Llegamos a Tiwanacu, la “Ciudad de los dioses”, centro espiritual y político de la cultura antecesora a los Incas, la Tiwanacota, antes de la hora indicada. Unos 70 kilómetros –o 60 minutos- nos separaban desde la ciudad de La Paz. Había que subir más de los 4.000 metros de altura en que se encuentra la “hoyada”. Hacía mucho frío.
Días antes, nos atravesaba una sensación extraña. Varias veces nos preguntamos, antes de decidirnos a ir, si no era una “intromisión” nuestra el sólo hecho de estar presentes.
Era la “asunción originaria”, cuya traición al mandato que otorga se paga nada menos que con la muerte. Queríamos ser, antes que nada, respetuosos y lo veíamos como algo muy íntimo. Despejó esa “timidez” nuestra, la noticia de que más de 1.500 periodistas llegados de todo el mundo cubrirían el evento.
Los minibuses o combis salían con más insistencia que de costumbre, al igual que taxis, camiones y micros. Al llegar nos recibió la lluvia y después el granizo. Se veían miles de personas y, a lo lejos, las ruinas arqueológicas más antiguas de América. Las Wiphalas aportaban un colorido impecable y también un claro mensaje: el de que esta victoria era, antes que nada, victoria indígena.
La gente empezaba a vivir, desde tempranito, lo que consideraban una jornada histórica. Su jornada histórica. Venían a disfrutar de lo obtenido de un proceso de luchas que el pueblo boliviano viene dando, más o menos, desde que “nació” como pueblo...
Partiendo de esta tradición rebelde, y para ser un poco más mezquinos y un tanto esquemáticos, digamos que esos miles de mestizos e indígenas aimaras, quechuas, guaraníes (y de las decenas de etnias que en Bolivia viven) empezaban a disfrutar de lo obtenido, lo “conquistado”, por un ciclo de acumulación política que, groso modo, nace en el año 2000, con la “guerra del agua”. [1]
Potosí era el primer punto del viaje. Y es un buen lugar para comenzar un recorrido por Bolivia; ayuda a entenderla. A entender por qué este país, con un territorio riquísimo en recursos naturales, tiene uno de los pueblos más pobres de Latinoamérica.
Potosí mantiene hoy gran parte de la arquitectura del despilfarro del poder que regaba sus calles hace cuatrocientos años. Sobre todo las grandes iglesias, decenas de ellas.
Luego de Potosí pasamos por Oruro. En los “convites” (una especie de ensayos) al carnaval -que es uno de los eventos más importantes del calendario cultural boliviano- ya se veía una alegría distinta, una sensación especial de la gente. Como sonrisas que no iban a permitir ser robadas fácilmente. Era la primer semana de enero. De ahí nos dirigíamos al conocido salar de Uyuni...
Destino inevitable para un turismo que, como casi siempre, en gran parte niega lo que es evidente y para dormir “tranquilo” siente todo lo que ve como parte del paisaje. Las injusticias sociales, también. Porque todo es parte del paisaje en Bolivia. Todo. Desde los aymaras de El Alto que venden sus telares en las calles de La Paz, hasta las cholas cargando sobre sus espaldas, frutas, o simplemente a sus chiquitos; desde los campesinos que hacen detener el micro en un desolado horizonte para volver a sus casitas, hasta los niños, que en los mini buses indican a los gritos el camino que sigue; desde la Wiphala, hasta la asunción originaria de Evo en Tiwanacu. Todo es paisaje. También los trabajadores del salar de Uyuni.
Para entrar a ese verdadero mar de sal de unos 12.500 kilómetros cuadrados, necesariamente se debe pasar y parar en un pueblo llamado Colchani, habitado por unas 500 familias. Fany trabaja ahí. Su tarea es secar la sal. La sal que ricos y pobres llevan a sus mesas (una de las pocas, poquísimas, cosas que coinciden en lo que ricos y pobres llevan a sus mesas). A Fany le piden de sacarle fotos, a sus hermanos tal vez le compren alguna estatuita o artesanía de sal. Pero el turismo sigue, lo más bonito está por venir.
A Fany le preguntamos y la escuchamos un poquito. Le pedimos que nos cuente algo sobre su vida y sobre la vida de sus hermanos. Ella tenía la cara quemada (además de un golpe accidental). Parecía que tenía mucho para decir ese rostro, esa vida de veintitantos años (que debido al trabajo con la sal, según sus palabras -quizás exageradas, quizás no-, no llega a mucho más de treinta y cinco).
