Recientemente el congreso colombiano aprobó la polémica ley de Justicia y Paz que ha de ser el marco jurídico para la desmovilización paramilitar. Ella elimina la confesión plena como requisito para obtener beneficios, trata el paramilitarismo como delito político y hace casi imposible la reparación de las víctimas.
Tras la reciente de aprobación en el congreso de la ley llamada de Justicia y Paz -el marco jurídico necesario para seguir avanzando en la negociación con los paramilitares-, se siguen propiciando hechos políticos que permiten corroborar la fragilidad estructural de este proceso.
Esto se expresa en la poca credibilidad que tiene esta ley ante la comunidad internacional, la polarización de la que es objeto en la política interna y las dudas de que se esté desmontando el fenómeno paramilitar, entendido como un proyecto económico, social y político.
Una vez aprobada la ley de Justicia y Paz, organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales insistieron en que de ninguna manera esta ley era un instrumento que condujera a la verdad, la justicia y la reparación moral, material y simbólica de las victimas del paramilitarismo en Colombia. Por el contrario, se convertiría en un instrumento que aseguraría la impunidad a cambio de una desmovilización parcial, graduada y calculada, que se ha movido al ritmo de los avances del marco jurídico que más se acomode las jefes paramilitares.
La situación resulta aún más crítica cuando algunos de los decretos confieren reconocimiento político a los paramilitares aún a los narcotraficantes, lo que no es sino una vía para legalizar sus fortunas adquiridas a sangre y fuego en muchas regiones de la nación, tal como lo indicó el editorial del diario The New York Times, el cual califica esta ley como "... de impunidad, para asesinos, terroristas y grandes traficantes de cocaína”[1].
El gobierno, los paramilitares y las mayorías del legislativo, olvidaron que los procesos de paz y reconciliación que se han dado en el tema de la verdad, la justicia y la reparación en otros países, movilizaron los más diversos sectores de las sociedades afectadas por la guerra. Nada que ver con los arreglos, los juegos políticos y los intereses ocultos que rodearon él tramite de esta ley y la negociación con Santa Fe de Ralito.
El acuerdo social y político interno, necesario para la reconciliación nacional, no parece reflejarse en las discusiones durante el trámite de la ley y ni en el momento de su aprobación. Durante la discusión de ley en el congreso fueron desconocidas las opiniones de las organizaciones sociales y de derechos humanos y de las víctimas. También fueron excluidas las opiniones de los sectores políticos de oposición al gobierno en el congreso, como el oficialismo liberal y el Polo Democrático.
Su aprobación se realizó en medio de duros enfrentamientos y niveles de polarización que alcanzaron, ya no solo al gobierno y la oposición, sino a una reconocida amiga del presidente Uribe, la representante Gina Parody, cuya voz fue acallada en medio de las rechiflas de la mayoría uribista y de las reconocidas imprecaciones del Alto Comisionado para la Paz, en lo que el editorial del periódico El Tiempo calificó como ”Una zambra deplorable “[2]
Para terminar, la ley de Justicia y Paz, presunto instrumento para trabajar la reconciliación nacional y el posconflicto, se ha convertido en un instrumento más del adelantado debate electoral por la presidencia en un contexto de extrema polarización política debido las pretensiones reelecionistas del presidente-candidato.
El país debe poner en practica y tener en cuenta tanto las experiencias exitosas como las fracasadas de anteriores procesos de paz. Existe una estrecha relación entre el éxito o fracaso de las negociaciones, su capacidad de convocatoria y movilización y la profundidad y relevancia de los cambios que se den en su desarrollo o negociación final.
El contraste es claro entre los procesos de paz de mediados de los 80 y los que culminaron con la constitución del 91. Estos últimos fueron relativamente exitosos porque se realizaron en medio del proceso constituyente, en un contexto de expectativas de cambios y reformas que convocaron a amplios sectores sociales, políticos y económicos del país. Caso contrario al del proceso de paz iniciado por el presidente Betancur en 1986, que no contó con el apoyo de las Fuerzas Armadas, los gremios y los partidos políticos, lo que terminó en sendos fracasos militares como la toma del Palacio de Justicia o fracasos políticos como el genocidio contra la Unión Patriótica.
Pero lo que más pone en duda que esta ley sea un “instrumento de paz” como afirma el Alto Comisionado Luis Carlos Restrepo, es que no parece probable que ésta ataque y neutralice las causas estructurales del fenómeno paramilitar como son el problema agrario, el narcotráfico y el apuntalamiento de un orden político regional y local autoritario en función de modelos económicos como el latifundio, la agroindustria y el control sobre las economías de enclave legales e ilegales[3], es decir, un orden político para imponer un modelo económico rentista, extrativista y excluyente.
[1] El Tiempo, julio 5 de 2005, Pág. 1-4
[2] El Tiempo, junio 23 de 2005, Pág. 1-24
[3] Para un panorama sobre la penetración paramilitar en las economías regionales, véase El Tiempo, Julio 4 de 2005, Pág. 1 a 4.
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