Julio César Herrera / EL TIEMPO

Desde las orillas del río Curbaradó a la altura del caserío de Brisas se divisan las enormes plantaciones de palma de aceite que se encuentran en plena edad de producción. Allí hay un enorme planchón que transporta los buses en que llegan a diario los cientos de obreros que vienen de Belén de Bajirá a trabajar en estas plantaciones, así como a los camiones que salen cargados con el fruto del que se derivan biocombustibles y aceites de cocina. A primera vista, las más de 30 mil hectáreas de palma que existen en las cuencas de los ríos Curbaradó y Jiguamiandó, así como toda la infraestructura construida para su explotación no serían más que una muestra del esfuerzo pujante de algunos empresarios que le apostaron a los cultivos de tardío rendimiento en una región donde el Estado brillaba por su ausencia.

Pero lo que las organizaciones sociales de los pueblos negros, la Iglesia del Chocó, la Defensoría del Pueblo y algunas organizaciones defensoras de derechos humanos han denunciado una y otra vez es que el éxito de esta empresa se ha logrado tras el pisoteo de los derechos de las comunidades negras que desde generaciones han habitado estos territorios. El asunto podría resumirse así: entre 1996 y 1997 las comunidades de esta región fueron víctimas del desplazamiento forzado tras la ofensiva paramilitar desplegada en todo el Urabá en aquella época en que el hoy aspirante al senado RitoAlejo Delgado fue comandante de la XVII Brigada; cuando en 1999 estas comunidades inician sus procesos de retorno encuentran que las tierras arrebatadas por los paramilitares se han convertido en gigantescas plantaciones de palma.

Los territorios de las cuencas de los ríos Jiguamiandó y Curbaradó hacen (o hacían) parte de la propiedad colectiva que la ley 70 de 1993 tituló a los pueblos afrocolombianos del Pacífico. Según esa misma ley, las tierras de estas comunidades son inalienables, inembargables e imprescriptibles, pues se reconocía en la propiedad colectiva un carácter inherente a la identidad étnica y cultural de estos pueblos. Pero como el cuento de la multiculturalidad, la plurietnicidad y la función ecológica y social de los territorios de comunidades negras no hace parte de la agenda paramilitar y de estos palmicultores, no hubo problema en hacer de los bosques más biodiversos del mundo, monocultivos aptos para la inclusión del campo en los planes del capital trasnacional.

Lamentablemente las denuncias sobre la violación de los derechos humanos y colectivos de las comunidades negras y la infracción a tratados y convenciones internacionales que nuestro Estado ha ratificado, parecen no ser escuchadas por los oídos sordos de nuestro gobierno. Al contrario, el sector palmicultor ha recibido todo tipo de incentivos económicos y tributarios pues el objetivo es posicionar a Colombia como uno de los primeros exportadores mundiales de los derivados de la palma de aceite. Una lectura en clave neoliberal permite entender que la tierra solo podrá valorizarse con la puesta en marcha de este tipo de proyectos económicos, y que ante la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos son las agroindustrias exportadoras y no la producción agrícola -y mucho menos la seguridad alimentaria- las que están en los planes para la inclusión de nuestro campo en la economía global. Otra lectura, no sé si en esa misma clave, permite establecer que ha sido la estrategia paramilitar la mejor forma de aplacar otras alternativas de vida y consolidar la estructura necesaria para la expansión de estos megaproyectos económicos.

¿Qué está sucediendo en el Bajo Atrato?

Con aliados tan poderosos, las empresas palmicultoras que están usurpando los territorio de las comunidades negras siguen haciendo de las suyas. En abril del año pasado las 14.881 hectáreas que según el INCODER estaban siendo ocupadas de manera ilegal por las empresas Urapalma, Palmas S.A., Palmas de Curbaradó, Inversiones Fregni Ochoa y La Tukeka, se convirtieron en octubre, como por arte de magia, en propiedades del capital privado. Tras estudiar 131 predios de los 732 que los palmicultores pretendían de su propiedad, el INCODER determinó sustraer 10.162 hectáreas de los títulos colectivos de las comunidades negras.

En su informe del 19 de octubre de 2005, el INCODER encontró que los previos visitados “se encuentran dentro de la propiedad colectiva de Jiguamiandó y Curbaradó, lo que significa de conformidad con la legislación colombiana que dicha propiedad privada debe respetarse y descontarse de los títulos colectivos adjudicados a las comunidades negras (...) pues conforme a los establecido en la Constitución Política de Colombia, el Estado está en la obligación de hacer respetar dicha propiedad privada”. Loable esfuerzo por la defensa de la propiedad, pilar de nuestros estado social de derecho. Pero, ¿la propiedad privada de quién?, ¿no son acaso las tierras colectivas tituladas a las comunidades negras también propiedad sobre las que ejercen su derecho y autodeterminación cultural?, ¿por qué el Estado no defiende también con tanto ahínco estas propiedades que se sabe están siendo arrebatadas abusivamente?

Si con el estudio del 18% de los predios que se pretenden de propiedad privada, los palmicultores lograron legalizar el 51% de las tierras que usurparon, a este ritmo las comunidades negras van a quedar debiéndoles tierras a los empresarios de la palma.

A través de las recientes resoluciones del INCODER el gobierno agota las vías para la legalización de las anómalas situaciones de hecho denunciadas por las organizaciones sociales. De manera afanada, el INCODER preparó una serie de resoluciones con las que busca que los Consejos Comunitarios de las comunidades afrochocoanas creen alianzas económicas con empresas privadas, lo cual resulta empatar a la perfección con los proyectos que la Oficina del Alto Comisionado de Paz ha diseñado para la llamada “reinserción económica” de los desmovilizados.

Uno de los puntos en los que insisten los jefes paramilitares es la creación de empresas y alternativas económicas para los excombatientes, muchas de las cuales ya vienen funcionando en el Urabá. Resulta pues, que uno de esos modelos que el Alto Comisionado ha descrito como de alianzas estratégicas con empresarios exitosos está siendo proyectado en el Bajo Atrato con la palma de aceite. Allí no sólo se adelantan procesos de repoblamiento con personas diferentes a las de la etnia negra, sino que los palmicultores han desarrollado un modelo en el que los empresarios, en calidad de arrendatarios, asumen los costos de siembra, sostenimiento y producción de palma a cambio de convertir a los legítimos propietarios en obreros asalariados de sus propias tierras.

De esta forma el gobierno nos presenta a la palma de aceite como la empresa que redimirá el agro colombiano y que servirá, además de todo, de modelo socioeconómico dentro del marco de la negociación con los paramilitares. Sin lugar a dudas el gobierno de Uribe pasará a la historia como el único que logró volver realidad el mito bíblico de la fraternidad y la paz, pues con la palma de aceite en el Bajo Atrato pondrá al león y al cordero a comer del mismo plato.