Nos dijo sobre su tarea y sobre sus hermanos y vecinos. Que 50 kilos de la sal que producen son vendidos a menos de un dólar. Sobre su sueldo, de 130 Bolivianos por mes, o sea 16 dólares por mes, o sea 35.000 pesos colombianos por mes. Cualquiera de esas cámaras que la fotografían, cuesta lo mismo que un año y medio de su trabajo. Se ve que la sal, que todo seca, le secó las lagrimitas a Fany, porque al despedirnos se la veía bastante triste pero no lloraba, como que al contarle sobre su historia a un extraño, haya tomado más conciencia de su historia (tal es una de las maravillosas capacidades de la palabra). Y vio, como cada día, que es y era muy triste. Y tan sólo le prestamos un oído. Esos son los quinientos años de la noche del despojo. Eran Fany.
Cochabamba fue nuestro próximo destino. El trópico. El valle. Queríamos conocer a quienes le habían parado el carro a la prepotencia de las empresas imperialistas. El lugar donde había nacido, del consenso de numerosos movimientos y organizaciones sociales, el Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos-MAS (IPSP-MAS). [2]. Era prometedor viajar, desde las tierras de los campesinos cocaleros, hasta la asunción del Evo. Realmente nos llevamos desde ahí las imágenes (en forma de palabras, de gestos) más claras del momento que está viviendo el pueblo boliviano.
Al llegar nos encontramos con el compañero Moisés Torres, presidente del Movimiento Sin Tierra de Bolivia (MST-B). Realmente fue muy enriquecedora la charla con él y las que mantendríamos con varios compañeros y compañeras del MST, campesinos todos, tanto en Cochabamba como en La Paz. Las demandas de los Sin Tierra son realmente “profundas”. [3]. Moisés fue quien nos dijo tal vez la frase más clara para describir las tensiones y contradicciones que tiene planteado el MAS en el gobierno: “Evo es del corral, y sabe que, si no hay respuestas, el corral se desborda”.
La falta de tiempo nos impidió conocer sobre la importante y determinante experiencia de la Confederación de Campesinos Cocaleros del Trópico de Cochabamba, ubicados principalmente en la zona del Chapare, pero las sorpresas de los viajes dan la posibilidad de conocer gente como Marisol, nacida y criada en un pueblo minero, por la actividad de su padre.
En una de esas conversaciones en que uno desea que el tiempo no siga caminando, que el cansancio no gane la noche, sino que la palabra reine, pudimos ver, a través de Marisol, las sensaciones que viven hoy gran parte de los bolivianos, por lo menos de los que han tomado partido en los últimas revueltas. “Bueno, ya sabemos que mucho desde el gobierno no puede hacer”. “Sí, le dio apoyo a Carlos Mesa”. “Una vez, los militares lo golpearon casi hasta matarlo, no va a permitir que sigan reprimiendo al pueblo”. “Viene de la pobreza como nosotros, siente las injusticias como nosotros”. “Tiene atrás a los movimientos para respaldarlo, nos tiene a nosotros”. “Es la primera vez que digo mi presidente”. “La gestión del MAS en las Alcaldías donde gobernó se limitó a administrar los negocios del Estado”. “Ayer soñé con mi presidente”. Veía y sentía que “iba y venía” con el acontecimiento que significaba la llegada “al poder” del gobierno que, de alguna manera, era parte de la construcción -en muchos casos silenciosa- de miles y miles de bolivianos. Salía de ellos, de sus y de su historia. Ahí quizás, como nos dijo el compañero Moisés, resida la tensión más grande que viva el Evo.
Fue con un grupo de jóvenes que hacían música andina, como manera de reivindicar lo más profundo de sus orígenes, que emprendimos el viaje hasta La Paz. Un camión descubierto nos regalaba, a lo largo del camino, la impactante imagen de la luna, que se asomaba de vez en cuando, como escondiéndose detrás de las montañas. Entre canciones, charlas y risas llegamos a la capital boliviana. Dos días después estábamos en Tiwanacu, viviendo esa fiesta merecida pero no total. Falta mucho todavía, como se dice en la Bolivia que lucha. Lo vimos también, y sobre todo, en esos miles de indígenas que esperaban la salida de Evo. Saben que ahora, quizás se enfrenten a los desafíos más grandes. Conocen de las experiencias de movimientos o partidos de izquierda que, una vez llegados al “poder”, se remiten a la administración de los negocios del Estado capitalista. A seguir sirviendo a los ricos. Lo sabe ese estudiante que en la Plaza San Francisco alzaba un cartel que advertía: “Prohibido girar a la derecha”. Lo saben, pero sobre todo saben la lucha. Y que la volverán a utilizar cuando haga falta.
