En el concierto mediático sobre la violencia en Francia, hay una nota más altisonante que las demás: la amplificación de las revueltas, en resumidas cuentas muy limitadas geográfica y sociológicamente, para arraigar un poco más en las mentes el concepto de guerra inminente de civilizaciones. Se ve en la prensa la imagen de un Occidente asediado por hordas musulmanas inasimilables, quinta columna de un «islamo-fascismo» que conspiraría para apoderarse del mundo y construir un califato sobre las ruinas de un Occidente disoluto. Los analistas neoconservadores repiten esto hasta la saciedad, seguidos de cerca por algunos editorialistas de la izquierda europea.
«La ausencia de una voz oficial, el nihilismo de estos disturbios es como un lienzo virgen en el que cada cual puede, según sus inclinaciones, pintar el cuadro que quiera. Cada cual ve las cosas desde su punto de vista y la débil e incoherente voz de los revoltosos se pierde tras los comentarios». Este análisis de los disturbios de Los Ángeles en 1992, por Noam Chomsky, podría aplicarse perfectamente a los que llenan los diarios tras las revueltas en los suburbios franceses. Cada cual ve en estos acontecimientos la confirmación de su propia filosofía política. El ministro francés del Interior, Nicolas Sarkozy, no es el último en Le Monde, que expresa su satisfacción por el éxito de su política basada en la represión y en el tratamiento militar de la violencia urbana. Reitera sus acusaciones tradicionales contra los revoltosos, mezclando las cosas y utilizando fórmulas provocadoras, alaba su propia acción aunque ésta haya contribuido a encender la pólvora. Esta tribuna fue publicada mientras el ministro y presidente de la Unión por un Movimiento Popular (UMP) organizaba una gran campaña publicitaria mediante el motor de búsqueda Google.
Daniel Cohn-Bendit, consagrado «ex experto en combates callejeros» por la revista alemana Der Spiegel, le responderá indirectamente que todo eso no es más que combate de machismos respectivos entre revoltosos y ministros.
En este concierto mediático, hay una nota más altisonante que las demás: la amplificación de las revueltas, en resumidas cuentas muy limitadas geográfica y sociológicamente, para arraigar un poco más en las mentes el concepto de guerra inminente de civilizaciones. Se ve en la prensa la imagen de un Occidente asediado por hordas musulmanas inasimilables, quinta columna de un «islamo-fascismo» que conspiraría para apoderarse del mundo y construir un califato sobre las ruinas de un Occidente disoluto.
No dice otra cosa el experto militar atlantista, Ludovic Monnerat, cuando se interroga en Le Temps de Ginebra si Europa se encuentra en vísperas de una guerra civil. Considera que existe un verdadero enemigo interno ya activamente comprometido en un conflicto de baja intensidad. Practicando la desinformación, anuncia el descubrimiento de una «fábrica de artefactos incendiarios», lo que es un nombre bastante ostentoso para un local con un bidón de gasolina y botellas vacías, o bien «la circulación de armas de guerra en los barrios», cuando los revoltosos, como máximo, andan armados de pistolas de municiones o de fusiles de caza y las famosas armas de guerra de las que habla regularmente la prensa internacional no han sido nunca encontradas. Como quiera que sea, para Monnerat se trata de la preparación de una insurrección armada, de una «Intifada» comunitaria y generacional cuyo objetivo es socavar el Estado de derecho. Si éste no reacciona militarmente ante esta agresión, está muerto.
En la misma cuerda, el historiador neoconservador Niall Ferguson, cuyo artículo –como sucede con frecuencia– es publicado por numerosos medios (Los Angeles Times, La Vanguardia), explica que el problema no es la violencia urbana, sino el número y origen de los revoltosos, extranjeros no asimilados que amenazan con provocar la desintegración del país. Citando al teórico de la guerra de las civilizaciones, Samuel Huntington, denuncia la invasión a ambos lados del Atlántico: árabe y musulmana en Europa, latina y católica en los Estados Unidos, y considera, por su puesto, que la primera es la más amenazadora. Claro está que el teórico islamófobo Daniel Pipes no podía faltar. En una tribuna publicada simultáneamente por el New York Sun, el Jerusalem Post y el Korea Herald (que por lo que sabemos publica a este autor por primera vez), denuncia nuevamente la incuria europea frente a la «Cuarta Guerra Mundial», desencadenada según él por el ayatolá Jomeini en 1979. Denunciando la ceguera de los medios franceses que ven únicamente razones sociales en esta ola de violencia, Pipes vincula tres acontecimientos que no tienen ninguna relación (los atentados de Londres, el asesinato de Theo Van-Gogh en Holanda y los disturbios en Francia) para distinguir una yihad multiforme y sobre todo planificada. Una vez más, únicamente rectificando la «indulgencia culpable de los últimas décadas» podrá salvarse la situación.
