitar que al actual gobierno sólo le ha correspondido bendecir.
Pero no vamos a juzgar el gobierno por su eficacia militar que no nos interesa y menos como justificación de la "necesaria" violación de los derechos humanos como dicen algunos. Lo importante es subrayar que buena parte de las imágenes proviene de la situación exclusiva de algunas grandes ciudades. Y es esta misma situación la que explica la segunda de las justificaciones mencionadas. Aquí la presencia del despotismo se encuentra sensiblemente atenuada. Se arguye que los poderes legislativo y judicial continúan operando. -Aunque ya sabemos de la poca incidencia real que tienen- Y sobre todo que no faltan las críticas en algunos periódicos, revistas y emisiones de radio y televisión. -Pero sabemos también de la práctica cada vez más descarada de la censura y la autocensura- El "efecto democracia" proviene, sobre todo, del espacio creado en algunas localidades y regiones por la existencia de gobiernos no Uribistas. Estos gobiernos, especialmente en el Distrito Capital, han operado como sombrilla. -Y no hay que subestimar el papel que juega Bogotá en el imaginario nacional hasta el punto de confundírsele con la realidad del país - Aquí la oposición política, la intelectualidad crítica, las Ongs y algunas organizaciones sociales, cuentan todavía con algunos espacios de expresión, pese a las manifestaciones de exclusión y persecución. Incluso los movimientos sociales, que encuentran aquí su lugar de expresión callejera, han contado hasta ahora con mínimas garantías.
Sin duda el proyecto despótico de Uribe ha encontrado en estas circunstancias políticas su mayor obstáculo. En el caso de Bogotá, su candidato a la Alcaldía, hoy asesor de Palacio, fue derrotado. Alteración significativa incluso de su plan militar. No hay que olvidar que desde la campaña electoral se venía insistiendo en el "peligro" de un supuesto plan de las Farc para la toma de Bogotá, insistencia que había tomado como prueba El Nogal. La militarización de la ciudad, bajo las líneas de lo iniciado en Medellín (recordar los bombardeos de las comunas) era el paso inmediato. Este plan A, por lo menos, se ha alterado. Es cierto que Lucho no tiene el mando real sobre la Policía metropolitana y ninguna incidencia sobre el ejército y las decisiones en materia de "orden público", pero de alguna manera el gobierno nacional tiene que tomar en cuenta la autoridad Distrital. Lo mismo en lo que se refiere a la actuación de la fiscalía y el DAS aunque, como se ha visto, éstas no renuncian a su política de hostigamiento contra la oposición política y social.
En el futuro inmediato es claro que la presión sobre el gobierno Distrital va a incrementarse. No deja de utilizarse el argumento del "terrorismo urbano infiltrado" para caer sobre los movimientos y organizaciones sociales, pero, según parece, el flanco vulnerable que se ha encontrado es el problema de los vendedores ambulantes y la "defensa del espacio público", tema que, escandalosamente magnificado, se ha convertido en el parámetro para medir la "eficacia" de la administración de Lucho. Entretanto, avanza una suerte de plan B: la paramilitarización de los barrios populares que, entron-cando con las tradicionales prácticas de "limpieza social", ya ha cobrado vidas de jóvenes y comienza a instaurar un régimen de terror en dichos barrios.
Circunstancias análogas y contradicciones similares, aunque con menor impacto nacional, se encuentran en otras ciudades y regiones, empezando por el Valle del Cauca bajo la gobernación de Angelino Garzón. Bien sabemos que, al respecto, se pueden hacer dos lecturas. Una, la que acabamos de presentar, que rescata el papel positivo de este efecto sombrilla en su aprovechamiento para avanzar en la construcción social y política, y otra, escéptica o pesimista, que pone el énfasis en el hecho de que tiende a lavar la imagen autoritaria de Uribe. Sin embargo, es claro que Uribe no necesita ni pretende este lavado, por el contrario, parece que entre las dos justificaciones que mencionamos al principio prefiere la primera. Hacia la reelección ya anuncia la presentación de su carácter autoritario de manera abierta y total. Con nuevas reformas constitucionales. Y jugará todas sus cartas marcadas en las elecciones locales y regionales. Nos toca, pues, enfrentar desde ya una nueva figura: el autoritarismo grotesco, el fascismo ordinario.
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