Marzo de 2006
[1] En el valle cochabambino, la ambición de las trasnacionales se topó con lo que no debía: la dignidad de un pueblo que entendió bien claro que, como muchos pensamos, la batalla contra el neoliberalismo es una cuestión de supervivencia humana. Y dieron una hermosa lección.
A la poderosa empresa norteamericana Bechtel (una de las más beneficiadas por la destrucción y reconstrucción de Irak, amparada por Bush y los asesinos de la Casa Blanca), a través de su privatización, le fue entregado el sistema de distribución de agua de Cochabamba. En sus planes, figuraba el aumento de las tarifas para los usuarios urbanos entre un 100 y un 300 por ciento. Frente a esto, en noviembre de 1999 empezaron los bloqueos de caminos en todo el departamento. La concientización de lo que aquello implicaba iba en aumento. La organización que se iba dando por abajo vio la necesidad de una estructura democrática como instrumento de lucha: así es que crean la Coordinadora de Defensa del Agua y de la Vida. El día 4 de febrero de 2000, miles de hombres y mujeres “sencillos y humildes”, como ellos se definen, ocuparon la plaza principal, frente al palacio del gobierno departamental. Era la muestra de que querían tomar en sus manos, colectivamente, las decisiones que afectaban su vida cotidiana. Era decirle al régimen representativo, con el que la burguesía había engañado a los pueblos desde hacía siglos, “Ya Basta”. Febrero y marzo fueron meses de consolidación de ese movimiento. El país y el mundo miraban la incipiente hazaña de quienes, citando a Eduardo Galeano, habían perdido el miedo. Para el mes de abril el gobierno nacional decide enviar militares y se declara el estado de sitio. Pero, al perder el miedo, los cochabambinos se habían hecho imparables. El pequeño David (y su heterogeneidad conformada por campesinos y campesinas cocaleros, agricultores regantes, estudiantes, habitantes de barrios marginales, pequeños comerciantes, trabajadores fabriles, etc.) con su piedrita, había derrotado al gigante neoliberal, y, gritaba: “el agua es nuestra, carajo!!!”. Era rescindido el contrato con la Bechtel.
[2] Para mediados de los años noventa los campesinos cocaleros de Cochabamba se iban configurando en un nuevo actor social de relevancia. En marzo de 1995 se realiza el Primer Congreso “Tierra y Territorio”, que contó con la asistencia de numerosas agrupaciones campesinas. En ese Primer Congreso se formula la tarea de fundar un movimiento organizado superador de las instancias sindicales campesinas, que venían peleando en defensa de la tierra y contra la erradicación de los cultivos de coca. Se crea la Asamblea por la Soberanía de los Pueblos, definida como “una opción revolucionaria y liberadora que nace del seno de los compañeros campesinos y oprimidos que con el transcurso del tiempo ha captado la adhesión de otros sectores, conforme a sus principios de Instrumento político de los oprimidos y no solo de los campesinos”. De este proceso heterogéneo e incluyente nace el Movimiento al Socialismo-Instrumento político por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP)
[3] El Movimiento Sin Tierra de Bolivia nace, como ellos mismo dicen, como “una de las principales reacciones sociales, frente a la nueva concentración de la tierra y el nuevo latifundio surgido en Bolivia a partir del proceso de la reforma agraria”. Las hectáreas obtenidas con la reforma agraria luego de la revolución de 1952, se van dividiendo y distribuyendo de generación en generación por cada familia. Hoy, un campesino cuyo abuelo había sido beneficiado por la reforma tiene unos pocos metros de tierra. Esto sumado a la particularidad del oriente (donde se concentran con más fuerza los “sin tierra”), que, a diferencia de la zona andina, fue la menos “tocada” por la reforma. Una serie de artimañas legales sirven para enmascarar y ocultar las grandes concentraciones de tierras. Así, la “propiedad agroindustrial y ganadera” –figura legal aparecida en el 1953- tiene las mismas características que el latifundio pero no es considerada como tal)
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