Este tipo de análisis no falta en una parte de la prensa internacional que, como lo habíamos indicado en nuestra sección Titulares que engañan, arregla cuentas con Francia. Un análisis por el estilo es el del muy prolijo comentarista de origen iraní, Amir Taherí, quien explica en el Standard de Viena que los revoltosos franceses quieren simplemente reinstaurar el principio otomano del «millet» que permite a cada comunidad religiosa vivir según sus propias leyes y costumbres dictadas por su religión. El Washington Times, al día siguiente de los primeros disturbios, detalló la última obra de Tony Blankley «The West’s Last Chance: Will We Win the Clash of Civilizations? en la cual el autor explica que únicamente una respuesta militar contrainsurgente coordinada a nivel mundial puede detener el avance del militantismo nazi-islámico, que amenaza con sumergir a Europa, como en 1940, para convertirla en una «Eurabia», custodia de las rutas petroleras y hostil a los Estados Unidos. La tolerancia cultural que caracteriza a esta Europa disoluta e impotente es directamente responsable de esta situación y son los Estados Unidos y Gran Bretaña, Estados «sanos», los que deben retomar las cosas por su cuenta.
Este análisis marcial, que recuerda la famosa frase del General Bugeaud durante la colonización de Argelia: «Quien no sea como nosotros está contra nosotros», lamentablemente no tiene nada de sorprendente para los lectores de Tribunas y análisis, habituados a las exageraciones verbales de los círculos neoconservadores y atlantistas cuando se trata de poblaciones árabe-musulmanas.
Sin embargo, desde hace algunos años, esta retórica no es patrimonio únicamente de una derecha neoconservadora, racista y reaccionaria. Como lo hemos demostrado en nuestras columnas, es una visión compartida igualmente por la izquierda europea. La reacción de Philippe Val, editorialista y director del diario satírico francés Charlie Hebdo, ante los acontecimientos es ejemplar en este sentido.
Como de costumbre, Philippe Val se apodera de un hecho de la actualidad para traer a debate su tema predilecto: la lucha contra el antisemitismo en la izquierda francesa y la culpabilización de todo pensamiento que se salga del marco convencional occidental tras el 11 de septiembre. No considera los disturbios el fruto de un complot, sino la simple consecuencia de una confusión ideológica «fruto de las mutaciones del racismo y el antirracismo». Si los suburbios arden, es porque el humorista Dieudonné y el presidente de la Red Voltaire, Thierry Meyssan, han alimentado el odio, «odio que se ha convertido en el non plus ultra de una oposición radical» (y, claro está, antisemita según el autor).
Si bien la envoltura argumental difiere de la de Daniel Pipes, Niall Ferguson y otros Amir Taherí, el fondo es el mismo: los protagonistas de los disturbios luchan contra los judíos, los «americanos» y los «ciudadanos de un Estado de derecho».
Philippe Val no es el único en esta cruzada. En un texto ampliamente difundido en los círculos libertarianos, tal vez debido a su título provocador: «Révolution, mon cul !» [¡Revolución, un culo!], Véronique Dà Rosas, del Movimiento de los Magrebíes Laicos de Francia, no dice otra cosa cuando denuncia la fascinación de los militantes de izquierda y de extrema izquierda por «el nuevo proletario que es, para ellos, ese joven, djeune de los suburbios», djeune que es la máscara tras la cual avanza el «camarada barbudo», el islamista que ha conquistado la confianza de los movimientos opositores, según una problemática hoy a la moda. La izquierda habría perdido sus referencias y por lo tanto habría abierto la puerta al «indígena» en nombre de una problemática anticolonialista. Lo que le molesta al autor no es que la juventud se subleve ni que use Nike, no. Lo que le molesta es que sea de origen musulmana. Por lo tanto inasimilable. Este análisis es más cáustico por cuanto proviene de una responsable de un autoproclamado «movimiento magrebí».
En Le Monde, el teólogo musulmán y militante político, Tariq Ramadan, realza esta obsesión: el Islam sería necesariamente un problema para la paz social. Deplora la incapacidad para oír a los musulmanes europeos y demócratas que afirman que el problema no es el Islam, sino los problemas sociales. Ya sea sobre bases étnicas o económicas, ambos modelos, el francés y el británico, han construido verdaderos guetos basados en concepciones xenófobas o avivándolas. Mientras que se hace necesaria una nueva política contra la guetización y el racismo, los discursos recurrentes de la izquierda y la derecha sobre el Islam y la integración dan la razón a los que, del lado musulmán, islamizan todos los problemas y, del otro, alimentan la idea de un irremediable conflicto con el Islam.
Por su parte, el analista Mark Levine, del Movimiento Progresista Judío Tikkun utiliza el pretexto de los disturbios para hablar de la búsqueda por parte de Occidente de un «musulmán moderado» que salvaría el Islam de sí mismo volviéndolo aceptable. Lamentablemente, señala, los líderes musulmanes que Occidente apoya como «moderados» con frecuencia son dictadores represivos con relación a su población y participan generalmente en el aplastamiento de los que tratan de definir un Islam moderno. Es de la opinión de que el Islam no requiere «moderación», sino bastante «radicalismo» en el sentido de una reflexión que vuelva a la raíz misma de la cultura islámica. Ahora bien, todos los que tratan de realizar tal reflexión se pudren hoy en las prisiones de los gobiernos musulmanes «amigos de Occidente».
El director de Le Monde diplomatique, Bernard Cassen, habla de un «Katrina francés» en El Periodico, destacando que si el Katrina reveló muchos aspectos de la realidad social estadounidense, la ola de violencia en París y en otras ciudades francesas dice mucho sobre la sociedad francesa. La violencia proviene de la rabia contra las políticas neoliberales y no de ningún complot islamista u otro y, como otros, llama a un «Plan Marshall» para los suburbios.
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